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¡A la mierda! Sí, la echaba de menos. Sí, la amaba. Y sí, había soñado con sostener a aquel niño entre sus brazos. ¿Y qué? Lauren le había traicionado, le había abandonado, había tenido a su hijo mientras estaba fuera y, lo que es peor, ni siquiera se había disculpado. Aún no le había dicho nunca: «Sean, estaba equivocada. Siento mucho haberte hecho daño».

¿Él le había hecho daño a ella? Sí, por supuesto. Cuando se había enterado de que tenía un lío, había estado a punto de pegarle, pero había retirado la mano en el último momento y se la había metido en el bolsillo. No obstante, Lauren le había visto la expresión de furia en el rostro. Y todos los insultos que le había proferido. ¡Santo cielo!

Al fin y al cabo, su ira y el hecho de haberla apartado de él había sido reactivo. Era él el que había sido agraviado, no ella.

Se lo estuvo pensando un poco más.

Se volvió a meter el trozo de papel en la cartera, cerró los ojos de nuevo, y se quedó medio dormido en la silla. Le despertó el ruido de pasos en el vestíbulo, y abrió los ojos en el preciso instante que Whitey entraba en la oficina. Sean le vio el brillo de alcohol en los ojos antes de olerle el aliento. Whitey se dejó caer en el sillón, apoyó los pies sobre la mesa, y de una patada apartó la caja de pruebas varias que Connolly había dejado allí encima a primera hora de la tarde.

– ¡Vaya día más largo, joder! -exclamó.

– ¿Le has encontrado?

– ¿A Boyle? -Whitey negó con la cabeza- No su casero me ha dicho que le oyó salir a eso de las tres, pero que todavía no había vuelto. También me ha dicho que hace mucho que no ve ni a la mujer ni al hijo. Le llamamos al trabajo. Hace el turno de miércoles a domingo, por lo tanto, tampoco le han visto -soltó un eructo-. ¡Ya aparecerá!

– ¿Se sabe algo de la bala?

– Encontramos una en el Last Drop. El problema es que topó con un poste metálico que había detrás del tipo. Los de Balística nos han dicho que quizá puedan identificarla, pero que no es seguro. -Se encogió de hombros-. ¿Hay alguna novedad respecto a Brendan?

– Su abogado lo ha sacado de aquí.

– ¿De verdad?

Sean se acercó a la mesa de Whitey y empezó a examinar los contenidos de la caja.

– No hay huellas dactilares -protestó Sean-, y las pocas que hay no corresponden a nadie con antecedentes. La pistola fue usada por última vez en un atraco que se perpetró hace dieciocho años. ¡Joder! -Volvió a meter el informe de Balística dentro de la caja-. La única persona que no tiene coartada es la única que no me parece sospechosa.

– ¡Vete a casa! -le sugirió Whitey-. ¡De verdad!

– Sí, de acuerdo -asintió mientras sacaba la cinta de la caja.

– ¿Qué es eso? -preguntó Whitey.

– Una cinta de Snoop Dogg.

– Creía que estaba muerto.

– No, el que está muerto es Tupac.

– ¡Es difícil estar al día!

Sean colocó la cinta en la grabadora que había en un extremo de la mesa y la puso en marcha.

– Aquí el Servicio de Urgencias de la Policía. ¿Cuál es el motivo de su llamada?

Whitey se pasó una goma por los dedos y la lanzó al ventilador del techo.

– Hay un coche con sangre… La puerta está abierta…

– ¿Dónde se encuentra el coche?

– En las marismas, junto al Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos.

– ¿Me puede dar la dirección?

Whitey se tapó un bostezo con la mano y cogió otra goma. Sean se puso en pie y se estiró, preguntándose qué tendría en la nevera para cenar.

– En la calle Sydney. Hay sangre y la puerta está abierta.

– ¿Cómo te llamas, hijo?

– Quiere saber cómo se llama ella, y me ha llamado «hijo».

– ¿Hijo? Te he preguntado cómo te llamas tú..

– ¡Vayámonos de aquí! ¡Buena suerte!

La conexión se interrumpió y la operadora pasó la llamada a la central. Sean apagó la grabadora.

– Siempre había pensado que Tupac tenía un departamento con más ritmo -apuntó Whitey.

– Era Snoop. Ya te lo he dicho.

Whitey bostezó de nuevo, y repitió: -¡Vete a casa! ¿De acuerdo?

Sean hizo un gesto de asentimiento y sacó la cinta de la grabadora.

