– Diría que ya me tienes, compañero -dijo Sean-. ¿Sabes lo que te quiero decir?
– Ya es mío, Ray -gritó Johnny-. ¡Un maldito poli! ¡Yo solo! ¿Qué te parece?
– No dejemos que esto se salga de… -apuntó Sean.
– ¿Sabe? Una vez vi una película en la que un poli perseguía a un negro por encima de un tejado. El negro lo lanzó desde arriba, y el poli no paró de gritar hasta que cayó al suelo. El negro era muy cabrón, no le importó lo más n1ínimo que el policía tuviera mujer e hijos esperándole en casa. ¡El negro aquél era genial, tío!
Sean ya había presenciado algo similar con anterioridad. Fue una vez que iba de uniforme y que le habían mandado a controlar a la multitud en el atraco a un banco que se había complicado. Durante un período de dos horas, el tipo se había ido haciendo gradualmente más fuerte, por el poder de la pistola y por el efecto que provocaba, y Sean le había observado mientras despotricaba a los monitores instalados junto a las cámaras del banco. Al principio, el atracador estaba aterrorizado, pero luego lo había superado. Se había enamorado de la pistola.
Por un momento, Sean vio a Lauren que le miraba desde la almohada, con la cabeza apoyada en la mano. Vio a la hija que había soñado, la olió, y pensó lo horrible que sería morir sin llegar a conocerla o sin ver de nuevo a Lauren.
Se concentró en el rostro vacío que tenía ante él.
– ¿Ves al tipo de tu izquierda, Johnny? -le preguntó Sean-. ¿El que hay junto a la puerta?
Johnny dirigió los ojos con rapidez hacia la puerta y respondió:
– Sí.
– No quiere dispararte. De verdad que no.
– Si me dispara, me da igual-replicó Johnny, pero Sean se percató de que había surtido efecto, ya que el chico empezó a mover los ojos nerviosamente arriba y abajo.
– Pero si tú me disparas, no le quedará más remedio que hacerlo.
– No me da miedo la muerte.
– Ya lo sé. Pero no te creas que te pegará un tiro en la cabeza o algo así. No tenemos por costumbre matar a niños. Pero si te dispara desde donde está, ¿sabes a dónde irá a parar la bala?
Sean siguió con la mirada puesta en Johnny, a pesar de que su cabeza parecía estar clavada a la pistola que el chaval sostenía en la mano, y deseaba mirarla y ver dónde estaba el gatillo, y si el chico pensaba apretarlo. Sean pensaba: «No quiero que me dispare, y mucho menos morir a manos de un niño». No se le ocurría otra forma más patética de morir. Tenía la sensación de que Brendan, paralizado, a unos tres metros a su izquierda, debía de estar pensando lo mismo.
Johnny se lamió los labios.
– Te atravesará la axila y la columna vertebral. Te quedarás paralítico. Serás como uno de esos niños de los anuncios. Ya sabes. Sentado en una silla de ruedas, con un lado paralizado, y la cabeza colgando fuera de la silla. No pararás de babear, Johnny. La gente tendrá que sostenerte el vaso para que bebas con una pajita.
Johnny tomó una decisión. Sean lo notó, como si una luz se hubiera encendido en el oscuro cerebro del chaval, y entonces Sean sintió que el miedo se apoderaba de él, y supo que el chico iba a apretar el gatillo aunque sólo fuera para oír el ruido que hacía al disparar.
– ¡Mi nariz! -exclamó Johnny, volviéndose hacia Brendan.
Sean oyó, sorprendido, cómo su propia respiración le salía de la boca, y al bajar los ojos vio el arma que se apartaba de su cuerpo, como si diera vueltas en lo alto de un trípode. Extendió los brazos con tanta rapidez que parecía que otra persona le controlara los movimientos de los brazos. Asió la pistola al tiempo que Whitey entraba en la habitación, apuntando con la Glock al pecho del chico. La boca del chico emitió un sonido, un grito de asombro y decepción, como si hubiera abierto un regalo de Navidad y se hubiera encontrado con un calcetín sucio; Sean le apoyó la frente contra la pared y le quitó la pistola.
