– ¿Eso es lo que buscas: la gloria? No eres un guerrero, hermano.
– No lo soy -admitió Lisán-. Y no busco la gloria. Busco emociones, busco reinos remotos con tradiciones extravagantes, dragones con las escamas doradas y fuego en su aliento, pájaros roc con el buche repleto de piedras preciosas, princesas cautivas de perversos ÿinns, cultos olvidados, hormigas del tamaño de perros que perforan sus túneles en minas de oro… Busco la riqueza, busco lo sorprendente… Y, quizá, sólo un poco más de sabiduría…
– Quizá la muerte.
– Es posible, pero ¿no crees que vale la pena intentarlo? El profeta Muhammad, que Allah lo bendiga y le conceda paz, dijo: «Buscad el conocimiento allí donde esté».
– Sin embargo, en sus imploraciones, también pedía a Allah: «En Ti busco refugio contra toda ciencia que no sea útil». Hermano, Allah no exige a sus fieles que entiendan los movimientos de los astros en el cielo, como tú haces, o que crucen el mar en busca de Otros Mundos… Él sólo nos pide que aprendamos a salvar nuestra alma.
– ¿Y si sólo puedes hallar la salvación de tu alma más allá del mar?
– Oh, hermano… Nunca darás tu brazo a torcer, ¿no es así?
– Ya me conoces -dijo Lisán con una sonrisa-. Y desde hace mucho tiempo.
Mucho tiempo, sin duda, admitió Ahmed para sí. Toda una vida. Sentía una gran ternura por su amigo; tan sabio y erudito para las cosas que podían encontrarse en los libros, tan poco dispuesto para el mundo real. Era difícil entender cómo mantenían esa amistad siendo ambos tan diferentes. El erudito y el mercader que habían crecido juntos, continuando el afecto que ya se profesaban sus padres. Ahmed había secundado todas las locuras juveniles de Lisán. Siempre había estado a su lado, como un fiel escudero.
– ¿Recuerdas aquella ocasión en la que construiste una gran vela de seda recubierta de plumas y tensada en un bastidor de madera? -preguntó Ahmed al cabo de un rato-. ¿Cuánto hace de eso? ¿Qué edad teníamos entonces?
– Catorce o quince años… Creo.
– Con ese artilugio te lanzaste desde lo alto de la Colina Roja, e intentaste volar… ¿Te acuerdas? -Ahmed soltó una risita-. Lo intentaste, pero tan sólo conseguiste planear a cierta distancia y romperte una pierna en el aterrizaje.
Ambos rieron mientras recordaban los detalles de aquel suceso. Mucha gente de la medina subió a la Colina Roja para presenciarlo y estuvo mofándose de ellos durante meses. Incluso alguien hizo una cancioncilla para festejar el acontecimiento: Lisán quiso aventajar al águila en su vuelo… pero no tenía más plumas que las de un buitre viejo, decía.
Para Lisán había sido un momento de gloria, a pesar de todo. Durante meses se había sentido el centro de todas las miradas, de todos los comentarios. ¿Qué preparará ahora?, susurraba la gente cuando lo veía pasar. Y a él le había gustado esa sensación.
– ¿Cuánto tiempo ha pasado desde entonces, hermano? -preguntó Lisán con la voz llena de melancolía-. ¿Años o sólo un momento? Entonces el tiempo avanzaba lentamente, como si navegáramos en medio de una calma chicha. En cambio ahora parece que cabalguemos sobre un camello desbocado que se dirige hacia un abismo.
– Un abismo. Tú lo has dicho, hermano. Porque temo que te estás metiendo en otra locura… en la que corres un peligro mayor que el de fracturarte algún hueso.
Lisán hizo un gesto con la mano. Quería espantar todos aquellos temores.
– El tiempo es lo más valioso que nos ha regalado Allah. ¿Y qué hemos hecho con él hasta ahora? ¿Has cumplido todos tus sueños, Ahmed?
– Algunos. Y te aseguro que me considero un hombre feliz. Tengo mi casa en orden, tengo a mis esposas, a mis hijos…
Lisán asintió.
