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Bien, a excepción del padre de Katie. Era todo un misterio. Y no tenía sentido negar lo que era: odio.

Tan sólo hacía media hora que Brendan lo había sentido en la tienda de barrio del señor Marcus: ese odio silencioso y comedido que emanaba de Jimmy como si fuera una infección vírica. Se encogía ante él, tartamudeaba por culpa de aquel odio. Había sido incapaz de mirar a Raya los ojos durante todo el camino de vuelta por cómo le había hecho sentir aquel odio: sucio, con el pelo lleno de piojos y los dientes cubiertos de mugre. Y el hecho de que no tuviera ningún sentido, pues Brendan nunca le había hecho nada al señor Marcus, ¡qué demonios!, si apenas le conocía, no facilitaba las cosas. Cada vez que Brendan miraba a Jimmy Marcus veía a un hombre que no dejaría de cachondearse de él aunque estuviera en llamas.

Brendan no podía llamar a Katie a ninguna de las dos líneas y arriesgarse a que la persona que contestara al teléfono le pillara o solicitara una identificación de llamada, y que el señor Marcus empezara a preguntarse qué hacía Brendan Harris, el odiado, llamando a su Katie. Había estado a punto de llamarla un millón de veces, pero el mero hecho de imaginarse que el señor Marcus o Bobby O'Donnell o alguno de los psicópatas hermanos Savage pudiera contestar era suficiente para hacerle colgar el teléfono de nuevo con manos sudorosas.

Brendan no sabía a quién le tenía más miedo. El señor Marcus era un tipo normal y corriente, el propietario de la tienda a la que Brendan había ido a comprar casi toda su vida, pero había alguna cosa en él1 además del evidente odio que sentía hacia Brendan, que inquietaba a la gente, una habilidad para algo, Brendan no sabía qué era exactamente, que hacía que la gente a su alrededor bajara la voz y evitara mirarle a los ojos. Bobby O'Donnell era uno de esos tíos de los que nadie sabía muy bien cómo se ganaba la vida, pero en cualquier caso, la gente cruzaba la calle para no tener que encontrarse con él. Y por lo que se refería a los hermanos Savage, estaban a años luz de la mayoría de la gente en cuanto a lo que se entendía por comportamiento normal y aceptable. Los hermanos Savage, que eran los cabronazos más locos, descabellados e incorregibles y lunáticos que hubo jamás en las marismas; tenían una mirada muy penetrante y un temperamento tan explosivo que podría llenarse una libreta del tamaño del Antiguo Testamento con todas las cosas que les enfurecían. Su padre, un estúpido y morboso por si solo, se había encargado, junto con su delgada y bendita esposa, de traer a todos los hermanos a este mundo con sólo once meses de diferencia, como si hubieran instalado una cadena de montaje nocturna de bombas de relojería. Antes de que echaran abajo el edificio, cuando Brendan aún era un niño, los hermanos se habían criado amontonados, roñosos y coléricos en un dormitorio del tamaño de una radio japonesa, junto a las vías elevadas que solía haber sobre las marismas y que les tapaban todo el sol. El suelo del piso estaba bastante inclinado hacia el este y los trenes pasaban sin cesar por delante de la ventana de los hermanos todos los malditos días del año; aquella mierda de edificio de tres plantas temblaba tanto que muy a menudo los hermanos se caían de la cama y se despertaban por la mañana amontonados unos sobre otros. Empezaban el día de tan mal humor que parecían ratas de alcantarilla y tenían que darse de puñetazos para poder salir del montón y empezar el día.

Cuando eran niños, el mundo exterior no los consideraba como individuos aislados. Simplemente eran los Savage, una nidada, una manada, una colección de miembros, axilas, rodillas y pelos enmarañados que daban la impresión de moverse en una nube de polvo como el diablo de Tasmania. Cada vez que uno veía que la nube se le acercaba, se lucía a un lado, con la esperanza de que encontraran a otra persona a la que joder antes de que te alcanzaran, o que el remolino sencillamente pasara de largo en otra dirección, perdidos en la obsesión de sus propias psicosis obscenas.

