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Aquella noche, después de salir del trabajo, Jimmy Marcus fue a tomarse una cerveza al Warren Tap con su cuñado, Kevin Savage. Se sentaron junto a la ventana y se dedicaron a observar a unos niños que jugaban al hockey en la calle. Eran seis y se batían contra la oscuridad; esta hacía imposible vislumbrar los rasgos de su rostro. El Warren Tap quedaba enclavado en una calle lateral del antiguo barrio de ganaderos. Era un lugar estupendo para jugar al hockey, ya que no había mucho tráfico; sin embargo, por la noche era horrendo porque hacía muchísimo tiempo que las farolas no funcionaban.

Kevin era una compañía muy buena, ya que por norma general, al igual que Jimmy, no hablaba mucho; así que estuvieron allí sentados, tomando tragos de cerveza y escuchando la refriega y el roce de las suelas de goma y de los palos de madera, el ruido metálico y repentino de la pelota de goma dura al golpear el tapacubos.

A los treinta y seis años, había llegado a apreciar la tranquilidad de los sábados por la noche. Detestaba los bares ruidosos y abarrotados, así como también las confesiones de los borrachos. Hacía trece años que había salido de la cárcel; era el dueño de una tienda de barrio y en casa le esperaban su mujer y sus tres hijas. Creía que el chico malhumorado que fue una vez había dejado de existir para dar paso a un hombre que apreciaba un ritmo de vida tranquilo: una cerveza bebida a sorbos lentos, un paseo matinal, el sonido de los partidos de béisbol por la radio.

Contempló la calle. Cuatro de los niños ya habían dejado de jugar y se habían marchado a casa, mientras que los otros dos se habían quedado en la calle lanzando la pelota de un lado a otro, envueltos en la noche. Jimmy apenas alcanzaba a verlos, pero sentía el furor de su energía en los golpes que daban y en su alocada forma de correr.

Toda esa vitalidad juvenil tenía que salir de un modo u otro. Cuando Jimmy era niño (de hecho, hasta casi los treinta y tres años) aquella energía había dictado cada una de sus acciones. Y después… Después, uno sencillamente aprendía a canalizarla de algún modo, o a esconderla. Eso suponía él.

Su hija mayor, Katie, estaba pasando por ello en aquel momento. Tenía diecinueve años, una belleza fuera de lo normal y todas las hormonas agitadas y en estado de alerta roja. Sin embargo, se había percatado recientemente de que su hija tenía cierto aire de elegancia. No estaba muy seguro de dónde procedía (algunas chicas se convertían en mujeres elegantes, mientras que otras seguían siendo chicas el resto de sus vidas), pero Katie había adquirido de repente un aire de tranquilidad, incluso de serenidad.

Esa misma tarde, en la tienda, al marcharse, le había dado un beso a Jimmy en la mejilla y le había dicho: «Hasta luego, papá», y cinco minutos más tarde Jimmy se dio cuenta de que aún oía su voz en el pecho. Advirtió que era la misma voz de su madre, aunque le parecía recordar que su hija tenía la voz un poco más aguda y más segura; Jimmy se encontró preguntándose cuándo habrían ocurrido los cambios en las cuerdas vocales y por qué él no lo había notado hasta entonces.

La voz de su madre. Hacía casi catorce años de la muerte de la madre de Katie, y regresaba a él a través de su hija, y le decía: «Jim, ahora es una mujer. Es una adulta».

Una mujer. ¡Caramba! ¿Cómo había sucedido?

Dave Boyle ni siquiera se había propuesto salir esa noche.

Claro, era sábado por la noche, después de una larga semana de trabajo, pero había llegado a una edad en que el sábado no le parecía muy diferente del martes, y beber en un bar no le parecía más divertido que beber en casa; allí, por lo menos, tenía el control del mando a distancia.

Así pues, más tarde, cuando hubo acabado todo, se dijo a sí mismo que el destino había tenido algo que ver. El destino ya había hecho acto de presencia con anterioridad en la vida de Dave Boyle, o como mínimo la suerte, aunque casi siempre mala, pero nunca había tenido la sensación de que fuera una mano que le guiara, sino más bien una mano colérica y caprichosa. Como si el destino hubiera estado sentado entre las nubes y alguien le hubiera preguntado: «¿Te aburres hoy, destino?», y éste hubiera respondido: «Sí, es cierto, pero creo que voy a ir fastidiar un poco a Dave Boyle para ver si me animo. ¿Tú qué vas a hacer?».

