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– Pero luego se reformó.

– Sí, claro -asintió Val, encendiéndose un cigarrillo-. Lo hizo por Katie. Y después por Annabeth. Si te soy sincero, creo que nunca se lo llegó a tomar en serio del todo, pero la vida es así. A veces la gente crece. Mi primera mujer siempre me decía que ése era precisamente mi problema: que era incapaz de madurar. Me gusta demasiado la noche. El día sólo sirve para dormir.

– Siempre pensé que sería diferente -afirmó Dave.

– ¿El qué?

– El proceso de crecer. Pensaba que me sentiría diferente, como un adulto, como un hombre.

– ¿No te sientes adulto? Dave sonrió y contestó:

– Algunas veces, sí, pero por poco tiempo. Pero casi nunca me siento diferente de la época en que tenía dieciocho años. Muchas veces me despierto pensando: «¿Tengo un hijo? ¿Tengo mujer? ¿Cómo ha sucedido?». -Dave sentía cómo se le trababa la lengua a causa del alcohol, y notaba que la cabeza le daba vueltas porque aún no habían pedido nada para comer. Sentía la necesidad de explicarse, de demostrar a Val quién era en realidad, y de caerle bien-. Supongo que siempre pensé que a partir de un momento dado uno no dejaría de sentirse adulto. ¿Entiendes lo que quiero decir? Como si un día te despertaras, te sintieras un hombre y fueras capaz de controlar las situaciones del mismo modo que hacen los padres en las series televisivas.

– ¿Te refieres a personajes como los de Ward Cleaver? -preguntó Val.

– Sí, o incluso como esos sheriffs, ya sabes a quién me refiero, a James Amess, y a esos tipos como él. Siempre se comportaban como hombres de verdad.

Val asintió, tomó un trago de cerveza y añadió:

– Un tío me dijo una vez en la cárceclass="underline" la felicidad aparece muy rara vez, y sólo nos cabe esperar a que vuelva a aparecer. Pueden pasar años, pero la tristeza -Val parpadeó- nos invade siempre. -Apagó el cigarrillo-. Ese tipo me caía muy bien. No paraba de decir cosas interesantes. Me voy a pedir otro chupito. ¿Quieres otro?

Val se puso en pie.

Dave negó con la cabeza y contestó:

– Todavía no me he terminado éste.

– ¡Venga! -exclamó Val-. ¡De un trago!

Dave, observando su rostro arrugado y sonriente, respondió:

– De acuerdo.

– ¡Bien hecho!

Val le dio un golpecito en el hombro y se dirigió hacia la barra.

Dave lo observó mientras permanecía allí de pie, charlando con uno de los viejos trabajadores del muelle mientras esperaba que le sirvieran las bebidas. Dave pensó que aquellos tipos debían de saber lo que era ser hombres. Hombres sin vacilaciones, que nunca ponían en duda si obraban bien, que no estaban confundidos por el mundo o por lo que éste esperaba de ellos.

Supuso que era miedo. Eso era lo que él siempre había sentido, a diferencia de aquellos hombres. El miedo le había invadido desde una edad muy temprana, Y de modo permanente, al igual que la tristeza según el amigo de Val. El miedo se había instalado en su interior y nunca le había abandonado; por lo tanto, temía obrar mal, temía no estar a la altura, temía no ser lo bastante inteligente, temía no ser un buen marido o un buen padre o un hombre de verdad. Hacía tanto tiempo que tenía miedo que no estaba muy seguro de poder recordar cómo debía de ser vivir sin él.

La luz de un faro se reflejó en la puerta principal y le enfocó directamente a los ojos. Se abrió la puerta y Dave parpadeó varias veces, llegando sólo a entrever la silueta del hombre que entraba por la puerta. Era corpulento y le pareció que llevaba una chaqueta de piel. De hecho, se parecía un poco a Jimmy, pero era más grande y más ancho de hombros.

