– ¡No me digas! -exclamó Jimmy-. Me estás contando que mataste a un pervertido, pero, en cambio, no se lo quieres explicar a tu mujer. Creo que debería haber sido la primera persona en saberlo. Especialmente ayer por la noche, cuando te confesó que no creía la historia del atracador. ¿Por qué no se lo dijiste? A la mayoría de la gente no le importa que muera un violador de niños, Dave. Tu mujer cree que mataste a mi hija. ¿Cómo quieres que me crea que preferiste que Celeste pensara que habías matado a Katie en vez de a un pederasta? ¿Me lo puedes explicar, Dave?
Dave deseaba decirle; «Le maté porque tenía miedo de convertirme en alguien como él. Si me comía su corazón, entonces aniquilaría y destruiría su espíritu. Pero no puedo decir eso en voz alta. No puedo contar esa verdad. Ya sé que hoy mismo he prometido que se habían acabado los secretos. Pero, por favor, esto no lo puedo contar, por muchas mentiras que tenga que decir para mantenerlo oculto».
– ¡Venga, Dave! ¡Cuéntame por qué! ¿Por qué fuiste incapaz de decirle la verdad a tu propia mujer?
La única respuesta que se le ocurrió fue;
– No lo sé.
– ¡No lo sabes! Bien, pues en este cuento de hadas, tú y el niño (¿quién se supone que es el niño, tú cuando eras pequeño?) vais y…
– Sólo lo hice yo -replicó Dave-. Yo maté a la criatura sin rostro.
– ¿A quién coño dices? -preguntó Val.
– Al tipo. Al violador. Le maté. Yo. Yo solo. En el aparcamiento del Last Drop.
– No he oído decir que encontraran a un tipo muerto cerca del Last Drop -repuso Jimmy, volviéndose hacia Val.
– ¿Qué estás haciendo, Jimmy? ¿Dejando que este cabronazo se explique? -protestó Val-. ¿Estás de broma, o qué?
– Es verdad -insistió Dave-. Os lo juro por mi hijo. Le metí en el maletero de su coche. No sé qué ha pasado con el coche, pero lo hice. ¡Os lo juro por Dios! Quiero ver a mi mujer, Jimmy. Quiero vivir mi vida. -
Dave alzó los ojos hacia la oscura parte inferior del puente, y oyó el chirriar de los neumáticos allá arriba, las luces amarillas en tropel rumbo a sus respectivas casas-. ¡Jimmy, por favor! ¡No me prives de eso!
Jimmy miró a Dave a los ojos y Dave vio su muerte allí. Vivía dentro de Jimmy como los lobos. Dave deseó con fuerza ser capaz de enfrentarse a aquello, pero no lo consiguió. No podía hacer frente a la muerte. Ahí estaba, con los pies en el suelo, el corazón le bombeaba la sangre, el cerebro enviaba mensajes a los nervios, a los músculos y a los órganos, sus glándulas suprarrenales totalmente abiertas; y en cualquier momento, quizá fuese tan sólo cuestión de segundos, una navaja le atravesaría el pecho. A pesar del dolor tendría la certeza de que su vida (su vida y sus visiones, el hecho de comer, de hacer el amor, de reír, tocar y oler) llegaría a su fin. Era incapaz de afrontarlo con valentía. Suplicaría. Lo haría, sin duda. Si no le mataban, ha- ría cualquier cosa que le pidieran.
– Dave, creo que hace veinticinco años te subiste a aquel coche, y regresó en tu lugar otra persona. Pienso que te frieron el cerebro o algo así -afirmó Jimmy-. Sólo tenía diecinueve años, ¿sabes? Diecinueve y nunca te hizo nada malo. De hecho, le caías muy bien. ¡Y la mataste! ¿Por qué? ¿Porque tu vida es una mierda? ¿Porque la belleza te hace daño? ¿Porque yo no me subí a aquel coche? ¿Por qué? Contéstame, Dave. Dímelo, dímelo -insistió Jimmy-. Si lo haces, te perdonaré la vida.
– ¡Ni hablar! -protestó Val-. ¡No me digas que sientes lástima por este jodido cerdo! Escucha…
– ¡Cállate, Val! -espetó Jimmy, señalándole con el dedo-. Te regalé mi coche cuando me encerraron en la cárcel y lo primero que hiciste fue destrozarlo. ¡Con todas las cosas que te he dado, y lo único que sabes hacer es usar la fuerza bruta y vender putas drogas! ¡No me des consejos, Val! ¡Ni se te ocurra!
