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Y así era, ¿no es verdad? Si alguien intentaba robar a un ciudadano honrado, tenía que aguantarse si las cosas no le salían tal y como había planeado. Y si a uno lo matan, pues mala suerte. «Lo siento, pero es así. El que la hace, la paga», pensaba Celeste.

Besó a su marido en la frente y le susurró:

– Cariño, métete en la ducha. Yo ya me ocuparé de la ropa.

– ¿De verdad?

– Pues claro.

– ¿Qué piensas hacer con ella?

No tenía ni la menor idea. ¿Quemarla? Claro, pero ¿dónde? En su casa, no. Sólo tenía otra posibilidad: el patio trasero. Sin embargo, enseguida se percató de que si se ponía a quemar ropa en el patio a las tres de la madrugada, o a cualquier otra hora, la gente se daría cuenta.

– La lavaré -dijo en el mismo momento en que se le ocurrió-. La lavaré bien, la meteré en una bolsa de basura y después la enterraremos

– ¿Enterrarla?

– Podemos llevarla al vertedero. ¡Ah, no, espera! -Los pensamientos le fluían con más rapidez que las palabras-. Podemos esconder la bolsa hasta el martes por la mañana. Es el día que pasan a recoger la basura, ¿no es verdad?

– Así es…

Se dio la vuelta en la ducha y la miró, expectante, mientras la raja del costado se iba oscureciendo y ella volvía a preocuparse por el sida, o por la hepatitis, o por cualquier otra enfermedad por la que la sangre de otra persona pudiera matarte o envenenarte.

– Sé cuándo pasan. A las siete y cuarto, ni un minuto más ni un minuto menos, cada semana, excepto la primera semana de junio, pues los universitarios, que acaban el curso, dejan un montón de basura y, por lo tanto, el camión de recogida llega un poco tarde, pero aun así…

– ¡Celeste, amor mío! ¡Vayamos al grano!

– ¡Ah, vale! Cuando oiga el camión, bajaré corriendo detrás de ellos las escaleras, como si me hubiera olvidado una bolsa, y la tiraré directamente a la parte trasera. ¿De acuerdo? -sonrió, a pesar de que no tenía ganas,

Colocó una mano debajo del grifo de la ducha, aunque aún seguía vuelto hacia ella, y le respondió:

– De acuerdo, mira…

– ¿Qué?

– ¿Crees que podrás soportarlo?

– Sí.

«Hepatitis A, B y C -pensó-. Ébola. Enfermedades tropicales.» Volvió a abrir mucho los ojos de nuevo y exclamó:

– ¡Santo cielo! Es posible que haya matado a alguien.

Deseaba acercarse a él y tocarlo. Quería salir de la habitación, acariciarle el cuello y asegurarle que todo saldría bien. Ansiaba huir de allí hasta haber analizado la situación hasta el último detalle.

Se quedó donde estaba y anunció:

– Me voy a lavar la ropa.

– De acuerdo -contestó-. Muy buena idea.

Encontró unos guantes de plástico debajo del fregadero; eran los que solía usar cuando limpiaba el cuarto de baño. Se los puso y comprobó que no tuvieran ningún desgarrón. Al ver que no había ninguno, cogió la camisa del fregadero y los vaqueros del suelo. Los pantalones también estaban manchados de sangre y dejaron una mancha en las baldosas blancas.

– ¿Cómo es posible que también haya en los pantalones?

– ¿Haya, qué?

– Sangre.

Los observó mientras ella los sostenía con la mano, miró al suelo y dijo:

– Me arrodillé encima de él -se encogió de hombros -. No lo sé. Supongo que se llenaron de salpicaduras, igual que la camisa.

– ¡Si, claro!

Sus miradas se cruzaron y él asintió:

– Sí, debe de ser eso.

– ¡Bien! -exclamó ella.

– ¡Bien!

– Pues voy a lavarlos en el fregadero de la cocina.

– De acuerdo.

– Vale -respondió ella y salió reculando del lavabo.

