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– ¿Te ha dicho Sal a qué hora vendrá?

– No puede venir hasta las nueve y media -respondió Pete-. Se le han jodido los bajos del coche y lo ha llevado al taller. Así pues, tendrá que coger dos trenes y un autobús, y me dijo que ni siquiera estaba vestido.

– ¡Mierda!

Alrededor de las siete y cuarto, tuvieron que atender a una multitud de gente que salía del turno de noche: policías, casi todos del Distrito 9, algunas enfermeras del Saint Regina y unas cuantas prostitutas que trabajaban en los after hours, del otro lado de la avenida Buckingham en las marismas y más arriba, en Rome Basin. Aunque parecían muy cansadas, se mostraban cordiales y comunicativas, y emanaban un halo de gran alivio, como si acabaran de abandonar el mismo campo de batalla juntas, cubiertas de barro y de sangre, pero sanas y salvas.

Durante un receso de cinco minutos, antes de que la multitud que iba a la primera misa del día empezara a hacer cola delante de la puerta, Jimmy llamó a Drew Pigeon y le preguntó si había visto a Katie.

– Sí, creo que está aquí- contestó Drew.

– ¿De verdad?

Jimmy notó cierta esperanza en su propia voz y sólo entonces se dio cuenta de que estaba más preocupado de lo que había querido admitir.

– Creo que sí -dijo Drew-. Deja que vaya a mirarlo.

– Te lo agradezco, Drew.

Oyó el ruido de los pesados pies de Drew que se alejaban por un pasillo recubierto de madera mientras canjeaba dos boletos de la Loto a la señora Harmon, y tuvo que hacer un esfuerzo para que no se le saltasen las lágrimas por la violenta agresión de aquel perfume de anciana. Oyó cómo Drew se encaminaba de nuevo hacia el teléfono y sintió una ligera emoción en el pecho; mientras tanto, le daba los quince pavos de cambio a la señora Harmon y le decía adiós con la mano.

– ¿Jimmy?

– Dime, Drew.

– Lo siento. La que se ha quedado a dormir es Diane Cestra. Está durmiendo en el suelo del dormitorio de Eve, pero Katie no está.

El aleteo que Jimmy había sentido en el pecho se detuvo en seco, como si se lo hubieran arrancado con unas pinzas.

– No pasa nada.

– Eve me ha dicho que Katie las dejó delante de casa alrededor de la una y que no les dijo a dónde iba.

– De acuerdo, hombre. -Jimmy intentó poner un tono de voz alegre-. Ya la encontraré.

– ¿Sale con alguien?

– Con las chicas de diecinueve años, Drew, es imposible llevar la cuenta.

– Eso sí que es verdad -asintió Drew con un bostezo-. Todas las llamadas que Eve recibe son de tipos diferentes. Te juro, Jimmy, que debería colgar una lista junto al teléfono para tenerlos controlados.

Jimmy hizo un esfuerzo por reírse y dijo:

– Bien, gracias una vez más, Drew.

– Estoy a tu disposición, Jimmy. Cuídate.

Jimmy y colgó y se quedó mirando las teclas de la caja registradora como si fueran a decirle algo. No era la primera vez que Katie pasaba toda noche fuera. Ni tampoco era la décima, joder. Ni tampoco era la primera vez que faltaba al trabajo, pero en ambos casos, solía llamar. Aun así, si había conocido a un tipo con pinta de estrella de cine y con un encanto extraordinario… Jimmy recordaba demasiado bien como se sentía él mismo a los diecinueve años y lo comprendía. Y aunque nunca permitiría que Katie pensara que estaba dispuesto a tolerarlo, en el fondo de su corazón no podía ser tan hipócrita que lo condenase.

Sonó la campana que colgaba de una cinta clavada en el extremo superior de la puerta; Jimmy alzó los ojos y vio al primer grupo de mujeres con pelo azul de peluquería que salían de rezar el rosario irrumpir en la tienda, protestando del mal tiempo, de la dicción del cura y de la basura que había en la calle.

Pete asomó la cabeza por detrás del mostrador y se secó las manos con el trapo que había usado para limpiar las mesas. Lanzó una caja entera de guantes de plástico sobre el mostrador y apareció tras la segunda caja registradora. Se inclinó hacia Jimmy y le dijo:

– Bienvenido al infierno -y el segundo grupo de apisonadoras sagradas entró pisando los talones del primero.

