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La semana anterior sin ir más lejos, el señor McAllister, el casero de Dave, había dicho a éste, como quien no quiere la cosa: «El precio de las casas está subiendo. Lo que le quiero decir es que está subiendo de forma desorbitada».

– Pues no dé su brazo a torcer- le contestó Dave, contemplando la casa en que hacía diez años que vivía-, y además un poco más adelante…

– ¡Un poco más adelante! -McAllister le miró-. Dave, es posible que bien pronto ya no pueda pagar los impuestos de propiedad. Tengo unos Ingresos fijos, ¡por el amor de Dios! Si no vendo pronto, de aquí a dos años, tal vez tres, Hacienda me embargará las casas.

– ¿Y adónde irá? -preguntó Dave-. ¿Y adónde iré yo?

McAllister se encogió de hombros y contestó:

– No lo sé. Es posible que a Weymouth. Tengo algunos amigos en Leominster.

Lo dijo como si ya hubiera hecho unas cuantas indagaciones y hubiera ido a ver algunas casas en alquiler.

Mientras Dave conducía su Accord por la colina, intentaba recordar si conocía a alguien de su edad o más joven que siguiera viviendo allí. Se detuvo poco a poco delante del semáforo en rojo y vio a dos ejecutivos que llevaban suéteres de cuello redondo de color arándano a juego y pantalones cortos abombados de color caqui; estaban sentados delante de lo que había sido Primo’s Pizza. Ahora se llamaba Café Society y los dos ejecutivos, asexuados y fuertes, se llevaban cucharadas de helado o de yogur frío a la boca, las piernas bronceadas estiradas en la acera, con los tobillos cruzados, sus relucientes bicicletas de montaña apoyadas en el escaparate de la tienda bajo una luz de neón blanca resplandeciente.

Dave se preguntaba dónde demonios iba a vivir si esa frontera mental se iba materializando cada vez más. Y con el dinero que sacaban él y Celeste, si los bares y las pizzerías seguían convirtiéndose en cafés, con suerte les asignarían un piso de protección oficial de dos habitaciones en Parker Hill. Con toda probabilidad les pondrían en una lista de espera de dieciocho meses; y todo eso para poder trasladarse a un lugar en el que las escaleras olían a meados, el hedor a rata muerta se colaba por las paredes enmohecidas, y donde yanquis y profesionales de la navaja deambulaban por el vestíbulo, a la espera de que te despistaras.

Desde el día en que un tipo de Parker Hill intentó robarle el coche, a pesar de que él y Michael estuvieran dentro, Dave guardaba una pistola del 22 debajo del asiento. No la había disparado nunca, ni siquiera de lejos, pero a menudo la sostenía y apuntaba con el cañón. Se dio el gusto de preguntarse qué aspecto tendrían aquellos dos ejecutivos a juego al otro lado del cañón, y sonrió.

Sin embargo, el semáforo se había puesto verde y él seguía allí parado; el sonido de las bocinas estalló tras él, y los ejecutivos alzaron los ojos y se quedaron mirando su coche abollado para ver qué causaba tanto alboroto en su nuevo barrio.

Dave atravesó el cruce, sofocado por sus miradas repentinas y tan poco razonables.

Esa noche Katie Marcus salió con sus dos mejores amigas, Diane Cestra y Eve Pigeon, para celebrar la última noche de Katie en las marismas, y con toda probabilidad en Buckingham. Al celebrarlo se habían sentido como si las hubieran recubierto con polvo de oro y les hubieran dicho que todos sus sueños se harían realidad. Como si compartieran un número de lotería premiado y la prueba del embarazo les hubiera dado negativo a todas el mismo día.

Arrojaron los paquetes de tabaco mentolados sobre la mesa de la parte trasera del Spires Pub y empezaron a responder con disparos de kamikaze y a gritar cada vez que un tipo atractivo le lanzaba alguna de ellas La Mirada. Debía de hacer una hora que se habían pegado un gran atracón en el East Coast Grill y después habían decidido regresar a Buckingham; antes de entrar en el bar, se habían fumado un canuto en el aparcamiento. Cualquier cosa, viejas historias que ya se habían contado un centenar de veces, como la última paliza que le había dado a Diane el estúpido de su novio, o cuando a Eve se le corrió la pintura de labios de forma inesperada, o dos tipos gordinflones contoneándose junto a la mesa de billar, era de lo más divertida.

Cuando llegó el momento en que el bar estaba tan atestado que había tres hileras de gente delante de la barra y tardabas veinte minutos en conseguir una consumición, se fueron al Curley's Folly de la colina. Se fumaron otro canuto en el coche y Katie empezó a sentir que le arañaban el cerebro fragmentos recortados de paranoia.

– Ese coche nos sigue.

Eve observó las luces por el espejo retrovisor y dijo:

– No es verdad.

– Nos ha estado siguiendo desde que salimos del bar.

– ¡Por el amor de Dios, Katie, sólo hace treinta segundos que hemos salido de allí!

– ¡Ah!

– ¡Ah! -la imitó Diane; soltó una mezcla de hipo y carcajada y volvió a pasar el canuto a Katie.

– ¡Todo está muy tranquilo! -exclamó Eve con un tono de voz más profundo.

– ¡Cállate! -Katie se dio cuenta de adónde quería llegar a parar.

– ¡Demasiado tranquilo! -asintió Diane; luego soltó una carcajada.

– ¡Seréis zorras! -exclamó Katie, y le dio un ataque de risa, aunque en realidad tenía la intención de parecer ofendida.

Perdió el equilibrio y se cayó en el asiento de atrás; la nuca le fue a parar entre el respaldo y el asiento y empezó a sentir esa sensación de hormigueo en las mejillas que notaba las pocas veces que fumaba marihuana. La risa tonta dio paso a un estado de adormecimiento y mientras contemplaba la pálida luz del techo, pensaba que eso era para lo que uno vivía, para reírse como una tonta con sus mejores amigas igualmente tontas y sonrientes, la noche antes de casarse con el hombre que amaba. En Las Vegas, de acuerdo. Con resaca, muy bien. Sin embargo, ésa era la idea. Ese era el sueño que albergaba. Después de haber estado en cuatro bares, de haberse bebido tres chupitos y de haberse apuntado un par de números de teléfono en una servilleta, Katie y Diane estaban tan borrachas que se subieron a la barra del McGills y empezaron a bailar Brown Eyed Girl, a pesar de que el tocadiscos estaba parado. Eve comenzó a cantar Slipping and a Sliding [Resbalarse y deslizarse] yeso mismo es lo que hicieron Katie y Diane, a la vez que se daban golpes en la cadera y sacudían la cabeza de tal modo que el pelo les cubría el rostro. En el McGills, la gente pensó que aquello era divertidísimo, pero en el Brown, veinte minutos más tarde, ni siquiera las dejaron pasar por la puerta.

Por aquel entonces, Diane y Katie ya habían conseguido que Eve se subiera a la barra y en aquel momento cantaba I Will Survive de Gloria Gaynor, lo cual era la mitad del problema; además, se balanceaba como si fuera un metrónomo, yeso representaba la otra mitad.

Así pues, las pusieron de patitas en la calle incluso antes de que pudieran entrar en el Brown, lo que quería decir que la única opción que quedaba para tres chicas borrachas de East Buckingham era ir al Last Drop, un antro depresivo y húmedo situado en la peor zona de las marismas; era un horrible edificio de tres plantas en el que se aparejaban las prostitutas más drogadictas y sus clientes, y un lugar en el que un coche sin alarma solía durar un minuto y medio.