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Por el rabillo del ojo, vio cómo Val Savage daba un salto y gritaba:

– Sí, eso mismo es de lo que yo estoy hablando.

Le miró a los ojos. Jimmy, que movía los labios con demasiada rapidez y lentitud a la vez, dijo:

– Si enterramos nuestros pecados aquí, Dave, los purificaremos. Dave se sentó y observó cómo la sangre le brotaba y le goteaba por encima de los pantalones. Era su propia sangre, y cuando se llevó la mano al abdomen, se percató de que tenía una raja que iba de un extremo a otro.

– Me has mentido -protestó.

Jimmy, agachándose junto a él, le preguntó:

– ¿Cómo dices?

– Que me has mentido.

– ¿Ves cómo se le mueven los labios? -exclamó Val-. ¡Está moviendo los labios!

– ¡Ya lo veo, Val!

Dave sintió cómo la certeza le invadía, y era la certeza más desagradable a la que jamás se había tenido que enfrentar. Era mezquina e indiferente. Era cruel, y consistía sólo en saber que se estaba muriendo.

«No hay vuelta atrás. No puedo hacer trampas y escaparme de ésta. No puedo suplicar que me perdonen ni esconderme tras mis secretos. No hay ninguna esperanza de que me indulten por compasión. Compasión, ¿de quién? A nadie le importa. A nadie le importa. Pero a mí sí, a mí me importa y mucho. Y no es justo. Soy incapaz de atravesar ese túnel completamente solo. Por favor, no lo permitas. Por favor, despiértame. Quiero despertarme. Quiero sentirte, Celeste. Quiero que me estreches entre tus brazos. Todavía no estoy preparado.»

Se esforzó por ver con claridad, al tiempo que Val le entregaba algo a Jimmy y éste lo ponía en la frente de Dave. Estaba frío. Era un círculo de frescor y de amabilidad que le aliviaba de su ardiente sensación.

«¡Espera! ¡No, no, Jimmy! Ya sé lo que es. Atisbo el gatillo. ¡No, no, no, no! ¡Mírame! ¡Fíjate en mí! ¡No lo hagas, por favor! Si me llevas al hospital, me curarán y no moriré. ¡Te lo suplico, Jimmy, no aprietes el gatillo! ¡Te he mentido, por favor, no lo hagas! ¡Aún no estoy preparado para que me metan una bala en el cerebro! Nadie lo está. ¡Por favor, no lo hagas!»

Jimmy dejó de apuntarle con la pistola.

– Gracias -dijo Dave-. Gracias, gracias.

Dave se echó hacia atrás y vio cómo los rayos de luz brillaban sobre el puente, atravesando la negrura de la noche, resplandecientes. «Gracias, Jimmy. De ahora en adelante me voy a portar bien. Me has enseñado algo. De verdad que lo has hecho. Te diré lo que me has enseñado tan pronto como recupere el aliento. Seré un buen padre. Seré un buen marido. Lo prometo. Juro que…»

– ¡Bien, ya está! -exclamó Val.

Jimmy observó el cuerpo de Dave, el corte que le atravesaba el abdomen, el agujero de bala que le había perforado la frente. Se desprendió de los zapatos de una patada y se quitó la chaqueta. A continuación, se sacó el suéter de cuello alto y los pantalones color caqui que se habían manchado de la sangre de Dave. Se despojó del chándal de naiIon que llevaba debajo y lo lanzó a la pila que había junto al cuerpo de Dave. Oyó cómo Val colocaba los bloques de hormigón y una cadena en el bote de Huey, y luego Val regresó con una gran bolsa de basura verde. Debajo del chándal, Jimmy llevaba una camiseta y pantalones vaqueros; Val sacó un par de zapatos de la bolsa de basura y se los lanzó. Jimmy se los puso y comprobó que no hubiera ningún rastro de sangre en la camiseta y en los vaqueros. No había ni una sola mancha. Ni siquiera el chándal se había manchado.

Se arrodilló junto a Val y metió su ropa dentro de la bolsa de basura. Después llevó la navaja y la pistola hasta uno de los extremos del muelle y los tiró uno tras otro al centro del río Mystic. Podría haberlos colocado dentro de la bolsa junto con la ropa, y lanzarlos más tarde desde el bote con el cuerpo de Dave, pero, por el motivo que fuera, necesitaba hacerlo en aquel momento, y experimentar el movimiento del brazo en el aire y cómo las armas daban vueltas en espiral, se arqueaban, caían en picado, y se hundían con un suave chapoteo.