– ¡Cabronazo! -exclamó Sean, mientras le guiñaba un ojo a Whitey a través del sudor que le empapaba.
Johnny empezó a llorar como un niño de trece años, como si el mundo entero descansara sobre su cabeza.
Sean lo colocó de espaldas a la pared, le puso las manos detrás, y vio que Brendan finalmente respiraba profundamente aliviado, con labios y brazos temblorosos. Ray estaba de pie tras él en una cocina que parecía haber sido arrollada por un ciclón. Whitey se acercó a Sean, le puso una mano en el hombro y le preguntó:
– ¿Cómo estás?
– Ha estado a punto de hacerlo -respondió Sean, sintiendo el sudor que le empapaba la ropa, incluso los calcetines.
– No es verdad -protestó Johnny-. Sólo bromeaba.
– ¡Que te jodan! -le espetó Whitey, y acercó su cara a la del chico-. A excepción de tu madre, a nadie le importan tus lágrimas, desgraciado. Así que ya te puedes ir acostumbrando.
Sean le colocó las esposas a Johnny O'Shea y lo cogió de la camisa; a continuación lo llevó a la cocina y lo dejó caer en una silla.
– Ray, por el aspecto que tienes -apuntó Whitey-, cualquiera diría que te han tirado desde la parte trasera de un camión.
Ray se volvió hacia su hermano.
Brendan se apoyó en el horno, y su cuerpo se tambaleó de tal modo que Sean se imaginó que la más ligera de las brisas le haría caer al suelo.
– Lo sabemos -declaró Sean.
– ¿Qué es lo que saben? -preguntó Brendan en un susurro.
Sean observó al chaval que lloriqueaba y al otro, mudo, que les miraba con la esperanza de que se marcharan pronto para poder volver a su habitación y jugar al Doom. Sean estaba prácticamente seguro de que cuando consiguieran un intérprete de sordomudos y un asistente social, los chicos tendrían un montón de justificaciones: dirían que lo habían hecho porque tenían la pistola, porque se encontraban en aquella calle cuando ella pasó por allí, tal vez porque a Ray nunca le había caído bien la chica, porque les pareció una idea divertida, porque nunca habían matado a nadie antes, porque cuando uno tenía el dedo alrededor del gatillo lo único que podía hacer era disparar, porque si no lo hacía, ese dedo le dolería durante semanas.
– ¿Qué es lo que saben? -repitió Brendan, con una voz ronca y monótona.
Sean se encogió de hombros. Deseaba tener una respuesta para Brendan, pero contemplando a aquellos dos chavales, no se le ocurrió nada. Nada en absoluto.
Jimmy cogió una botella y se fue a la calle Gannon. Al final de la calle había una residencia de ancianos, un edificio de dos plantas típico de los sesenta, de piedra caliza y granito que se extendía media manzana más allá de Heller Court, la calle que empezaba donde Gannon acababa. Jimmy se sentó en los escalones blancos de la parte delantera y se dispuso a contemplar la calle. De hecho, había oído rumores de que habían empezado a echar ancianos de allí, pues el barrio se había vuelto tan popular que el propietario del edificio había decidido vendérselo a un tipo que se dedicaba a la construcción de pisos pequeños para parejas jóvenes. En realidad, el barrio de la colina había desaparecido. Siempre había sido el pariente rico del barrio de las marismas, pero entonces ni siquiera parecía pertenecer a la misma familia. Con toda probabilidad, muy pronto redactarían un estatuto, le cambiarían el nombre y lo borrarían del mapa de Buckingham.
Jimmy sacó la botella de medio litro de su chaqueta, echó un trago de whisky y contempló el lugar en el que habían visto a Dave Boyle por última vez el día que aquellos hombres se lo llevaron, mirando atrás por la ventanilla trasera, oscurecido por las sombras y alejándose en la distancia.
«Ojalá no lo hubieras hecho tú, Dave. De verdad.»
Brindó por Katie. «Papá le ha pillado, cariño. Papá ha acabado con él.»
– ¿Estás hablando solo?
Jimmy alzó los ojos y vio a Sean saliendo del coche. Sean, que llevaba una cerveza en la mano, sonrió al ver la botella de Jimmy, y le preguntó:
– ¿ Qué excusa tienes tú?