Cuando la puerta se cerró de nuevo y recobró la visión, se dio cuenta de que en realidad era Jimmy, con una chaqueta negra de piel por encima de un jersey oscuro de cuello alto y de unos pantalones color caqui. Saludó a Dave mientras se acercaba a la barra para hablar con Val. Le susurró algo al oído; Val se dio la vuelta y miró a Dave, y luego le dijo algo a Jimmy.

Dave empezaba a sentirse mareado. Estaba convencido de que era porque no había comido nada. Pero también tenía algo que ver con Jimmy, con el modo de saludarle, y por su rostro pálido y su expresión decidida. ¿Por qué demonios le parecía tan fornido? Tenía la sensación de que había aumentado cuarenta kilos de peso desde el día anterior. ¿Qué estaba haciendo en Chelsea la noche anterior al funeral de su hija?

Jimmy se acercó, tomó asiento delante de él y le preguntó:

– ¿Qué tal?

– Un poco borracho -admitió Dave-. ¿Has engordado?

Jimmy le dedicó una sonrisa burlona y contestó:

– No.

– Pareces más grande.

Jimmy se encogió de hombros.

– ¿Qué haces por aquí? -le preguntó Dave.

– Vengo a este bar muy a menudo. Hace muchos años que conocemos a Huey. Muchísimos. ¿Por qué no te bebes el chupito, Dave?

Dave agarró el vaso y confesó:

– Creo que ya estoy bastante borracho.

– ¡Qué más da! -exclamó Jimmy, y Dave se dio cuenta de que Jimmy también se iba a beber uno. Lo alzó y miró a Dave fijamente a los ojos-. ¡Por nuestros hijos!

– ¡Por nuestros hijos! -repitió Dave con gran esfuerzo, sintiéndose indispuesto, como si se hubiera ausentado del día y de la noche, y hubiera entrado en un sueño, un sueño en el que las caras estaban demasiado cerca, pero en el que las voces sonaban como si procedieran del fondo de una alcantarilla.

Dave se bebió el chupito de un trago, haciendo una mueca al sentir un escozor en la garganta, y Val se sentó junto a él. Val le pasó los brazos por los hombros y después de tomar un trago de cerveza directamente de la jarra, le dijo:

– Siempre me ha gustado mucho este sitio.

– Es un buen bar -asintió Jimmy-. Nadie te molesta.

– En esta vida es muy importante que nadie te moleste -apuntó

Val-. Que nadie se meta contigo ni con la gente que amas ni con tus amigos. ¿No estás de acuerdo, Dave?

– Completamente -respondió Dave.

– Dave es estupendo -dijo Val-. Siempre te hace sentir bien.

– ¿Eso crees? -preguntó Jimmy

– ¡Y tanto! -respondió Val, apretándole el hombro a Dave-. ¡Éste es mi hombre!

Celeste estaba sentada al borde de la cama del motel mientras Michael miraba la televisión. Tenía el teléfono sobre el regazo, con la palma de la mano flexionada sobre el auricular.

Durante las últimas horas de la tarde que había pasado con Michael, sentada en sillas oxidadas junto a la pequeña piscina del motel, había empezado a sentirse diminuta y hueca, como si alguien pudiera verla desde lo alto y pareciera abandonada y tonta, y lo que era peor, desleal.

Su marido. Había traicionado a su marido.

Tal vez Dave hubiera matado a Katie. Era una posibilidad. Pero ¿en qué demonios debía de estar pensando para contarlo todo a Jimmy? ¿Por qué no había esperado un poco más? ¿Por qué no lo había pensado con calma? ¿Por qué no había tenido en cuenta otras alternativas? ¿Acaso tenía miedo de Dave?

El nuevo Dave que ella había visto durante los últimos días era una aberración, un Dave producto del estrés.

Quizá no hubiera matado a Katie. Quizá.

La cuestión era que, como mínimo, tendría que haberle dado el beneficio de la duda hasta que las cosas se aclararan. No estaba muy segura de poder seguir viviendo con él y de poner la vida de Michael en peligro, pero si de algo estaba segura era de que debería haber ido a la policía, en vez de hablar con Jimmy Marcus.