Su mujer, Lauren, había aparecido en su sueño, aún podía olerle su piel. Llevaba el pelo despeinado y del color de la arena mojada, más oscuro y más largo que en la vida real; también llevaba puesto un bañador húmedo blanco. Estaba muy bronceada y tenía polvo brillante de arena esparcido por los tobillos desnudos y por los pies. Olía a mar ya sol y, sentada en el regazo de Sean, le besaba la nariz y le hacía cos quillas en la garganta con sus largos dedos. Se encontraban en la terraza de una casa junto a la playa y a pesar de que Sean oía el sonido de las olas, no llegaba a divisar el mar. En el lugar en el que debería haber estado el mar, había una pantalla de televisión en blanco con la anchura de un campo de fútbol. Cuando miró el centro de la pantalla Sean sólo llegó él ver su propio reflejo, pero no el de Lauren, como si estuviera allí sentado flotando en el aire.
Sin embargo, había carne en sus manos, carne cálida.
Lo siguiente que recordaba es que estaba de pie en el tejado de la casa pero el cuerpo de Lauren había sido sustituido por una veleta lisa de metal. La asió y debajo de él, al pie de la casa, un enorme agujero negro le abría la boca, con un velero del revés anclado al fondo. Después se encontraba desnudo en la cama con una mujer a la que nunca había visto, y la acariciaba con la sensación, según la lógica de algunos sueños, de que Lauren estaba en otra habitación de la casa, mirándoles por el vídeo; una gaviota se estrelló contra la ventana y los trozos de cristal salieron disparados hacia la cama como si fueran cubitos de hielo; Sean, totalmente vestido de nuevo, se puso en pie sobre la cama.
La gaviota, que respiraba con dificultad, le decía: «Me duele el cuello», y Sean se despertó antes de poder responderle: «Te duele porque esta roto».
Al despertar, el sueño empezó a escurrírsele entero desde la parte trasera del cerebro, y las hilas y la pelusa se le quedaban enganchadas en la cara inferior de los párpados y en la parte superior de la lengua. Siguió con los ojos cerrados mientras sonaba el despertador, con la esperanza de que no fuese más que otro sueño y de que podría seguir durmiendo, como si el ruido sólo sonara en su mente.
Al cabo de un rato, abrió los ojos, con el tacto del sólido cuerpo de la mujer desconocida y el olor a mar de la carne de Lauren todavía fijado a su tejido cerebral; se percató de que no era un sueño, ni una película, ni una canción excesivamente triste.
Eran esas sábanas, aquella habitación y la cama. Era la lata vacía de cerveza en la repisa de la ventana, y aquel sol en los ojos y el despertador que sonaba en la mesita de noche. Era el grifo que goteaba y que siempre se olvidaba de arreglar. Era su vida, toda suya.
Apagó el despertador, pero no salió de la cama enseguida. Todavía no deseaba levantar la cabeza de la almohada porque no quería saber si iba a tener resaca. Si en realidad tenía resaca, el primer día de trabajo le parecería el doble de largo; como además era el primer día de trabajo después de una suspensión de empleo, tendría que tragarse toda la mierda y todos los chistes que contaran a su costa, y eso ya sería suficiente para que el día le pareciera interminable.
Siguió allí tumbado y oyó los pitidos procedentes de la calle, los pitidos de la televisión de los cocainómanos de la puerta de al lado, que la ponían a todo volumen y se tragaban desde Letterman hasta Barrio Sésamo, el pitido del ventilador del techo, del microondas, de los detectores de humo y el zumbido del frigorífico. Pitaban los ordenadores en el trabajo, pitaban los teléfonos móviles y los ordenadores portátiles; de la cocina y de la sala de estar llegaban pitidos y sonaba un constante bip-bip-bip que venía de la calle de abajo, y de la comisaría, más al sur, y de los inquilinos de Faneuil Heights y East Bucky.
