– ¿Tú crees? ¿Con quien sale últimamente?
Annabeth abrió el grifo de la ducha, se echo un poco para atrás y espero a que el agua saliera caliente.
– Me imaginaba que tú lo sabrías mejor que yo.
Annabeth revolvió el botiquín en busca de la pasta de dientes, negó con la cabeza y añadió:
– Dejó de salir con el Pequeño César en noviembre. Eso ya me provocó suficiente satisfacción.
Jimmy, que se estaba poniendo los zapatos, sonrió. Annabeth siempre llamaba a Bobby O'Donnell «Pequeño César», a no ser que le llamara algo peor, y no sólo porque quisiera parecer un gánster y tuviera una mirada fría, sino porque era bajito y gordo como Edward G. Robinson. Aquéllos habían sido unos meses muy tensos; Katie había empezado a salir con él el verano anterior y los hermanos Savage habían dicho a Jimmy que, si era necesario, le cortarían la polla; Jimmy no estaba muy seguro de si era debido a que sentían repulsión moral por hecho de que su estimada sobrina saliera con semejante cabronazo, o porque Bobby O'Donnell se había convertido en un rival demasiado importante.
Sin embargo, Katie fue la que decidió poner fin a la relación, y aparte de de un montón de llamadas a las tres de la madrugada y de una escena un poco violenta en Navidades, cuando Bobby y Roman Fallow se presentaron en el porche delantero, las secuelas de la ruptura no habían sido demasiado dolorosas.
El odio que Annabeth sentía por Bobby O'Donnell divertía a Jimmy en cierta manera, ya que a veces se preguntaba si Annabeth odiaba a Bobby no sólo porque se pareciera a Edward G. y porque se hubiera acostado con su hijastra, sino porque era un criminal de pacotilla en comparación con sus hermanos, que Annabeth creía que eran sin duda profesionales; además, sabía que Jimmy también lo había sido antes de que Marita muriera.
Marita había muerto catorce años atrás, mientras Jimmy cumplía una sentencia de dos años en el Correccional Deer Island de Winthrop. Un sábado de visita, mientras una Katie de cinco años se movía sin parar en su regazo, Marita contó a Jimmy que un lunar que tenía en el brazo se le había oscurecido últimamente y que tenía intención de ir a ver a un médico de la clínica comunitaria. «Sólo para asegurarme de que todo va bien», le había dicho. Cuatro sábados más tarde, ya había empezado el tratamiento de quimioterapia. Seis meses después de haberle contado lo del lunar, ya estaba muerta..Jimmy se había visto obligado a contemplar la destrucción del cuerpo de su mujer sábado tras sábado desde el otro lado de una mesa de madera oscura, cubierta de quemaduras de cigarrillos, sudor, manchas de semen, y de los lamentos y de toda la mierda de los convictos durante más de un siglo. Durante el último mes de su vida, Marita estaba demasiado enferma para ir a verle, demasiado débil para escribirle, y Jimmy tuvo que conformarse con llamadas telefónicas durante las que Marita estaba agotada, drogada o ambas cosas. Normalmente, ambas.
– ¿Sabes con lo que sueño? -le confesó una vez que ya hablaba con dificultad-. Cada vez pienso más en ello.
– ¿En qué, cariño?
– En cortinas de color naranja. Cortinas de color naranja amplias y tupidas… -se relamió los labios y Jimmy oyó el ruido que hizo al tragar saliva-, que ondean al viento, colgando de unas altas barras, Jimmy. Sólo ondean al viento. No hacen nada más que ondear, ondear, ondear. Cientos de ellas en ese campo tan grande. Ondean a lo lejos…
Esperó a que prosiguiera, pero ya había acabado, y como no quería que Marita se quedara dormida a media conversación, como ya había hecho muchas otras veces, le preguntó:
– ¿Cómo está Katie?
– ¿Eh?
– ¿Qué tal Katie, cariño?
– Tu madre nos cuida muy bien. Está triste.
– ¿Quién está triste, mi madre o Katie?
– Las dos. Mira, Jimmy, tengo que colgar. Tengo náuseas y estoy cansada.