De hecho, hasta que Brendan no había empezado a salir con Katie en secreto, ni siquiera estaba seguro de cuántos hermanos eran, y eso que se había criado en las marismas. Sin embargo, Katie se lo explicó: Nick era el mayor, y hacía seis años que se había marchado del barrio para cumplir una condena de un mínimo de diez años en Walpole; a continuación iba Val, que según Katie, era el más cariñoso; después venían Chuck, Kevin, Al (al que solían confundir con Val), Gerard, que acababa de salir de Walpole y, en último lugar, Scott, el benjamín de la familia y el favorito de su madre cuando ésta vivía; además, era el único que tenía estudios universitarios y que no vivía con sus hermanos en los pisos primero y tercero de aquel edificio que tomaron tras amenazar a los antiguos inquilinos, que se marcharon a otro estado.

– Ya se que tienen muy mala fama- le había dicho Katie a Brendan pero son unos chicos muy majos, Bueno, excepto Scott, que es bastante mas reservado.

Scott. El «normal»,

Brendan miró su reloj de nuevo y después el despertador que tenía junto a la cama. Se quedó contemplando el teléfono.

Observó la cama en la que tan sólo hacía una noche que se había quedado dormido con los ojos puestos en la nuca de Katie, contando los hermosos mechones de pelo rubio, rodeándole la cadera con el brazo, mientras que la palma de la mano descansaba en su cálido abdomen, el olor de su pelo, el perfume y unas gotas de sudor en las ventanas de la nariz.

Miró otra vez el teléfono.

«¡Llama, maldita sea! ¡Llama!»

Un par de niños encontraron el coche. Avisaron a la policía y al niño que se puso al aparato parecía faltarle la respiración, como si fuera a perder el conocimiento a medida que las palabras le salían de la boca:

– Hay un coche con sangre y, eh, la puerta está abierta y, eh…

Le interrumpió la operadora.

– ¿Dónde se encuentra el coche?

– En las marismas -respondió el chico-. Cerca del Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos.

– ¿En qué calle?

– En la calle Sydney -soltó el chaval por teléfono-. Está lleno de sangre y la puerta está abierta.

– ¿Cómo te llamas, hijo?

– Quiere saber el nombre de la víctima -le dijo el niño a su amigo-. Además, me ha llamado «hijo».

– ¡Hijo! -exclamó la operadora-. Lo que te he preguntado es tu nombre.

– ¡Tío, larguémonos de aquí! -gritó-. ¡Buena suerte!

El chico colgó el teléfono y la operadora vio por la pantalla del ordenador que la llamada se había realizado desde una cabina que estaba en la esquina de las calles Kilmer y Nauset, en los edificios de East Bucky, a unos ochocientos metros de distancia de la entrada por la calle Sydney del Penitentiary Park. Pasó la información al Departamento de Comunicados, que envió una unidad a la calle Sydney.

Uno de los policías llamo de nuevo y pidió mas unidades, «algún especialista para examinar el lugar del crimen y… ah, si, quizá querréis enviar a uno o dos agentes del Departamento de Homicidios o alguien parecido; es sólo una idea».

– ¿Han encontrado algún cadáver, unidad treinta y tres? Cambio,

– Negativo.

– Treinta y tres, si no han encontrado ningún cuerpo, ¿por qué solicita que mandemos a alguien del Departamento de Homicidios? Cambio.

– Por el aspecto del coche, creo que no tardaremos mucho en encontrar uno por aquí cerca.

Sean empezó su primer día de trabajo aparcando el coche en Crescent y rodeando los caballetes azules que había en el cruce de la calle Sydney. Los caballetes llevaban la marca del Departamento de Policía de Boston, ya que habían sido los primeros en llegar al lugar del crimen, pero según lo que había oído por la emisora de la policía mientras se dirigía hacia allí, supuso que el caso debía de pertenecer al Departamento de Homicidios del Estado; es decir, al suyo.