– Tú eres un hombre feliz, eso es evidente. Pero yo aún no he conseguido nada de eso. Tan sólo el recuerdo de muchos sueños que jamás se realizaron del todo…
– Deberías tomar esposa. Te lo he dicho mil veces: necesitas a una mujer a tu lado.
– Sin duda… -Lisán no quería volver sobre ese tema, que era recurrente para su amigo. Pero el recuerdo de unos ojos bellísimos y un encuentro fugaz en un sendero, apartado de la muchedumbre que llenaba el Multazam, [7] cruzó por su mente y la llenó de paz.
Ahmed insistió:
– Recuerda lo que dijo el poeta: Helada está la vida que transcurre sin ese dulce espíritu; podrida está la almendra que no se pierde en este almendrado misterioso…
– Cierto. Pero ahora no es el momento… Tengo la sensación de que Allah me ha reservado algo grande. Nada sucede por azar, tampoco el que yo encontrara esas planchas de plomo enterradas en los cimientos de mi casa… Él ha dispuesto las fichas sobre mi tablero y no puedo dar la espalda a los sueños de mi infancia… No ahora que al fin pueden realizarse.
– Ya no eres un niño, Lisán.
– Es cierto que he cumplido los cuarenta años, pero la misma fiebre que me decidió a saltar desde la Colina Roja sigue robándome el sueño. Quizá algunos no maduramos nunca.
Ahmed sacudió la cabeza y dio a su amigo por imposible.
– Quizá -dijo sonriendo.
Siguieron hacia la costa por un camino áspero y tortuoso.
Al atardecer, cerca del alfoz de Salawbiniya, se encontraron con una tropa de hombres armados. Les comunicaron que andaban haciendo la ronda porque una carabela de los infieles había sido avistada por el vigía desde la atalaya.
– Es mejor que pernoctéis en la ciudad -les aconsejó el que estaba al mando-. Mañana temprano podéis continuar vuestro camino.
– ¿Pensáis que pueden ser piratas? -preguntó Ahmed.
– Es una clara posibilidad.
Lisán llamó a su amigo a un aparte y le dijo:
– Tú y Jamîl id con ellos. Mañana mandaré buscaros.
– ¿Y tú vas a seguir el viaje, a pesar del peligro?
– No creo que se trate de piratas. Más bien el vigía ha debido de confundir nuestra nave con una carabela, pero no quiero que corras riesgo alguno.
– Si tú estás decidido a seguir, yo iré contigo.
Lisán asintió. Se volvió hacia el jefe de la tropa y agradeció su interés, pero le dijo que era preciso que continuaran su camino.
– Id con cuidado -aconsejó éste-. No son buenos tiempos para viajar de noche.
Continuaron. Al cabo de algo menos de una hora de marcha alcanzaron los acantilados que caían en picado sobre el mar. Se trataba de un escarpado promontorio que se extendía desde la misma orilla. Roca viva azotada por las olas hasta tal punto que había quedado porosa y con un filo como el de las aristas de hierro oxidado.
– Debemos subir por ahí para cruzar al otro lado -dijo Lisán, señalando la pendiente-. No hay otro modo de hacerlo desde tierra, así que sujetad bien los caballos para que no se asusten por el ruido del rompiente.
Treparon con cuidado por las rocas. Las olas se estrellaban bajo ellos y salpicaban espuma, formaban grandes remolinos en los intersticios. Ahmed caminaba, pensativo, al borde del acantilado. Las gaviotas revoloteaban y gritaban a su alrededor. Desde lo alto de esa barrera de piedra descubrió una larga cala arenosa. Las olas azotaban la parte exterior, pero en la interior tenía la apariencia de un estanque de agua cristalina. A lo lejos, vio una gran nave de velas cuadradas y otra menor con aparejo latino. Una carraca atracada junto a un jabeque. Allí estaban a salvo de miradas indiscretas, le explicó su amigo, pues la caleta se hallaba rodeada de pinos tan corpulentos que la ocultaban por completo a la vista desde el interior del país.
– Asombroso -dijo Ahmed, apoyándose en uno de los árboles para recuperar el resuello tras la subida-. ¿Cómo habéis encontrado este lugar?
– Baba ibn Abdullah sabía de él -respondió Lisán.
Comenzaron a descender por la ladera opuesta de la colina, hacia la franja de arena que se interponía entre el acantilado y el mar.