– No iré muy lejos, de momento. Sólo a un lugar cerca de Salawbiniya. En la costa.
– ¿Y qué hay allí?
Lisán hizo un gesto enigmático y dijo:
– Descansemos ahora, hermano. Mañana prometo seguir con mi relato.
6
Un muecín entonaba su llamada desde un alminar cercano.
– ¡La oración es mejor que el sueño! -repetía una y otra vez con una voz que era como un lamento.
Lisán y Ahmed desayunaban tranquilamente en el patio, frente a una mesa repleta de dulces de aspecto delicioso. Todo el mundo se había levantado temprano en la casa. Los criados andaban arriba y abajo, apurados con los preparativos del viaje.
Se presentó el viejo infiel al que Lisán había entregado las botellas de vino el día anterior. Llevaba algo en la boca que chupaba y pasaba de un lado a otro con la lengua.
Ahmed observó la cuenca vacía de su ojo, rodeada por un halo de legañas, y se estremeció de asco al adivinar lo que el viejo chupaba. Y en efecto, con un movimiento diestro, el infiel sacó el ojo de cerámica de su boca y se lo incrustó en la cuenca vacía. Parpadeó varias veces para que se ajustara en su espacio. Lisán ya se lo había visto hacer antes, en diferentes ocasiones. Al parecer formaba parte de su idea del aseo matutino.
– Veo que ya habéis empezado a desayunar… -dijo.
– Sírvete lo que gustes -le invitó el faquih con un gesto amable.
El viejo paseó su ojo escéptico por los pastelitos de turrón con miel y sésamo, los canutos de masa de harina rellenos de azúcar, piñones y canela, la pasta de naranja roja, las almojábanas de queso rebozadas con miel y la leche cuajada con semillas de cártamo.
– ¿No podéis darme sólo unas gachas de harina frita…? -preguntó-. Con algo de tocino, si esto es posible.
– Creo que lo de las gachas de harina lo podemos arreglar -dijo el faquih, intentando no perder su talante de perfecto anfitrión-. Con el tocino vamos a tener más dificultades… Pero, por favor, prueba esta compota de membrillo mientras tanto.
El viejo rehusó con un gesto y dijo:
– Por la mañana, tan temprano, el dulce me da cagalera. Mejor… olvidaos de las gachas y traedme pan, aceite y una cabeza de ajos.
Ahmed lo miró incrédulo, pero uno de los sirvientes de su amigo trajo al infiel lo que había pedido. Éste sacó un cuchillo que colgaba de su cintura y cortó con él varias rebanadas. Restregó los ajos contra la miga y la empapó bien de aceite.
– Mmmm… -murmuró mientras masticaba-. De buenas olivas, sí señor. Bien que vivís en estas tierras. Se nota que sabéis dónde está lo bueno.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó Ahmed, retirándose espantado por el fuerte olor.
– Que os habéis quedado con lo mejor, no lo niegues ahora. -El infiel miró a un lado y a otro-. Esto es un vergel, no me digas que no. Que vais dejando las tierras áridas para nosotros y os quedáis con las buenas. No, si listos sí sois, sí.
– Lo que tú llamas «tierras áridas» eran huertas productivas cuando estaban bajo mejores cuidados -señaló Ahmed.
– Es posible, no niego que los moros sabéis trabajarla, pero ésta no es vuestra tierra -dijo el infiel clavando en él su único ojo-. Sea feraz o yerma, es tierra de Cristo.
– Hace mil años mis antepasados ya araban estos campos -comentó Lisán con una sonrisa burlona-. ¿Por dónde andaban los tuyos en aquellos tiempos? ¿De cuántos de ellos puedes darme alguna referencia?
El viejo tardó un buen rato en comprender que lo que había dicho Lisán podía interpretarse como un insulto. Entonces amenazó al faquih con el mismo cuchillo mugriento que había utilizado para cortar el pan.
– ¿Tienes tú algo que decir de mis antepasados, moro?
