– Pruebas -repitió, pero esa vez sonriendo, sintiéndose parte de la conspiración y del peligro, de algo grande e importante.
– ¡Caramba, nena! -exclamó-. ¡Eres un genio!
Acabó de escurrir los pantalones, cerro el grifo he hizo una pequeña reverencia.
Eran las cuatro de la madrugada, pero hacía años que no se sentía tan despierta. Era una sensación parecida a la de la mañana del día de Navidad a la edad de ocho años. Su sangre era pura cafeína.
Uno se había pasado la vida esperando que sucediera algo así, e intentaba convencerse a sí mismo que no era verdad, pero lo era. Estar implicado en un drama. Pero no el drama de las facturas sin pagar y de las pequeñas y ensordecedoras disputas maritales. No. Esto sí que era la vida real. De hecho, era más grande que la vida real, era hiperreal. Existía la posibilidad de que su marido hubiera matado a un hombre malo. Y si en realidad estaba muerto, la policía tendría mucho interés en conocer a la persona que lo había hecho. Y si en algún momento las pistas les llevaban a su casa, a Dave, necesitarían pruebas.
Ya se los imaginaba sentados a la mesa de la cocina, con las libretas abiertas, oliendo a café y a los bares de la noche anterior, haciendo preguntas a Dave y a ella. A pesar de que estaba segura de que se comportarían con educación, le infundirían miedo. Dave y Ella también serian educados e imperturbables.
Porque todo se basaba en las pruebas. Y ella acababa de hacer desaparecer las pruebas por el desagüe del fregadero de la cocina y por el oscuro alcantarillado. Por la mañana, desmontaría el tubo del desagüe y también lo lavaría; tiraría lejía por dentro del tubo y lo volvería a colocar en su sitio. Pondría la camisa y los pantalones vaqueros dentro de una bolsa de basura y la escondería hasta el martes por la mañana; entonces la lanzaría a la parte trasera del camión de la basura y allí sería aplastada, estrujada y prensada junto con los huevos podridos, los pollos pasados y el pan seco. Haría todo eso y se sentiría más importante y se encontraría mejor de lo que se encontraba habitualmente.
– Te hace sentir solo -confesó Dave.
– ¿El qué?
– Hacerle daño a alguien -contestó con dulzura.
– Pero no tenías más remedio.
Asintió con la cabeza. En la penumbra de la cocina, la piel se le veía de color gris. Aun así, parecía más joven, como si acabara de salir del vientre de su madre y respirara con dificultad.
– Ya lo sé. Era la única alternativa. Sin embargo, te hace sentir solo. Te hace sentir…
Celeste le acarició la cara y a el se le marcó la nuez de la garganta mientras tragaba saliva.
– …como un extraño- añadió
5. CORTINAS DE COLOR NARANJA
El domingo a las seis de la mañana, cuatro horas y media antes de que su hija Nadine hiciera la Primera Comunión, Jimmy Marcus recibió una llamada de Pete Gilibiowski desde la tienda, diciéndole que ya estaba a punto.
– ¿A punto? -Jimmy se sentó en la cama y miró el reloj-. ¡Pete, joder, son las seis de la mañana! Si Katie y tú ya estáis nerviosos a las seis, ¿cómo vais a estar a las ocho cuando la gente empiece a entrar en la iglesia?
– Ése es el problema, Jim. Katie no está aquí.
– ¿Cómo dices? -Jimmy apartó el edredón y salió de la cama.
– Que Katie no está. En teoría, tenía que venir a las cinco y media, ¿no es así? Le he dicho al repartidor de donuts que se esperara ahí afuera y todavía no he preparado el café porque…
– ¡Aja! -exclamó Jimmy, y fue pasillo abajo en dirección al dormitorio de Katie, sintiendo las corrientes de aire frío de la casa en los pies, ya que las mañanas de mayo aún tenían la frialdad propia de las tardes de marzo.
– … un grupo de obreros de la construcción, de esos que van de bar en bar, que beben en los parques y que se llenan el cuerpo de anfetaminas, se han presentado a las seis menos veinte y se han acabado el torrefacto colombiano y el francés, y los pasteles tienen una pinta horrible. ¿Cuanto les pagas a esos chicos para que trabajen el sábado por la noche, Jim?
– ¡Aja!-repitió Jim, y después de llamar brevemente a la puerta del dormitorio de Katie, la abrió de par en par.