Se arrodilló junto al agua. Ya hacía un buen rato que los vómitos de Dave se habían alejado río abajo, y Jimmy sumergió las manos en el río, grasiento y contaminado como estaba, para lavarse los restos de la sangre de Dave. A veces, en sueños, hacía lo mismo (lavarse en el Mystic) cuando la cabeza de Ray Harris salía de nuevo a la superficie y le miraba fijamente.

Ray Harris siempre decía lo mismo: «Es imposible correr más que un tren». y Jimmy, confundido, le replicaba: «Tienes razón, Ray».

Ray, sonriente, se hundía de nuevo, y añadía: «Y tú, mucho menos».

Trece años de aquellos sueños, trece años viendo la cabeza de Ray flotando en el agua, y Jimmy aún no sabía qué quería decir con eso.

27. ¿A QUIÉN AMAS?

Cuando Brendan llegó a casa, su madre ya se había marchado a jugar al bingo y le había dejado una nota que rezaba: «Hay pollo en la nevera. Me alegro de que estés bien. No te acostumbres».

Brendan miró en su habitación y en la de Ray, pero éste también había salido. Cogió una silla de la cocina, la colocó delante de la despensa y se subió encima; la silla se torció un poco a la izquierda, pues a una de las patas le faltaba un tornillo. Observó la abertura del techo y vio marcas de dedos entre el polvo, y el aire que tenía justo delante de los ojos empezó a llenarse de diminutas motas de color oscuro. Apretó la trampilla con la mano derecha y la levantó un poco. Bajó la mano, se la limpió en los pantalones, e inspiró aire varias veces.

Había ciertas cosas de las que uno no deseaba conocer la respuesta. Brendan, al hacerse adulto, no había mostrado ningún interés en intimar con su padre, porque no quería mirarle a la cara y darse cuenta de la facilidad con la que podría dejarle. Tampoco le había hecho ninguna pregunta a Katie sobre sus antiguos novios, ni siquiera acerca de Bobby O'Donnell, porque no quería imaginársela tumbada sobre otra persona, besándola del mismo modo que le besaba a él.

Brendan sabía en qué consistía la verdad. En la mayoría de los casos, se trataba simplemente de decidir si uno quería saberla o disfrutar de la comodidad de la ignorancia y las mentiras. A menudo se subestimaba la mentira y la ignorancia. Casi toda la gente que Brendan conocía era incapaz de llegar al final del día sin una sarta de mentiras y una buena dosis de ignorancia.

Sin embargo, tenía que enfrentarse con aquella verdad, pues la había asumido en la celda de la prisión; le había atravesado como una bala y se le había instalado en el estómago. Y no conseguía librarse de ella; por tanto, ya no podía esconderse de ella ni convencerse de que no existía. Las mentiras habían dejado de formar parte de la ecuación.

– ¡Mierda! -exclamó Brendan, mientras empujaba a un lado el tablón del techo y lo devolvía a la oscuridad.

Sólo tocó polvo, astillas de madera, y más polvo. Ni rastro de la pistola. Siguió tanteando el lugar un minuto más, a pesar de que sabía que la pistola había desaparecido. Era la pistola de su padre, y no estaba donde debía estar. Se hallaba fuera, en algún lugar del mundo y había matado a Katie.

Colocó el listón de nuevo en la abertura. Cogió una escoba y barrió el polvo que había caído al suelo. Volvió a llevar la silla a la cocina. Sentía la necesidad de ser preciso en sus movimientos. Sentía que era importante no perder la calma. Llenó un vaso de zumo de naranja y lo dejó sobre la mesa. Se sentó en la silla que cojeaba y se dio la vuelta para vigilar la puerta, desde el centro del piso. Tomó un sorbo de zumo de naranja y se dispuso a esperar a Ray.

– ¡Mira esto! -exclamó Sean, mientras sacaba el archivo de huellas dactilares de la caja y lo abría delante de Whitey-. Es la huella más clara que encontraron en la puerta. Es pequeña porque es de un niño.

– La anciana señora Prior oyó a dos niños jugando en la calle minutos antes de que Katie chocara con el coche -apuntó Whitey-. Jugando con palos de hockey, dijo.