Aterrorizado, Ahmed se puso en pie y rogó al infiel que se calmara, asegurándole que su amigo no había pretendido ofenderlo. Lisán, mientras tanto, seguía con su desayuno, tranquilo en apariencia, sin alterarse por la amenaza de aquel infiel que seguía rumiando insultos en su lengua. Al final, el viejo se dio media vuelta y regresó al interior de la casa, sin dejar de murmurar y de hacer gestos groseros.
Lisán dijo con bastante flema:
– No le des importancia a esto, hermano. Es un hombre de modales lamentables, pero sé cómo manejarlo.
– Sí -dijo Ahmed dejándose caer en su almohadón-, ya he visto lo bien que te las arreglas con él. Pero dime, en nombre de Allah, ¿quién es ese infiel?
– Se llama Ignacio «nosequé». Es un piloto vizcaíno, pero tiene experiencia en navegar con los portugueses más allá de las costas de Guinea.
Ahmed se sirvió una taza de infusión de poleo con jarabe de jalapa.
– Parece un desecho humano.
– Sí -admitió Lisán-. Sin duda ha conocido épocas mejores en su vida… Pero dicen que hace años fue un piloto bastante bueno.
– ¿Y qué interés puede tener eso para ti?
Lisán se llevó a la boca un pastelito de canela y lo saboreó con calma antes de decir:
– Te contaré ahora el resto de mi historia…
7
– Pasé muchos meses cautivo en Génova. Era un encierro cómodo, en uno de los locales del albergo, y se me permitía ir a cualquier parte dentro de la ciudad, pero siempre acompañado por dos guardias.
»En una ocasión, durante una visita al mercado, se produjo un gran tumulto. Varios comerciantes turcos iniciaron una pelea en la que mis guardianes se vieron implicados. Aproveché aquel afortunado suceso para esquivarlos y dirigirme a toda prisa hacia el puerto. Buscaba una nave que me sacara de la ciudad, cualquiera me servía en aquel momento desesperado, con tal que zarpara de inmediato y me llevara de regreso a al-Andalus. Nervioso, desorientado, me abrí paso entre la multitud: cargadores que trabajaban en los muelles con sus espaldas desnudas y sudorosas bajo el sol; vendedores de agua; enjambres de pilluelos andrajosos que correteaban entre las piernas de los viajeros pidiendo limosna.
»En las dársenas había una actividad impresionante. Las galeras de la flota genovesa, con sus filas de remos pintados de color rojo intenso, vigilaban los accesos. Las naves mercantes atracaban tras regresar desde alguna lejana costa o se preparaban para zarpar. Yo preguntaba a gritos a los patronos de estos barcos sobre cuál era su destino.
»De repente, alguien se interpuso en mi camino. Apareció de forma tan inesperada que a punto estuve de estrellarme contra él.
»-La discreción no es uno de tus talentos, faquih -me dijo.
»Era un hombre muy alto. Tanto que me encontré mirándolo desde abajo, como haría un niño asustado. Pero lo primero que me viene a la memoria de ese primer encuentro no es su rostro, ni su aspecto, sino el frío intenso que sentí en el fondo de mi pecho, como si hubiera aspirado una bocanada de un aire tan helado que me entumeciera por dentro. Se presentó como Baba ibn Abdullah y afirmó ser un comerciarte mameluco. Ciertamente, no carecía de elegancia en su forma de vestir, pero algo en su aspecto era desconcertante y hablaba el árabe con un acento que no fui capaz de identificar.
»Pensé que ibn Abdullah es un nombre común entre los mamelucos, pues suelen adoptarlo aquellos que son conversos y desconocen la identidad de sus padres. Era, como he dicho, bastante alto, de complexión delgada, con el pelo negro azulado cayendo en apretados rizos sobre la espalda. Un rostro flaco, con un mentón prominente, una nariz larga y ganchuda curvándose sobre un bigote que le cubría media cara. Los ojos eran de un verde muy claro, enmarcados por unas cejas negras que conferían a su mirada una intensidad terrible y, al conjunto de su rostro, el aspecto de un ave de presa.
»-¿Qué quieres de mí? -le pregunté.
»-Creo que soy yo quien puede ayudarte, faquih -me dijo-. He observado cómo recorrías el puerto buscando un barco… Te aseguro que el mío es el mejor jabeque que puedas encontrar atracado por aquí.