La cama estaba vacía, mucho peor, estaba hecha, lo que indicaba que no había dormido allí la noche anterior.
– … porque o les aumentas el sueldo o les das una patada en el culo -añadió Pete-. Tardaré más de una hora en hacer los preparativos antes de que pueda… ¿Cómo está, señora Carmody? El café ya está en el fuego, querida. Estará listo enseguida.
– Voy hacia allí -declaró Jimmy.
– Además, los periódicos del domingo aún están amontonados, con las circulares encima, hechos una porquería y…
– Te acabo de decir que voy para allá.
– ¿De verdad, Jim? Gracias.
– ¿Pete? Llama a Sal y pregúntale si puede ir a las ocho y media en vez de a las diez.
– ¿Cómo?
AI otro lado de la línea, Jimmy oyó el sonido ininterrumpido de una bocina, y exclamó:
¡Pete, por el amor de Dios, haz el favor de abrirle la puerta! ¿Qué quieres, que se pase todo el día ahí con los donuts?
Jimmy colgó y se dirigió de nuevo hacia el dormitorio, Annabeth estaba sentada en la cama, destapada y bostezando.
– ¿Llamaban de la tienda? -preguntó, aunque las palabras se le entremezclaron con un largo bostezo.
Asintió con la cabeza y añadió:
– Katie no ha aparecido por allí.
– Precisamente hoy -dijo Annabeth-, el día de la Primera Comunión de Nadine, va y no se presenta al trabajo. ¿Qué pasará si no va a la iglesia?
– Estoy seguro de que irá.
– No sé, Jimmy. Si ayer por la noche se emborrachó tanto que no ha ido ni a la tienda, nunca se sabe…
Jimmy se encogió de hombros. Era inútil hablar con Annabeth cuando se trataba de Katie. Annabeth sólo tenía dos maneras de tratar a su hijastra: o estaba enfadada con ella y se mantenía distante o estaba eufórica porque eran las mejores amigas del mundo. No había punto medio y Jimmy sabía, con un pequeño sentimiento de culpa, que casi toda la confusión era consecuencia de que Annabeth apareciera en escena cuando Katie tenía siete años, y apenas se había recuperado de la muerte de su madre. Katie agradeció sin tapujos y con sinceridad que hubiera una presencia femenina en el piso solitario que había compartido con su padre. Sin embargo, la muerte de su madre también le había afectado. Jimmy sabía que, aunque no era irreparable, le había afectado mucho, y cada vez que, a lo largo de todos aquellos años, el sentimiento de pérdida se deslizaba de nuevo por las paredes de su corazón, Katie solía desahogarse con Annabeth que, como madre, nunca estuvo a la altura de lo que el fantasma de Marita era o habría sido.
– ¡Por el amor de Dios, Jimmy! -exclamó Annabeth, mientras Jimmy se ponía una sudadera por encima de la misma camiseta con la que había dormido e iba en busca de sus vaqueros-. ¡No me digas que te vas a la tienda!
– Sólo una hora -Jimmy encontró sus pantalones enrollados alrededor de la pata de la cama-. Dos, como máximo. De todos modos, Sal tenía que sustituir a Katie a las diez. Pete ya le está llamando para ver si puede ir antes.
– Sal tiene más de setenta años.
– Por eso mismo. ¿Te crees que va a estar durmiendo? Estoy convencido de que la vejiga lo despertó a las cuatro de la madrugada y que ha estado viendo Clásicos del Cine desde entonces.
– ¡Mierda! -Annabeth acabó de apartar las sábanas y salió de la cama-. ¡Joder con Katie! ¿También va a fastidiarnos un día como hoy?
Jimmy notó que el cuello se le tensaba, y le preguntó:
– ¿Cuándo fue la última vez que Katie nos fastidió un día? Annabeth le mostró el dorso de la mano al tiempo que se dirigía hacia el cuarto de baño y le preguntó:
– ¿Tienes alguna idea de dónde puede estar?
– En casa de Diane o de Eve -respondió Jimmy, pensando todavía en el gesto despectivo que le había hecho al pasar la mano por encima del hombro. Annabeth, el amor de su vida, sin duda, no tenía ni idea de lo fría que podía llegar a ser a veces, ni idea (y eso era característica de toda la familia Savage) de hasta qué punto sus momentos y esta dos de ánimo negativos podían afectar a los demás-. Quizá esté en casa de algún novio.