– De acuerdo, nena.
– Te quiero.
– Yo también te quiero.
– Jimmy, nunca hemos tenido cortinas de color naranja, ¿verdad?
– No, nunca.
– ¡Qué extraño! -exclamó; luego colgó el teléfono.
Fue la última palabra que le dijo, extraño.
Sí, era muy extraño. El lunar que había tenido en el brazo desde que estaba en la cuna observando un móvil de cartón, de repente se había vuelto mas oscuro; veinticuatro semanas mas tarde, después de casi dos años de no compartir la cama con su marido y de no poder pasar la pierna por encima de la suya, la habían metido en una caja y la habían enterrado bajo tierra, mientras el marido lo observaba de pie a unos cuarenta metros de distancia, escoltado por dos policías armados, con grilletes en las muñecas y en los tobillos.
Jimmy salió de la cárcel dos meses después del funeral; se fue a casa, paso un buen rato en la cocina sin cambiarse la ropa que llevaba dentro y sonrió a la extraña que tenía por hija. Tal vez él fuera capaz de recordar los primeros cuatro años de vida de su hija, pero ella no. Ella sólo recordaba los dos últimos, tal vez algunos fragmentos dispersos del hombre que había vivido en aquella casa, antes de que permitieran verle los sábados y sólo desde el otro lado de una mesa vieja en un lugar húmedo y maloliente, construido sobre un cementerio encantado de los indios, donde el viento soplaba con fuerza, las paredes goteaban y los techos eran demasiado bajos. De pie en la cocina, mirando cómo ella le observaba, Jimmy tuvo la sensación de no haberse sentido nunca tan inútil. Jamás había estado la mitad de solo o asustado que en el momento en que, arrodillándose junto a Katie, le cogió ambas manos con las suyas y se los imaginó a los dos como si flotaran por encima de la habitación. Y el hombre que flotaba sobre ellos le dijo: «Éstos dos me dan mucha pena. Extraños en una cocina de mierda, intentando formarse una idea el uno del otro, haciendo un esfuerzo por no odiarse, pues elIa había muerto y los había dejado colgados a los dos, incapaces de saber qué demonios iban a hacer a continuación».
Aquella hija, esa criatura, que vivía, respiraba y que, en muchos aspectos ya estaba casi formada, dependía de él, tanto si les gustaba como si no.
– Nos sonríe desde el cielo -dijo Jimmy a Katie-. Está orgullosa de nosotros. Muy orgullosa.
– ¿Tienes que regresar a ese sitio? -le preguntó Katie.
– No. Nunca jamás.
– ¿Piensas irte a algún otro lugar?
En aquel momento, Jimmy habría cumplido con gusto seis años más de condena en cualquier agujero de mierda como Deer Island, o incluso en otro sitio peor, para no enfrentarse las veinticuatro horas del día con aquella niña (medio hija medio extraña), con el temor ante un futuro incierto, ni con la certeza de que su juventud, sin duda, había acabado.
– ¡De ninguna de las maneras!-, Pienso quedarme contigo.
– Tengo hambre.
Y le llegó a lo más profundo de su ser: «Dios mío, tendré que alimentar a esta niña cada vez que tenga hambre. Durante el resto de nuestras vidas. ¡Santo cielo!».
– Bien, de acuerdo -respondió, y sintió que la sonrisa le temblaba en el rostro-. Comeremos algo.
Jimmy llegó a Cottage Market, la tienda de la que era dueño, a las seis y media de la mañana. Se hizo cargo de la caja registradora y de la máquina de lotería, mientras Pete llenaba las estanterías con los donuts que había traído Yser Gaswami del Dunkin' Donuts de la calle Kilmer, y con los pasteles, los cannolis y los bocadillos de salchichas de la panadería de Tony Buca. Cuando tenía un momento de calma, Jimmy vertía el café de las cafeteras en los termos enormes que había encima del mostrador y cortaba las cuerdas de los paquetes de Globe, Herald y New York Times del domingo. Colocaba las circulares y los cómics en el medio y, después, los apilaba ordenadamente dentro de las estanterías de golosinas que había debajo del mostrador de la caja.