Hacía casi dos años que Jimmy no trabajaba un domingo por la mañana y se había olvidado del zoo en que podía convertirse aquello. Pete tenía razón. Todos esos fanáticos de pelo azul que iban a misa de siete y que abarrotaban la iglesia de Santa Cecilia mientras la gente normal estaba durmiendo, llevaban consigo todo ese frenesí bíblico a la tienda de Jimmy y diezmaban las bandejas de pasteles y de donuts, dejaban la cafetera seca, vaciaban las neveras de productos lácteos y se hacían con la mitad de la pila de periódicos. Se daban contra las estanterías y pisaban las bolsas de patatas fritas y los envoltorios de plástico de los cacahuetes que se les caían al suelo. Hacían sus pedidos a gritos: pasteles, Loto, boletos de rasca y gana, Pall Mall y Chesterfield, furiosamente, sin tener en cuenta en absoluto el lugar que ocupaban en la cola, Después, mientras un mar de cabezas azules, blancas y calvas asomaban tras ellos, se entretenían ante el mostrador para preguntar por la familia de Jimmy y de Pete mientras recogían el cambio exacto; no se olvidaban de coger hasta el último penique y tardaban una eternidad en quitar las compras del mostrador y apartarse para dejar paso al griterío furioso que se apiñaba tras ellos.

Jimmy no había presenciado un caos semejante desde la última vez que fue a una boda irlandesa con barra libre, y cuando, por fin, pudo ver que eran las nueve menos cuarto y que el último del grupo salía por la puerta, se percató de que el sudor, que le empapaba la camiseta bajo la sudadera, le había mojado la piel. Contempló la bomba que acababa de estallar en medio de su tienda y luego miró a Pete; de repente sintió una oleada de afinidad y de camaradería hacia él que le hizo pensar en el grupo de policías, enfermeras y prostitutas de las siete y cuarto, como si él y Pete hubieran alcanzado un nuevo nivel de amistad por haber sobrevivido juntos a la avalancha de famélicos ancianos del domingo a las ocho de la mañana.

Pete le miró con gesto cansado y le dijo:

– Durante la próxima media hora estará un poco más tranquilo. ¿Te importa si salgo un momento y me fumo un cigarrillo?

Jimmy sonrió, volvía a sentirse bien y le recorría una especie de orgullo extraño y repentino al ver que el pequeño negocio que había montado se había convertido en una institución en el barrio.

– ¡Joder, Pete, por mí como si te quieres fumar el paquete entero!

Acababa de limpiar los pasillos, de reponer existencias en la nevera de los lácteos y de rellenar las bandejas de donuts y de pasteles, cuando repicó la campanita. Alzó la mirada y vio pasar ante el mostrador a Brendan Harris y su hermano pequeño, Ray el Mudo, que se dirigían hacia la pequeña zona de pasillos donde se almacenaba el pan, el detergente, las galletas y el té. Jimmy se ocupó de los envoltorios de celofán de los pasteles y de los donuts, y deseó no haber dado la impresión a Pete de que se podía coger unas mini vacaciones y que entrara de nuevo en la tienda de inmediato.

Echo un vistazo y se percató de que Brendan observaba las cajas registradoras desde detrás de las estanterías, como si tuviera intención de perpetrar un atraco o esperase ver a alguien. Durante un segundo de insensatez Jimmy se preguntó si tendría que despedir a Pete por cerrar tratos delante de la tienda. Pero luego se refrenó y recordó que Pete, mirándole fijamente a los ojos, le había jurado que nunca pondría en peligro la tienda de Jimmy por vender marihuana en el trabajo. Jimmy sabía que le había dicho la verdad porque, a no ser que uno fuera el mejor mentiroso del mundo, era casi imposible mentir a Jimmy cuando éste te miraba a los ojos después de haberte hecho una pregunta directa; conocía todos los tics y todos los movimientos de ojos, por pequeños que fuesen, que podían traicionarle a uno. Era algo que había aprendido al observar como su padre hacía promesas de borracho que nunca cumpliría; si uno lo había presenciado suficientes veces, reconocía al animal cada vez que intentaba volver a salir a la superficie. Así pues, Jimmy recordó que Pete le había mirado directamente a los ojos y que le había prometido que nunca traficaría en la tienda; Jimmy sabía que era verdad.