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– ¡Hola! ¿Habéis venido a comprobar que no me he caído al río? -preguntó Dave.

Jimmy se apartó de la pared y se dirigió hacia él; la luz que colgaba sobre la puerta se apagó. Jimmy, que apenas veía nada a causa de la oscuridad, empezó a acercársele despacio; el rostro pálido se le iluminaba con la luz procedente del puente, iba entrando y saliendo de las sombras.

– Déjame que te cuente una cosa sobre Ray Harris -sugirió Jimmy, con un tono de voz tan bajo que Dave tuvo que inclinarse hacia delante-. Ray Harris era amigo mío, Dave. Solía venir a visitarme cuando estaba en la cárcel. También pasaba a ver a Marita, a Katie y a mi madre por si les hacía falta algo. Al hacer todas esas cosas, pensé que era amigo mío, pero en realidad lo hacía porque se sentía culpable. La policía le había presionado y me había delatado. Se sentía muy mal por ello. Pero después de haber venido a verme a la cárcel durante meses, pasó una cosa muy extraña. -Jimmy llegó hasta donde estaba Dave, se detuvo y se le quedó mirando con la cabeza ligeramente inclinada-. Me di cuenta de que Ray me caía muy bien. De verdad, disfrutaba mucho de su compañía. Hablábamos de deportes, de Dios, de libros, de nuestras esposas, de nuestros hijos, de la política del momento, de cualquier cosa. Ray era el tipo de persona que podía hablar de cualquier cosa. Tenía interés por todo. Y ésa es una cualidad muy poco común. Después mi mujer murió, ¿sabes? Murió y enviaron un guarda a la celda que me dijo: «Lo siento, recluso, pero su mujer murió ayer a las ocho y cuarto de la tarde. Se ha ido para siempre». ¿Sabes qué es lo que más me dolió de la muerte de mi mujer, Dave? Pues que tuviera que pasar por todo aquello completamente sola. Ya sé lo que estás pensando: todos morimos solos. Es verdad, en el último momento uno siempre está solo. No obstante, mi mujer tenía cáncer de piel, y tuvo que pasarse los últimos seis meses muriendo poco a poco. Yo podría haber estado allí con ella. Podría haberla ayudado a enfrentarse a la muerte. No a la muerte en sí, sino al proceso de morir. Sin embargo, no pude estar con ella. Ray, un hombre al que apreciaba, nos lo impidió.

Dave vio un trozo de río color azul tinta, iluminado por las luces del puente y el resplandor, reflejado en las pupilas de Jimmy.

– ¿Por qué me cuentas todo esto, Jimmy? -le preguntó Dave.

Jimmy señaló un lugar, por encima del hombro izquierdo de Dave y declaró:

– Hice que Ray se arrodillara allí mismo y le pegué dos tiros: uno en el pecho y otro en el cuello.

Val se apartó de la pared que había junto a la puerta, se dirigió hacia la izquierda de Dave y se tomó su tiempo; la maleza sobresalía tras él. A Dave se le cerró la garganta y se le secaron las tripas.

– Jimmy, no sé lo que… -farfulló Dave.

– Ray me suplicó -apuntó Jimmy-. Me dijo que éramos amigos. Que tenía mujer e hijo. También me explicó que su mujer estaba embarazada y que se mudarían a otra ciudad. Me aseguró que nunca jamás volvería a molestarme. Me suplicó que le dejara vivir para que pudiera ver nacer a su hijo. Me dijo que me conocía, que sabía que era un buen hombre, y que sabía que no quería hacerle daño. -Jimmy alzó la vista hacia el puente-. Deseaba darle alguna respuesta. Quería decirle que amaba a mi mujer, que ésta había muerto y que le consideraba responsable de ello y que, además, por principio, uno no delataba nunca a sus amigos si quería vivir muchos años. Pero no le dije nada, Dave. Estaba demasiado ocupado llorando. Fue muy patético. Los dos estábamos lloriqueando. Las lágrimas casi no me dejaban verle.

– Entonces, ¿por qué le mataste? -preguntó Dave, y en su voz había un lamento desesperado.

