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Recordó algo en lo que hacía muchos años que no pensaba. Recordó que, cuando tenía cinco años, fue andando hasta el zoo con su madre. No lo evocó por ninguna razón en particular; con toda probabilidad los restos de marihuana pasada y de alcohol que tenía en el cerebro debieron de toparse con la célula que almacenaba la memoria. Su madre le cogía de la mano mientras bajaban por la calle Columbia en dirección al zoo, y Katie sentía los huesos de su mano cuando temblaban ligeramente bajo la piel junto a su muñeca. Alzó los ojos para mirar la cara delgada y los severos ojos de su madre; la nariz se le había vuelto afilada por la pérdida de peso, y la barbilla era apenas un bultito. Y Katie, con cinco años, curiosa y triste, le había preguntado: «¿Por qué estás siempre cansada?».

El rostro inflexible y quebradizo de su madre se había desmenuzado como una esponja seca. Se acurrucó junto a Katie, le puso las manos sobre las mejillas y la miró fijamente con los ojos rojos. Katie había pensado que estaba loca, pero en aquel momento su madre le había sonreído aunque la sonrisa desapareció de inmediato y, sin poder evitar el temblor de su barbilla, le había dicho: «Oh, nena», indicándole que se acercara. Había apoyado la barbilla en el hombro de Katie y había repetido: «Oh, nena», y entonces Katie había sentido como las lágrimas le bajaban por el pelo.

Volvía a sentirlo en ese momento, la suave llovizna de sus lágrimas en el pelo como las ligeras gotas de lluvia que caían encima del parabrisas. Cuando estaba intentando recordar el color de los ojos de su madre, vio el cuerpo tumbado en medio de la calle, Estaba echado como un saco delante de sus neumáticos y viró con brusquedad hacia la derecha; al notar que el neumático izquierdo de la parte trasera chocaba contra algo, pensó: «¡Santo cielo! ¡Por favor, Dios, dime que no le he dado! ¡Por favor!».

Frenó el Toyota como pudo junto al bordillo derecho de la calle, apartó el pie del embrague, y el coche se movió hacia delante, renqueando; luego se paró.

– ¡Eh! ¿Se encuentra bien? -le gritó alguien.

Katie vio cómo se acercaba y empezó a relajarse ya que había algo en él que le resultaba familiar e inofensivo, hasta que se percató de la pistola que llevaba en la mano.

A las tres de la mañana, Brendan Harris finalmente se durmió.

Lo hizo sonriendo, con la imagen de Katie flotando sobre él, diciéndole que le amaba, susurrando su nombre; el dulce aliento de Katie era como un beso en la oreja.

4. DEJA YA DE REPRIMIRTE TANTO

Dave Boyle acabó yendo al McGills aquella noche. Se sentó con Stanley el Gigante en una esquina del bar y vio a los Sox jugar un partido fuera de casa. Pedro Martínez se había hecho el amo del montículo, por lo que los Sox les estaban pegando una paliza a los Angels. Pedro lanzaba la pelota de un modo tan atroz que cuando ésta cruzaba el área de casa parecía una maldita tableta. En la tercera entrada, los bateadores de los Angels parecían asustados; en la sexta, daba la impresión de que lo único que querían era irse a preparar la cena. Garret Anderson lanzó la pelota con efecto de retroceso e hizo que ésta cayera en el plato de la derecha; al realizar una jugada tan perfecta, el poco entusiasmo que quedaba en un partido en el que iban ocho a cero desapareció de las gradas; Dave se dio cuenta de que prestaba más atención a las luces, a los ventiladores y al Estadio Anaheim que al partido en sí.

Observó los rostros de la gente de las gradas: casi todos tenían una expresión de animosidad y de gran cansancio y parecía que los hinchas se tomaban la derrota de modo más personal que los mismos jugadores. Tal vez lo hicieran. Dave se imaginó que para muchos sería el único partido al que irían aquel año. Habían llevado a los niños, a la mujer y habían salido de su casa de California a última hora de la tarde con neveras portátiles para la fiesta ele después del partido; además, cada una de las cinco entradas les había costado treinta dólares, y eso para acabar sentándose en los asientos más baratos, colocarles a sus hijos gorras de veinticinco dólares, comer hamburguesas de rata de seis dólares, perritos calientes de cuatro dólares y medio, Pepsi aguada y barras pegajosas de helado que se les derretían por las muñecas. Dave sabía que habían ido allí para sentirse eufóricos y exultantes, para que el excepcional espectáculo de la victoria les hiciera olvidar sus vidas por un momento. Ése era el motivo por el cual los anfiteatros y los estadios de béisbol se asemejaban a las catedrales: por el zumbido de las luces, por las oraciones que se decían en voz baja y por los cuarenta mil corazones que latían al unísono con la misma esperanza colectiva.

