Lauren se apoyó en él, con la cabeza bajo la barbilla de Sean, y Sean sintió sus dudas, pero también su resolución, su necesidad de volver a confiar en él.
– ¿Hasta qué punto te asustaste cuando ese niño te apuntó con la pistola en la cara?
– ¿La verdad?
– Por favor.
– Estuve a punto de perder el control de mi esfínter.
Asomó la cabeza desde debajo de su barbilla y se le quedó mirando.
– ¿De verdad?
– Sí -respondió él.
– ¿Pensaste en mí?
– Sí -contestó-. Pensé en las dos.
– ¿Qué te imaginaste?
– Esto mismo -respondió Sean-. Este momento que estamos viviendo ahora mismo.
– ¿Con desfile y todo? Sean asintió con la cabeza.
Lauren le besó en el cuello, y añadió:
– No te lo crees ni tú, cariño, pero me gusta oírlo.
– No te estoy mintiendo -protestó él-. ¡De verdad!
Lauren se quedó mirando a Nora, y exclamó:
– ¡Tiene tus ojos!
– ¡Y tu nariz!
Miraba al bebé fijamente cuando dijo:
– Espero que esto funcione.
– Yo también.
Sean la besó.
Se reclinaron juntos contra la pared, mientras ríos de gente pasaban sin parar por la acera; de repente, Celeste se detuvo ante ellos. Tenía la piel pálida y el pelo cubierto de pequeñas motas de caspa; no paraba de estirarse los dedos, como si deseara arrancárselos de los nudillos. Al ver a Sean parpadeó, y dijo:
– Hola, agente Devine.
Sean alargó la mano, porque Celeste tenía toda la apariencia de irse a la deriva, si no tenía contacto físico.
– Hola, Celeste. Llámame Sean.
Le estrechó la mano. Celeste tenía la palma de la mano pegajosa, los dedos calientes y se soltó tan pronto como le hubo rozado la mano.
– Ésta es Lauren, mi mujer -dijo Sean.
– ¡Hola! -exclamó Lauren.
– ¡Hola!
Durante un momento, nadie supo qué decir. Permanecieron allí, incómodos y violentos, y al cabo de un rato Celeste miró al otro lado de la calle. Sean le siguió la mirada y vio a Jimmy; éste tenía el brazo alrededor de Annabeth, los dos tan relucientes como el mismísimo sol, rodeados de amigos y familiares. Parecía que nunca jamás fueran a perder nada.
Jimmy miró con rapidez a Celeste y clavó la mirada en Sean. Movió la cabeza en señal de reconocimiento y Sean le devolvió el saludo.
– Ha matado a mi marido -declaró Celeste.
Sean sintió cómo Lauren se quedaba helada junto a él.
– Ya lo sé -respondió-. Todavía no puedo probarlo, pero lo sé.
– ¿Lo hará?
– ¿El qué?
– Probarlo.
– Lo intentaré, Celeste. ¡Lo juro por Dios!
Celeste se volvió hacia la avenida y empezó a rascarse la cabeza con una lenta ferocidad, como si escarbara en busca de piojos.
– Últimamente soy incapaz de concentrarme -se rió-. No me está bien decirlo, pero no puedo. De verdad.
Sean alargó la mano y le tocó la muñeca. Ella le miró, con sus castaños ojos furiosos y envejecidos. Parecía estar segura de que Sean iba a abofetearla.
– Puedo darte el nombre de un doctor, Celeste, que es especialista en tratar a gente que ha perdido a familiares de forma violenta -dijo Sean.
Celeste asintió, aunque las palabras de Sean no parecieron servirle de consuelo. Retiró la muñeca de su mano y comenzó a estirarse los dedos de nuevo. Se percató de que Lauren la observaba, y se miró los dedos. Dejó caer las manos, las levantó de nuevo, cruzó los brazos por encima del pecho y escondió las manos bajo los codos, como si intentara evitar que salieran volando. Sean se dio cuenta de que Lauren le dedicaba una sonrisa pequeña y dubitativa, una breve muestra de empatía, y le sorprendió ver que Celeste le respondía a su vez con una diminuta sonrisa y que le expresaba cierta gratitud con el parpadeo de los ojos.
En ese momento amó a su mujer con la misma intensidad de antes, y se sintió humillado por la habilidad que tenía de establecer una afinidad inmediata con las almas perdidas. Entonces tuvo la certeza de que su matrimonio se había ido al traste por su culpa, por la aparición de su ego de policía, por su desprecio paulatino a los defectos y la fragilidad de la gente.
Alargó la mano y le acarició la mejilla a Lauren; el gesto hizo que Celeste desviara la mirada.
Se volvió hacia la avenida al tiempo que una carroza con forma de guante de béisbol avanzaba poco a poco ante ellos, rodeada por todas partes de jugadores de la liga infantil y de los equipos de béisbol infantil; los chavales sonreían radiantes, saludaban, y se volvían locos por las muestras de adoración.
Había algo en la carroza que hizo que Sean se estremeciera: quizá fuera porque el guante de béisbol parecía envolver a los niños por completo, en vez de protegerles, y los niños, inconscientes de lo que pasaba sonreían como locos.
Salvo uno. Parecía deprimido y observaba las ruedas de la carroza.
Sean le reconoció de inmediato. Era el hijo de Dave.
– ¡Michael! -Celeste le saludó con la mano, pero él ni siquiera se volvió a mirarla. Continuó mirando hacia abajo a pesar de que Celeste le llamó de nuevo-. ¡Michael, cariño! ¡Amor mío, mÍrame! ¡Michael!
La carroza siguió avanzando, Celeste no paró de llamarle, y su hijo se negó a mirarla. Sean identificó a Dave en los hombros de Michael y en la inclinación de su barbilla, en su belleza casi delicada.
– ¡Michael! -gritó Celeste.
Volvió a estirarse los dedos y bajó de la acera.
La carroza se alejó, pero Celeste la siguió, avanzando entre la multitud, agitando los brazos, llamando a su hijo.
Sean sintió cómo Lauren le acariciaba el brazo con suavidad, y miró a Jimmy al otro lado de la calle. Aunque tardara la vida entera, iba a arrestarle. ¿Me ves, Jimmy? ¡Venga! ¡Mírame otra vez! Jimmy volvió la cabeza y le sonrió.
Sean alzó la mano, con el dedo índice hacia fuera, y el pulgar ladeado como el percutor de una pistola; a continuación dejó caer el pulgar y disparó.
La sonrisa de Jimmy se ensanchó.
– ¿Quién era esa mujer? -preguntó Lauren.
Sean contempló cómo Celeste trotaba a lo largo de la hilera de gente que presenciaba el desfile, haciéndose cada vez más pequeña mientras la carroza seguía avanzando avenida arriba, el abrigo ondeando tras ella.
– Alguien que ha perdido a su marido -respondió.
Y le vino a la cabeza Dave Boyle, y deseó haberle invitado a una cerveza, tal y como le había prometido el segundo día de la investigación. Deseó haber sido más amable con él cuando eran niños, que su padre no les hubiera abandonado, que su madre no se hubiera vuelto loca y que no le hubieran sucedido tantas cosas malas. Allí de pie, junto al desfile con su mujer y su hija, deseó un montón de cosas para Dave Boyle. Pero, principalmente, paz. Más que nada en el mundo, esperaba que Dave, dondequiera que se encontrara, consiguiera un poco de paz.