Val se volvió, dio una patada a los hierbajos, y empezó a susurrar rápidamente para sí.
– Cuéntamelo, Dave. Pero no me vengas con el cuento ése del violador de niños porque esta noche no estoy para tonterías, ¿de acuerdo? Dime la verdad. Si vuelves a contarme esa mentira, te rajo ahora mismo.
Jimmy inspiró aire varias veces. Sostenía la navaja delante del rostro de Dave, pero luego la apartó, se la deslizó entre el cinturón y los pantalones, y la colocó sobre su cadera derecha. Después, extendió las manos vacias.
– Dave, te dejaré vivir. Sólo quiero que me digas por qué la mataste. Irás a la cárcel. No te engaño. Pero vivirás, respirarás.
Dave se sintió tan agradecido que le entraron ganas de darle las gracias a Dios en voz alta. Quería abrazar a Jimmy. Treinta segundos antes, había sentido el peor de los desesperos. Habría estado dispuesto a arrodillarse, a suplicar, a decir: «No quiero morir. No estoy preparado. Aún no puedo marcharme. No sé qué me depara el más allá, y no creo que sea el cielo ni nada agradable. Creo que debe de ser algo oscuro, frío, un túnel interminable y vacío, como el agujero de tu planeta, Jim. No quiero estar solo en ese vacío, sumergido en la nada durante años, durante siglos de una fría inexistencia, mi corazón flotando, solo, solo, terriblemente solo».
Si mentía, podría seguir con vida. Sólo si tomaba una decisión y le contaba a Jimmy lo que éste quería oír. Con toda probabilidad le insultaría y le golpearía. Pero seguiría con vida. Podía verlo en la expresión de sus ojos. Jimmy no acostumbraba mentir. Los lobos se habían marchado y lo único que quedaba ante él era un hombre con una navaja que necesitaba poner fin a la cuestión, un hombre que se estaba desmoronando por el peso de no saber, y que lamentaba la pérdida de una hija que nunca jamás volvería a tocar.
«Regresaré a ti, Celeste. Conseguiremos que la vida nos sonría. Lo haremos. Y después, te prometo que no habrá más mentiras. No más secretos. Pero creo que debo decir esta última mentira, la peor de toda una vida llena de mentiras, porque no puedo decir la peor verdad de mi vida. Prefiero que piense que maté a su hija a que sepa por qué asesiné a ese pederasta. Es una buena mentira, Celeste. Nos devolverá la vida.»
– Cuéntamelo -insistió Jimmy.
Dave le contó lo más parecido a la verdad que se le ocurrió:
– Esa noche la vi en el McGills y me recordó un sueño que había tenido.
– ¿Qué tipo de sueño? -preguntó Jimmy, con la cara hundida y la voz cascada.
– Un sueño de juventud -contestó Dave.
Jimmy bajó la cabeza.
– No recuerdo haber sido joven -declaró Dave-, y supongo que ella representaba ese sueño. Sencillamente se me fue la cabeza.
Le destrozó tener que explicarle aquello a Jimmy, destruirle de aquel modo, pero Dave sólo quería irse a casa, ordenar sus ideas y ver a su familia, y si eso era lo que tenía que hacer para conseguirlo, lo haría. Iba a hacer las cosas bien. Y un año más tarde, cuando hubieran detenido y condenado al verdadero asesino, Jimmy entendería su sacrificio.
– Hay una parte de mí -confesó Dave- que nunca salió de aquel coche, Jimmy. Tal y como tú dijiste. Otra persona regresó al barrio vestida con la ropa de Dave, pero no era el Dave verdadero. Dave todavía seguía en el sótano.
Jimmy hizo un gesto de asentimiento, y cuando alzó -la cabeza, Dave se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos y vidriosos, llenos de compasión, quizá incluso de amor.
– Entonces, ¿fue por ese sueño? -preguntó Jimmy en un susurro.
– Sí -respondió Dave, y sintió la frialdad de su mentira que se esparcía por todo su estómago, volviéndose tan intensa que pensó que tal vez estuviera hambriento, pues hacía tan sólo unos minutos que acababa de vaciar sus tripas en el río Mystic.
No obstante, era un frío diferente, distinto a cualquiera que hubiera sentido antes. Un frío helado. Tan frío que era casi caliente. No, era caliente. Era una sensación abrasadora que le bajaba por la ingle, le subía por el pecho y le cortaba la respiración.