Gana por mí. Gana por mis hijos. Gana por mi matrimonio, gana para que pueda llevarme esa victoria al coche y pueda disfrutar de ese triunfo con la familia mientras regresamos a nuestras vidas llenas de fracasos.

Gana por mí. Gana. Gana. Gana.

Sin embargo, cuando el equipo perdió, toda aquella esperanza colectiva se rompió en mil pedazos y toda la apariencia de unidad que se había sentido con el resto de feligreses desapareció con ella. Tu equipo te había fallado y sólo sirvió para recordarte que, en general, cada vez que intentabas algo, perdías. Cuando uno albergaba esperanzas, la esperanza moría. Y te quedabas allí sentado entre los restos de envoltorio de celofán, de palomitas de maíz, de vasos blandos y empapados amontonados entre los despojos entumecidos de tu propia vida; además, tenías que recorrer un pasillo largo y oscuro para llegar a un aparcamiento igualmente largo y oscuro, entre una gran multitud de extraños borrachos y airados, una esposa silenciosa que te hacía recordar tu último fracaso y tres niños maniáticos. Lo único que uno podía hacer era meterse en el coche y volver a casa, al mismo lugar del que aquella catedral había prometido transportarte.

Dave Boyle, que había sido una estrella pasajera de los equipos de béisbol durante los gloriosos años (78 a 82) en el Centro de Formación Profesional Don Bosco, sabía que había muy pocas cosas en el mundo que pudieran ser más temperamentales que un hincha. Sabía lo que era necesitarles, odiarles, arrodillarse ante ellos y suplicarles que te ovacionaran una vez más; asimismo sabía hasta qué punto deseaban destruirte cuando les habías roto su corazón colectivo y enfadado.

– ¿Crees que es normal que esas chicas se comporten así? -le preguntó Stanley el Gigante.

Dave alzó la mirada y vio que de repente dos chicas se subían a la barra y empezaban a bailar; lo hacían mientras otra chica cantaba una versión desafinada de Brown Eyed Girl. Las dos chicas que había encima de la barra bamboleaban el culo y agitaban las caderas. La de la derecha estaba entrada en carnes y tenía unos ojos de color gris brillante que decían «fóllame», Dave se imaginó que debía de estar en la mismísima flor de la vida, el tipo de chica que seguramente sería muy buena en la cama durante los seis meses siguientes. Sin embargo, dos años más tarde ya se habría echado a perder; era fácil de prever por la mandíbula, gruesa y flácida, y si uno se la imaginaba con la ropa de estar por casa, parecería imposible pensar que hubiera sido motivo de lujuria en un tiempo no tan lejano.

Pero la otra…

Dave la conocía desde que era una niña pequeña: Katie Marcus, la hija de Jimmy y de la difunta Marita, aunque entonces era la hijastra de Annabeth, la prima de su mujer; ahora se la veía adulta y su cuerpo, que rezumaba firmeza y frescura, desafiaba las leyes de la gravedad, Mientras contemplaba cómo bailaba y se balanceaba, cómo se contoneaba y se reía, con el pelo rubio cayéndole sobre la cara y la espalda como si fuera un velo cada vez que echaba la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto un cuello pálido y arqueado, Dave sentía una esperanza oscura y que le consumía todo el cuerpo como si fuera un fuego abrasador. No es que se sintiera así de repente, sino que era ella la que lo provocaba. El cuerpo de Katie se lo transmitía al suyo; de súbito, ella, con la cara sudada, lo reconoció y sus miradas se cruzaron; entonces ella le sonrió y a modo de saludo le hizo un gesto con el dedo meñique, que le atravesó limpiamente los huesos del pecho y le abrasó el corazón,