Todo pitaba, en esos días. Todo era rápido, fluido y diseñado para estar en movimiento. Toda la humanidad iba de un lado a otro, al ritmo del mundo y creciendo con él.
¿Cuándo empezó a suceder todo esto, joder?
En realidad, era lo único que deseaba saber. ¿Cuándo había empezado a acelerarse el ritmo ya dejarle con los ojos clavados en la espalda de los demás?
Cerró los ojos.
Cuando Lauren se marchó.
Fue entonces.
Brendan Harris miró el teléfono y deseó que sonara. Miró el reloj. Dos horas de retraso. En verdad no era una sorpresa, ya que el tiempo y Katie nunca habían tenido una relación muy buena, pero aquel día precisamente… Brendan sólo deseaba irse, ¿Dónde estaba, si no estaba en el trabajo? El plan había consistido en que ella lo llamaría desde la tienda, que iría a la Primera Comunión de su hermanastra y que luego se encontraría con él. Sin embargo, ni había ido a trabajar ni le había llamado.
Él no podía llamarla. Ésa había sido siempre una de las peores pegas de su relación desde la primera noche en que se enrollaron. Katie solía estar en uno de estos tres sitios: en casa de Bobby O'Donnell, al principio de su relación con Brendan; en el piso de la avenida Buckingham en el que se había criado junto con su padre, su madrastra y sus dos hermanastras; o en el piso de arriba, en el que vivía un montón de sus tíos locos, dos de los cuales, Nick y Val, eran famosos por sus psicosis y por la más absoluta falta de control sobre sus impulsos. Después estaba su padre, Jimmy Marcus, que odiaba profundamente a Brendan, a pesar de que ni éste ni Katie se podían imaginar por que. Sin embargo, Katie se lo había dejado muy claro, ya que a lo largo de todos aquellos años su padre le había repetido con frecuencia: «Mantente alejada de los Harris; si alguna vez traes uno a casa, te repudiare».
Según Katie, su padre solía ser un tipo bastante racional, pero una noche, con lágrimas que le llegaban hasta el pecho, dijo a Brendan:
– Cuando hablamos de ti, se vuelve como loco. Loco de verdad. Una noche había bebido, ¿vale?, quiero decir que estaba borracho, y empezó a contarme cosas de mi madre, de lo mucho que me quería y todo eso, y luego dijo: «Esos malditos Harris, Katie, son escoria».
Escoria. El sonido de la palabra se le quedó grabado a Brendan en el pecho como si se tratara de flema.
– «Mantente alejada de ellos. Es la única cosa que te pido en esta vida Katie. Por favor.»
– Entonces, ¿cómo ha podido suceder? -preguntó Brendan-. Que hayas acabado saliendo conmigo, quiero decir.
Se dio la vuelta entre sus brazos, le dedicó una triste sonrisa y le dijo.
– ¿Aun no lo sabes?
A decir verdad, Brendan no tenía ni la más remota idea. Katie lo era todo para él. Una diosa. Brendan era sólo, pues eso, Brendan.
– No, no lo sé.
– Eres amable.
– ¿De verdad?
Asintió con la cabeza y añadió:
– Veo cómo te comportas con Ray, con tu madre, con la gente normal y corriente de la calle, y eres muy amable, Brendan.
– Mucha gente es amable.
Negó con la cabeza y replicó:
– Hay mucha gente simpática, pero no es lo mismo.
Y Brendan, reflexionando sobre lo que Katie le acababa de decir, tuvo que admitir que a lo largo de toda su vida nunca había conocido a nadie a quien no le cayera bien, ni del modo que se haría en un concurso de popularidad, sino simplemente por frases del tipo «El chico ese de los Harris es muy majo». Nunca había tenido enemigos, no se había peleado desde la escuela primaria y era incapaz de recordar la última vez que alguien le había dirigido una palabra desagradable. Tal vez fuera debido a que era amable. Y a lo mejor, tal y como había dicho Katie, eso era una cualidad excepcional. O tal vez solo era la clase de persona que no hace enfadar a la gente.