La guardó y la lanzó a la caja por encima de la cabeza de Whitey. Sacó su pistola Glock y la funda del cajón superior y se la colgó del cinturón.

– ¡Ella! -exclamó.

– ¿Qué? -preguntó Whitey volviéndose hacia él.

– El niño de la cinta dijo «cómo se llama ella». Dijo que quería saber su nombre; hablaba de Katie Marcus.

– ¡Claro! -repuso Whitey-. Si uno habla de una chica muerta, se refiere a ella en femenino. -Pero ¿cómo lo sabía?

– ¿Quién?

– El niño que hizo la llamada. ¿Cómo sabía que la sangre del coche era de una mujer?

Whitey bajó los pies de la mesa y se quedó mirando la caja. Metió la mano y sacó la cinta. La lanzó al vuelo y Sean la cogió con las manos.

– ¡Vuelve a ponerla! -le sugirió Whitey.

26. PERDIDOS EN EL ESPACIO

Dave y Val atravesaron la ciudad, cruzaron el río Mystic, y llegaron a un bar muy cutre de Chelsea donde la cerveza era barata y fría, y no había mucha gente; tan sólo algunos viejos con aspecto de haberse pasado la vida entera trabajando en el puerto, y cuatro trabajadores de la construcción que tenían una polémica sobre una mujer llamada Betty, al parecer con las tetas muy grandes pero de mal comportamiento. El bar quedaba encajonado justo debajo del puente Tobin, de espaldas al río, y daba la impresión de que hacía varias décadas que estaba allí. Todo el mundo conocía a Val y le saludaba. El propietario, un tipo esquelético de pelo muy negro y una piel muy pálida, se llamaba Huey. Trabajaba en el bar y les invitó a las dos primeras rondas.

Dave y Val jugaron al billar durante un rato, y después se sentaron con una jarra y dos chupitos. Las pequeñas ventanas cuadradas que daban a la calle habían pasado de un tono dorado al añil, y había anochecido con tanta rapidez que Dave casi se sintió intimidado por la oscuridad. De hecho, Val era un tipo bastante simpático cuando uno le conocía. Contaba historias sobre la cárcel y sobre robos que habían salido mal, y aunque todo lo que contaba Val era un poco escalofriante, lo hacía de un modo que parecía gracioso. Dave se preguntó qué debía de sentir un hombre como Val, intrépido y seguro de sí mismo, pero tan condenadamente pequeño.

– Bueno, sigo con la historia, ¿de acuerdo? Una vez que encarcelaron a Jimmy, todos los demás nos esforzamos por mantener la banda unida. Todavía no nos habíamos dado cuenta de que el único motivo de que fuéramos ladrones era porque Jimmy lo planeaba todo por nosotros. Lo único que teníamos que hacer era escucharle y seguir sus instrucciones, y todo salía bien. Pero sin él, éramos unos imbéciles. Bueno, pues una vez atracamos a un coleccionista de sellos. Lo dejamos atado en su oficina, mi hermano Nick y yo, y el chico ése llamado Carson Leverett, que no sabía ni atarse los cordones de los zapatos él solo, nos montamos en el ascensor. Todo iba bien. Llevábamos traje y teníamos la sensación de que encajábamos. Una mujer entró en el ascensor y empezó a gritar. No teníamos ni idea de lo que estaba sucediendo. Teníamos una apariencia de lo más respetable, ¿de acuerdo? Me volví hacia Nick y vi que éste estaba mirando a Carson Leverett porque el desgraciado no se había quitado la careta. -Val empezó a dar golpes sobre la mesa, sin parar de reírse-. ¿No te parece increíble? Llevaba puesta una careta de Ronald Reagan, una de esas máscaras cretas que vendían. ¡Y no se la había quitado!

– ¿Y no os habíais dado cuenta?

– No, ése fue el problema -respondió Val-. Salimos de la oficina, Nick y yo nos quitamos la careta, y dimos por sentado que Carson también lo habría hecho. Pequeñas cosas como ésas suceden continuamente en un oficio como éste. A veces, uno se olvida de los detalles más obvios porque está nervioso, es estúpido y lo único que quiere es acabar cuanto antes. Lo tienes delante de las narices, pero eres incapaz de verlo. -Soltó una risita y se bebió el chupito de un trago-. Ésa es la razón por la que echábamos de menos a Jimmy. No se le escapaba ni el más mínimo detalle, al igual que un buen quarterback que nunca pierde de vista la totalidad del campo de juego. Jimmy era capaz de ver el campo entero. Podía prever cualquier cosa que pudiera fallar. ¡Era un jodido genio!