Lo dejó allí de pie, moviendo una mano debajo del agua, mientras esperaba a que saliera caliente.

Una vez en la cocina, metió la ropa dentro del fregadero y abrió el grifo. Observó cómo la sangre y diminutos trozos de piel y, Santo cielo trozos de cerebro -estaba casi segura- se colaban por el desagüe. El hecho de que el cuerpo humano pudiera sangrar tanto le sorprendió. Había oído decir que teníamos tres litros y medio de sangre en nuestro interior, pero a Celeste siempre le había parecido que debían de ser muchos más. Cuando iba a cuarto de primaria, tropezó mientras correteaba por un parque con sus amigos. Al intentar parar el golpe se clavó en la palma de la mano una botella rota que apuntaba hacia arriba y sobresalía del césped. Todas las arterias principales y las venas de la mano resultaron heridas de gravedad y sólo se recuperaron poco a poco durante los diez años siguientes gracias a su juventud. Aun así, hasta que no cumplió los veinte, no recuperó el sentido del tacto en los cuatro dedos, Sin embargo, lo que más recordaba era la sangre. Cuando había levantado el brazo del césped, sacudiendo el codo como si acabara de darse un golpe en el hueso de la alegría, la sangre le salía a borbotones de la mano herida, y dos de sus amigos habían empezado a gritar. Al llegar a casa, había llenado el fregadero de sangre mientras su madre llamaba a una ambulancia. Una vez dentro, le habían cubierto la mano con una venda tan gruesa como sus pantorrillas y en menos de dos minutos las gasas ya se habían vuelto de color rojo. En el hospital, se había tumbado en una camilla blanca y se había dedicado a observar cómo las arrugas de la sábana formaban pequeños agujeros que se iban volviendo de color rojo. Cuando la camilla estaba a rebosar, la sangre empezó a gotear y acabó formando charcos en el suelo. Su madre tuvo que gritar lo suficientemente alto y durante un buen rato para que uno de los residentes de la sala de urgencias decidiera que Celeste debería ocupar el primer puesto de la cola. Toda aquella sangre procedía de una sola mano.

Y ahora, era la sangre de una cabeza. Todo porque Dave había golpeado el rostro de otro ser humano y le había aplastado el cráneo contra el suelo. Estaba convencida de que se había puesto histérico a causa del miedo. Colocó las manos enguantadas debajo del agua y volvió a comprobar que no hubiera ningún agujero. No había ninguno. Vertió líquido lavavajillas sobre la camiseta, la fregó con el estropajo de aluminio y la retorció; fue repitiendo todo el proceso hasta que el agua que goteaba de la camiseta al estrujarla era transparente, y no de color rosa. Hizo lo mismo con los pantalones vaqueros y cuando acabó, Dave ya había salido de la ducha y se había sentado a la mesa de la cocina con una toalla enrollada alrededor de la cintura; se estaba fumando unos de aquellos cigarrillos largos y blancos que su madre se había dejado en el armario, bebía una cerveza y la miraba con atención.

– La he cagado -dijo con dulzura.

Ella asintió con la cabeza.

– Lo que quiero decir -susurró- es que cuando uno sale tiene otras expectativas, no sé, buen tiempo, sábado por la noche… -Se puso en pie y se le acercó; después se apoyó en el horno y observó cómo escurría la pernera izquierda de los vaqueros-. ¿Por qué no usas la lavadora de la despensa?

Le observó y se dio cuenta de que la cuchillada que tenía en el costado se había vuelto de color blanco arrugado después de la ducha. Sintió una necesidad nerviosa de reírse. Tragó saliva para contener la risa y respondió:

– Porque quiero eliminar las pruebas, cariño.

– ¿Las pruebas?

– Bien, no lo sé seguro, pero me imagino que la sangre y todo lo demás es más fácil que se quede pegada en el interior de la lavadora que en el desagüe del fregadero.

Silbó en voz baja y exclamó:

– ¡Pruebas!