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Echó un vistazo a los tipos del bar y vio que tenían una expresión de asombro mientras contemplaban bailar a las dos chicas, como si fueran apariciones divinas. Dave veía en sus rostros la misma ansia que había visto en los hinchas de los Angels durante las primeras entradas del partido, un anhelo triste mezclado con la patética aceptación de que regresarían a casa sin ver cumplidos sus deseos; resignados a acariciarse la polla en el cuarto de baño a las tres de la madrugada, mientras la mujer y los niños roncaban en el piso de arriba.

Dave contempló cómo Katie resplandecía sobre la barra y recordó a Maura Keaveny, desnuda bajo él, con las gotas de sudor cubriéndole las cejas, con los ojos relajados y adormilados a causa de la bebida y del deseo. Deseo por él. Dave Boyle. La estrella del béisbol. El orgullo de las marismas durante tres cortos años. Ya nadie se refería a él como el niño que había sido secuestrado cuando tenía once años. No, era un héroe local. Maura estaba en su cama y la suerte estaba de su lado.

Dave Boyle. Por aquel entonces, aún desconocía lo poco que suelen durar las rachas de buena suerte, la rapidez con la que pueden desaparecer y dejarte con nada, a excepción de un monótono presente que nunca depara ninguna sorpresa, sin motivos para la esperanza, sólo días que se convierten en otros días y que son tan poco emocionantes que aunque pasara un año, la página del calendario de la cocina seguiría siendo la del mes de marzo.

Uno se decía a sí mismo que ya no iba a soñar más. Que ya no estaba dispuesto a seguir sufriendo. Pero entonces, los equipos jugaban las finales o veías una película, o relucientes carteles publicitarios color naranja que hacían propaganda de Aruba, o una chica que se parecía mucho a una mujer con la que había salido en el instituto, una mujer que había amado y perdido, y que había bailado encima de ti con ojos relucientes, y uno se decía: «¡Qué coño, soñemos una vez más!».

Cuando Rosemary Savage Samarco estaba en su lecho de muerte (el quinto de diez), le dijo a su hija, Celeste Boyle: «Te juro por Dios que lo único que me ha producido placer en esta vida ha sido tocarle las pelotas a tu padre siempre que he podido».

Celeste le había dedicado una sonrisa distante y había intentado alejarse, pero su madre le había asido la muñeca con una garra artrítica, y la había apretado con fuerza.

Haz el favor de escucharme, Celeste. Me estoy muriendo y te estoy hablando muy en serio. Eso es lo que conseguirás, si tienes mucha suerte en esta vida, pues en primer lugar, no hay mucho. Mañana ya estaré muerta y quiero asegurarme de que lo hayas entendido: Sólo se consigue una cosa. ¿Me oyes? Sólo hay una cosa en este mundo que te de placer. El mío fue tocarle las pelotas al cabronazo de tu padre siempre que se me presentaba la oportunidad -le brillaban los ojos y tenía los labios salpicados de gotas de saliva-, y créeme, después de cierto tiempo, le encantaba.

Celeste le secó la frente a su madre con una toalla. Le sonrió y le dijo; «Mamá», con un tono de voz dulce y arrullador. Le quitó la saliva de los labios y le acarició la palma de la mano, sin dejar de pensar: «Tengo que salir de aquí, de esta casa, de este barrio, de este lugar desequilibrado en el que la gente tiene el cerebro totalmente podrido, por ser demasiado pobre, estar demasiado cabreada y por haber sido demasiado incapaz de cambiar las cosas durante un período de tiempo tan jodidamente largo».

Sin embargo, su madre siguió viviendo. Sobrevivió a pesar de una colitis, de los ataques de diabetes, de una insuficiencia renal, dos infartos de miocardio y tumores cancerígenos en un pecho y en el colon. Un día, el páncreas le dejó de funcionar, de repente, y una semana más tarde volvió a funcionar, con muchas ganas de empezar de nuevo; los médicos no hacían más que preguntar a Celeste si podrían examinar el cuerpo de su madre una vez que ésta hubiera muerto.

Celeste les preguntaba las primeras veces:

– ¿Qué partes?

– Todas.

Rosemary Savage Samarco tenía un hermano, al que odiaba, en las marismas, dos hermanas que vivían en Florida y que no le dirigían la palabra, y le había tocado las pelotas a su marido con tanta habilidad que éste se había cavado su propia tumba para librarse de ella. Celeste fue la única hija que tuvo después de ocho abortos. Celeste solía imaginarse de pequeña que todos sus mediohermanos y hermanas flotaban en el limbo y que les decía: «Estáis como de vacaciones».

Cuando Celeste era adolescente, estaba convencida de que aparecería alguien que se la llevaría de allí. No era fea ni estaba amargada; además, tenía buen carácter y sabía reírse. Se imaginaba que si uno tenía en cuenta todas esas cosas, acabaría sucediéndole. Aunque había conocido a algunos candidatos, no había ninguno que acabara de gustarle. La mayoría eran de Buckingham, casi todos gamberros de la colina o de las marismas de East Bucky, algunos de Rome Basin, y un tipo de las afueras que había conocido cuando asistía a la escuela de peluquería Blaine, que era homosexual, aunque por aquel entonces ella aún no lo sabía.

El seguro médico de su madre era una mierda, y bien pronto Celeste se encontró que tenía que trabajar para cubrir unas facturas médicas monstruosas por unas enfermedades monstruosas que no lo eran tanto para poner fin a su sufrimiento. Y no es que su madre no disfrutara de su propio padecimiento. Cada vez que sufría una enfermedad disponía de un nuevo triunfo para jugar a lo que Dave llamaba «Rosemary tiene todos los boletos de la rifa para que su vida sea peor que la de los demás».

Una vez, en las noticias vieron a una madre acongojada que lloraba en la acera, después de presenciar como su casa y sus dos hijos habían volado por los aires a causa de un incendio. Rosemary hizo un chasquido con la lengua:

– Siempre puedes tener más hijos. En cambio, intenta vivir con colitis y un pulmón colapsado en un mismo año y ya verás -comentó.

En momentos así, Dave le dedicaba una tensa sonrisa y se iba a buscar otra cerveza.

Rosemary, cuando oía el ruido del frigorífico al abrirse, le decía a Celeste:

– Tú sólo eres su amante, cariño. Su mujer se llama Budweiser.

– ¡Mamá, déjalo ya! -solía responderle Celeste.

– ¿Qué? -le contestaba ella.

A la larga, Celeste había optado por Dave. Era atractivo y divertido y había muy pocas cosas que le alteraran. Cuando se casaron, él tenía un buen trabajo en una oficina de correos de Raytheon, y aunque lo perdió cuando hicieron reducción de personal, al cabo de un tiempo consiguió otro en la zona de carga y descarga de un hotel del centro (por la mitad de su antiguo salario) y nunca se quejó de ello. De hecho, Dave nunca se quejaba de nada y apenas hablaba de su infancia y de la época anterior al instituto, lo cual sólo empezó a parecer extraño a Celeste un año después de que muriera su madre.

Fue una apoplejía lo que al final acabó con su vida. Un día que Celeste volvía del supermercado, se encontró que su madre estaba muerta en la bañera, con la cabeza inclinada, y apretados en una mueca los Iabios torcidos hacia el lado derecho, como si hubiera mordido algo demasiado ácido.