– Te lo acabo de contar -respondió Jimmy, como si se lo estuviera explicando a un niño de cuatro años-. Por principios. Me convertí en un viudo de veintidós años con una hija de cinco. Me había perdido los dos últimos años de la vida de mi mujer. Y el maldito Ray sabía perfectamente que la regla número uno de nuestro oficio era no delatar a los amigos.

– ¿Qué es lo que piensas que he hecho, Jimmy? Dímelo -dijo Dave.

– Cuando maté a Ray -prosiguió Jimmy-, sentí, no sé, que no era yo mismo. Tuve la sensación de que Dios me estaba mirando mientras le empujaba y lo tiraba a ese río. Y Dios sólo negaba con la cabeza. En realidad, no parecía enfadado, sólo un poco disgustado y nada sorprendido, como cuando descubres que tu cachorrillo ha hecho caca en la alfombra. Estaba ahí mismo, detrás de donde tú estás ahora, contemplando cómo se hundía Ray, ¿sabes? Su cabeza fue lo último en desaparecer, y recuerdo que pensé que cuando era niño creía que si uno nadaba hasta lo más profundo del agua, sería capaz de atravesar el fondo marino y aparecer en el espacio exterior. Así era como me imaginaba el globo terráqueo. Así estaría pues, mi cabeza sobresaldría de la Tierra, con todo el espacio, las estrellas y el cielo negro a mí alrededor, antes de iniciar la caída. Me hundiría en el espacio exterior y me alejaría flotando, y así seguiría durante un millón de años, en el frío de la noche. Eso fue lo que me imaginé cuando Ray se hundió; que seguiría sumergiéndose hasta hacer un agujero en el planeta, para luego vagar durante un millón de años por el espacio.

– Sé que te imaginas algo, Jimmy, pero estás equivocado -declaró Dave-. Crees que maté a Katie. Es eso, ¿verdad?

– No hables, Dave -le ordenó Jimmy.

– ¡No, no, no! -gritó Dave. De repente se percató de que Val sostenía una pistola-. No tuve nada que ver con la muerte de Katie.

«Van a matarme -pensó Dave-. No, por favor. Uno debe disponer de tiempo para prepararse. Uno no debería salir de un bar para vomitar y enterarse de que su vida se acaba. No, tengo que ir a casa. Tengo que arreglar las cosas con Celeste. Tengo que comer».

Jimmy se metió la mano en la chaqueta y sacó una navaja. Mientras la abría, la mano le temblaba un poco. Dave se dio cuenta de que también le temblaba el labio superior y un lado de la barbilla. Había esperanza. No podía permitirse que se le paralizara el cerebro. Había esperanza.

– La noche en que Katie murió llegaste a casa con toda la ropa cubierta de sangre, Dave. Has contado dos versiones diferentes de cómo te hiciste daño en la mano, y vieron tu coche aparcado delante del Last Drop a la hora en que Katie se fue. Mentiste a los policías y nos has estado engañando a todos nosotros.

– ¡Mira, Jimmy! ¡Por favor, mírame!

Jimmy continuó mirando el suelo.

– Sí, Jimmy, llegué a casa cubierto de sangre. Le pegué a alguien. Le pegué mucho.

– ¿Piensas contarnos la historia del atracador? -le preguntó Jimmy.

– No, era uno de esos que abusan de los niños. Estaba haciéndoselo en su coche con un chico. Era un vampiro, Jim. Estaba envenenando a aquel niño.

– Así pues, no hubo ningún atraco. Era un tipo que, si no lo he entendido mal, estaba abusando de un menor. Claro, Dave. Ya lo entiendo. ¿Le mataste?

– Sí. Bien, yo y… el chico.

Dave no tenía ni idea de por qué había dicho eso. Jamás le había hablado del chico a nadie. Uno no debía hacerlo, ya que la gente no lo entendía. Tal vez lo hubiera dicho a causa del miedo. Quizá necesitaba que Jimmy entendiera cómo le funcionaba la cabeza.

– Jimmy, compréndeme. Date cuenta de que no soy el tipo de persona que mataría a un inocente.

– Entonces, tú y el chico del que habían abusado…

– No -replicó Dave.

– ¡Cómo que no! Acabas de decir que tú y el chico…

– ¡No, no! ¡Olvídate de eso! A veces se me va la cabeza, yo…