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– Esto os pasa -dijo la duquesa al término del relato- por ir de caza en esta época del año. Con lo frías que son las mañanas, no sé cómo no habéis caído enfermos de pulmonía o de algo peor. Dichosa caza. Lo que tenéis que hacer a vuestra edad es ir a clase y estudiar.

– Pero, mamá -replicó el joven-, ¿cómo vamos a ir a clase si la Universidad está cerrada?

– ¿Cerrada?-exclamó la duquesa-, ¿la Universidad cerrada en pleno mes de marzo? ¿Pues qué se celebra?

Lilí se reía por lo bajo y mascullaba imprecaciones el padre Rodrigo. El señor duque desvió la conversación para no inquietar a su esposa.

– Aparte de eso -preguntó-, ¿cómo ha ido la caza?

La caza no había ido muy bien. Primero habían estado persiguiendo un corzo muy mañoso que consiguió dejar atrás a los perros brincando por los riscos; luego dispararon contra un águila real, pero volaba demasiado alto. Al final los cazadores regresaron con un magro botín en los zurrones: unas pocas liebres y dos gansos. La frustración era tanto mayor cuanto que el propósito inicial de la partida era matar alguna avutarda.

– En esta época del año no veréis ninguna, y menos en la sierra.

La discusión duró un rato. Anthony comía y observaba. En mitad de la mesa había un centro de plata grande, macizo y de muy delicada orfebrería; la vajilla y la cubertería también eran espléndidas. Sin embargo, la comida era sencilla, nutritiva y frugal. Salvo la duquesa, que parecía desganada, todos comían con buen apetito, incluso las dos hijas, sin los melindres de la gente falsamente refinada. El servicio era eficiente y respetuoso, pero de una inelegancia rayana en lo rústico. Anthony Whitelands no podía menos que comparar este prototipo de familia aristocrática española con las familias inglesas que conocía, y apreciar de nuevo las diferencias. Aquí se combinaban con perfecta naturalidad la sencillez de la vida familiar con el lujo, la sosegada simplicidad del campo con el maduro refinamiento de la corte, la llaneza con la inteligencia y la cultura. Todo lo contrarío, en definitiva, de la rígida y, en última instancia, advenediza aristocracia británica, obsesionada con sus pergaminos, sus relaciones de parentesco y sus rentas, despectiva en el trato, petulante e inculta.

La voz de la señora duquesa le sacó de estas reflexiones.

– Por el amor de Dios, dejad ya la dichosa caza. Estáis aburriendo a nuestro invitado. A ver, Antoñito, háblenos de usted. ¿Qué ha venido a hacer a Madrid, aparte de aburrirse con nosotros? ¿Dará una conferencia en el Ateneo? A mí me encantan las conferencias. Y si no, me duermo. De una forma u otra, lo paso de maravilla. Hace un mes vino un alemán y nos explicó que Cristóbal Colón era hijo de un esquimal y una mallorquina. Muy interesante. Lo que no dijo es cómo hicieron esos dos para engendrar al Almirante. ¿Usted también tiene teorías disparatadas?

– No, señora. Me temo que soy un poco sosaina. Casi nunca doy conferencias y de vez en cuando publico algún artículo en una revista especializada.

– Ah, bueno, todavía es joven -dijo la duquesa.

El resto de la comida transcurrió en el mismo tono desenfadado. Al acabar, Anthony supuso que cada uno de los presentes volvería a sus ocupaciones y él podría dar comienzo al trabajo para el que había sido requerido, pero el duque, como si considerara terminada la jornada laboral o hubiera olvidado el propósito de la presencia del forastero en el palacio, dispuso que todos se trasladaran de nuevo a la sala de música, donde les serían servidos el café y los licores, y donde quien quisiera, añadió señalándose a sí mismo, podría fumarse un buen habano.

Así lo hicieron todos, salvo el padre Rodrigo, que se retiró con un ininteligible monosílabo que servía de excusas y despedida, y la señora duquesa, una vez consumida la tacita de café, se sentó al piano y empezó a tocar unas melodías ligeras. Luego Lilí se sentó a su lado y ambas interpretaron una pieza a cuatro manos. Al acabar, Anthony aplaudió y Lilí, abandonando el taburete, fue corriendo hasta él, le echó los brazos al cuello y le preguntó con gran frescura si le había gustado. Él le golpeó cariñosamente la mejilla y acertó a murmurar unos distraídos elogios, porque en aquel momento Guillermo había sacado de algún lugar una guitarra, la había afinado y pulsaba unos acordes, mientas Paquita se sentaba a su lado en el sofá y se ponía a cantar con una voz algo ronca, pero muy afinada y sensual. Anthony estaba embelesado. Los dos hermanos estuvieron cantando y rasgueando la guitarra por turno un buen rato. Lilí, que continuaba a su lado, iba murmurando al oído del inglés: esto es un fandango, esto una seguidilla.

El duque fumaba distraído y la señora duquesa dormitaba en un sillón. Fuera, la luz del crepúsculo iba diluyendo las formas del jardín. Cuando la penumbra ya no permitía distinguir los rostros de los presentes, el duque se levantó y encendió una lámpara. Deslumbrados por la repentina claridad, se rompió el hechizo. Todos se levantaron de sus asientos y hubo un instante de desorientación.

– Demonios -exclamó finalmente el dueño de la casa-, se nos ha hecho un poco tarde. Por supuesto, aún quedan horas hábiles, pero yo he de despachar unos asuntos que no admiten demora. En cuanto a usted, señor Whitelands, no tiene sentido que vea los cuadros: con luz eléctrica no se aprecian los colores ni nada. Me temo que tendrá que volver a visitarnos, si nuestra compañía no le incomoda demasiado.

– Oh, para mí será un auténtico placer -dijo el inglés con sincero énfasis-, si eso no implica abusar de su hospitalidad.

– Todo lo contrario -atajó el duque-, en los últimos tiempos recibimos muy poco y usted nos ha caído a todos de lo más bien. Así que no hablemos más. Le espero mañana por la mañana, cuando le convenga, pero no demasiado tarde, no se nos vaya a escapar otra vez el tiempo de las manos. Tenemos muchas cosas pendientes. Lilí, despídete de nuestro amigo y ve corriendo a hacer los deberes. El que no vayas al colegio no significa que hayas de abandonar tu educación y convertirte en un hotentote. El padre Rodrigo te espera para tomarte la lección y ya sabes cómo las gasta su eminencia.

Se fueron despidiendo todos y al llegar el turno a Paquita, ésta se ofreció a acompañar a Anthony a la puerta. Juntos recorrieron las estancias que separaban la sala de música del vestíbulo, donde la atractiva joven dijo a su acompañante:

– No juzgue con ligereza a mi familia. En las presentes circunstancias, todos actuamos de un modo exagerado, que a un extraño le puede parecer inmaduro. Cuando el futuro es incierto, se concentran en el presente acciones y sentimientos que en tiempos de normalidad se desarrollarían con más calma y más decoro. En esta consideración también me incluyo a mí. Por otra parte, mi familia es atrabiliaria y feudaclass="underline" desde hace siglos está acostumbrada a apropiarse de lo que le gusta. Y usted les ha gustado. Quizá porque al venir de fuera ha traído a esta casa el recuerdo de otra realidad, más alegre y menos cruel.