Por lo tanto, Dave reconocía al destino cuando lo veía.

Es posible que aquel sábado por la noche el destino estuviera celebrando su cumpleaños o algo así, y decidiera por fin darle un respiro al viejo Dave, dejar que se desahogara sin tener que sufrir las consecuencias. Como si el destino le dijera: «Dale un golpe al mundo, Dave. Te prometo que esta vez no se desquitará». Como si Lucy sostuviera la pelota de fútbol de Charlie Brown, y se comportarse como es debido por una vez, y le permitiera darle un puntapié a sus anchas. Porque no fue premeditado, no lo fue. Dave, solo y a altas horas de la noche en los días posteriores, extendía las manos como si estuviera hablando a un jurado, y le decía con dulzura a la cocina vacía: «Tienes que comprenderlo porque no ha sido deliberado».

Aquella noche, acababa de bajar las escaleras después de darle el beso de buenas noches a su hijo, Michael, y se dirigía hacia el frigorífico para coger una cerveza cuando su mujer, Celeste, le recordó que era la noche de las chicas.

– ¿Otra vez?- Dave abrió la nevera

– ¡Ya han pasado cuatro semanas! -exclamó Celeste con aquel sonsonete alegre tan suyo y que a veces le corroía la columna vertebral de arriba abajo a Dave Boyle.

– ¿De verdad? -Dave se apoyó en el lavavajillas y abrió la cerveza-. ¿Qué programa tenéis para esta noche?

– Madrastra -respondió Celeste, con los ojos relucientes y las manos entrelazadas.

Una vez al mes, Celeste y tres compañeras de trabajo de la peluquería Ozma se reunían en el piso de Dave y Celeste Boyle para echarse las cartas de Tarot, beber un poco de vino y cocinar algo nuevo. Terminaban la velada con alguna película de moda; a menudo se trataba de películas sobre alguna mujer con personalidad y estudios pero que se sentía sola y que encontraba el amor verdadero y una ardiente vida sexual con algún viejo vaquero al que ya le colgaban las pelotas; otras veces iba sobre dos mujeres que descubrían el significado de la feminidad y hasta qué punto eran amigas en el preciso momento en que una de ellas contraía una enfermedad incurable en el tercer acto, y moría de lo más guapa y repeinada en una cama del tamaño de Perú.

Esas noches, Dave tenía tres opciones: sentarse en el dormitorio de Michael y mirar cómo dormía su hijo, esconderse en el dormitorio trasero que compartía con Celeste y hacer zapping ante el televisor o salir a toda prisa por la puerta e intentar encontrar un sitio donde no tuviera que escuchar a cuatro mujeres que empiezan a gimotear porque Pelotas Caídas decide que no puede dejarse atar y vuelve a las montañas en busca de una vida simple.

Dave a menudo escogía la opción número tres.

Hizo lo mismo aquella noche. Acabó la cerveza y se despidió de Celeste con un beso; sintió un ligero retortijón en el estómago cuando ella le asió el culo y le devolvió el besó con entusiasmo; después salió por la puerta, bajó las escaleras por delante del piso del señor McAllister y, atravesando la puerta principal, se adentró en el sábado noche de las marismas. Pensaba ir dando un paseo hasta Bucky's o Tap, pero se quedó delante de la casa para pensárselo bien y luego decidió coger el coche. Tal vez podría subir hasta la colina y echar un vistazo a las estudiantes universitarias y a los ejecutivos que últimamente iban allí en tropel; de hecho, en la colina había tanta gente que tenían que apartarse a codazos y algunos ya habían optado por irse al barrio de las marismas.

Habían comprado los bloques de ladrillo de tres plantas a precio de ganga y éstos de repente se convirtieron en Queen Annes. Los rodearon de andamios, echaron abajo el interior de las casas y pusieron gente a trabajar las veinticuatro horas del día; tres meses más tarde, aquellos aficionados al deporte de aventura aparcaban los Volvos delante de la entrada principal y entraban sus cajas repletas de objetos de cerámica por la puerta. Las notas de jazz se escapaban suaves por los cristales de sus ventanas, compraban mariconadas tales como vino de Oporto en las tiendas de licores, paseaban a sus perros-rata por el barrio y modelaban sus pequeños jardines. Sólo quedaban los edificios de ladrillo de tres plantas que había entre las avenidas Galvin y Twoomey, pero si la colina marcaba las pautas, bien pronto se verían coches Saab y bolsas de tiendas caras de comestibles por todas partes, incluso alrededor del Pen Channel en la parte más baja de las marismas.