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– Oiga -exclamó Whitey-, son nuevos. Les podría dar una oportunidad.

– No son los únicos novatos de los que me tengo que encargar.

Sean dejó pasar a la mujer y le preguntó:

– ¿Ha encontrado algo que pudiera identificarla aparte de los papeles del coche?

– Si. La cartera estaba bajo el asiento y el carné de conducir está a nombre de Katherine Marcus. Había una mochila detrás del asiento del pasajero. En este momento, Billy está examinando el contenido.

Sean miró por encima del capó para ver al tipo que ella acababa de señalar con la cabeza. Estaba de rodillas frente al coche, y con una mochila de color oscuro ante él.

– ¿Cuántos años tenía según la documentación?

– Diecinueve, sargento.

– Diecinueve -repitió Whitey a Sean-. ¿Y conoces al padre? ¡Joder le va a tocar sufrir mucho y es probable que el pobre desgraciado aun no tenga ni idea de lo que ha pasado!

Sean volvió la cabeza y observó cómo el pájaro solitario y estridente se dirigía de nuevo hacia el canal, chirriando, a medida que un intenso rayo de sol se abría camino entre las nubes. Sean sintió que aquel chirrido se adentraba por su canal auditivo y le llegaba hasta el mismísimo cerebro; durante un momento, se sumergió en el recuerdo de la extrema soledad que había observado en el rostro del Jimmy Marcus de once años el día en que estuvieron a punto de robar un coche. Sean era capaz de sentirlo de nuevo, de pie junto a los matorrales que conducían al Penitentiary Park, como si aquellos veinticinco años hubieran transcurrido con la misma rapidez que un anuncio televisivo; volvía a sentir la soledad exhausta, irritable e implorante que Jimmy Marcus había ido acumulando como la pulpa extraída de un árbol marchito. Para librarse de ese sentimiento pensó en Lauren, la Lauren de pelo largo y rojizo y con olor a mar que había marinado su sueño matinal. Pensó en aquella Lauren y deseó volver a adentrarse en el túnel del sueño, embriagarse con él y desaparecer.

7. EN LA SANGRE

Nadine Marcus, la hija más joven de Jimmy y Annabeth, recibió el Sagrado Sacramento de la Comunión por primera vez el domingo por la mañana en la parroquia de Santa Cecilia de los edificios de East Bucky. Llevaba las manos juntas desde las muñecas hasta la punta de los dedos; el velo y el vestido blanco le hacían parecer una novia pequeña o un ángel de nieve. Se dirigía en procesión hacia al altar con otros cuarenta niños, deslizándose, mientras que los demás avanzaban con pasos vacilantes.

Ésa era, como mínimo, la impresión que tenía Jimmy. Aunque él habría sido el primero en admitir que no era imparcial con sus hijos, también estaba casi seguro de que tenía razón. En los tiempos que corrían, la mayoría de los chiquillos hablaban o chillaban cuando les daba la gana, decían palabrotas delante de sus padres, pedían esto y lo de más allá, no mostraban el más mínimo respeto por los adultos, y tenían esos ojos algo febriles y vidriosos de los adictos que pasan demasiadas horas ante el televisor, ante la pantalla del ordenador, o ambas cosas. A Jimmy le recordaban las bolas plateadas de la máquina del millón, que van len tas unas veces, pero que otras no paran de dar golpes, haciendo sonar las campanillas y yendo de derecha a izquierda velozmente. Cada vez que pedían algo, se lo daban. Si no era así, lo pedían en voz alta. Si la respuesta seguía siendo un no vacilante, entonces gritaban. Y sus padres, que al fin y al cabo, según Jimmy, eran todos unos pusilánimes, acababan por ceder a sus deseos.

.Jimmy y Annabeth adoraban a sus hijas. Se esforzaban mucho para que fueran niñas felices, alegres y para que comprendieran lo mucho que las amaban. Pero había una frontera muy fina que separaba esa actitud de la tomadura de pelo; por lo tanto, Jimmy se aseguraba de que sus hijas supieran con exactitud dónde estaba aquella frontera.

Tal y como estaban haciendo en aquel momento dos pequeños gilipollas que pasaban en procesión junto al banco de Jimmy: dos chicos que se iban dando empujones y que se reían en voz alta, sin hacer caso de las monjas que les mandaban callar, y haciendo el payaso delante de la multitud; aunque parezca mentira, algunos adultos les sonreían. ¡Por amor de Dios! En la época de Jimmy, los padres habrían ido hacia ellos, y levantándoles del suelo por los pelos, les habrían dado un azote en el culo, para susurrarles al oído que aquello no había acabado ahí antes de volver a dejarlos en el suelo.

Jimmy, que había odiado a su viejo a más no poder, sabía que los métodos de antes eran injustos, de eso no había ninguna duda, joder, pero tenía que haber una solución intermedia que la mayoría de la gente pasaba por alto. Un terreno neutral en el que el niño supiera que los padres le amaban, pero que los jefes y las normas tenían razón de ser, que un no significaba realmente «no» y que el hecho de ser una monada no implicaba que tuvieras derecho a todo.

Estaba claro que aunque uno transmitiese todos esos valores y educase a un buen chaval, te seguiría dando muchos disgustos. Tal y como estaba haciendo Katie. No tan sólo no apareció por la tienda, sino que además parecía que tampoco iba a presentarse a la Primera Comunión de su hermanastra pequeña. ¿En qué demonios estaría pensando? Seguramente en nada, ése era el problema.

Al darse la vuelta para contemplar cómo Nadine avanzaba por el pasillo Jimmy se sintió tan orgulloso de ella que, por un momento, se olvidó de la ira (y sí, de la leve preocupación y de la pequeña aunque constante inquietud) que sentía por Katie; sin embargo, sabía que volvería de nuevo. La Primera Comunión era un acontecimiento muy especial en la vida de un niño católico, era un día para ir bien vestido, para dejarse adorar y adular, y para que le llevaran a Chuck E. Cheese después de la ceremonia, y Jimmy creía que debía festejar los acontecimientos importantes de la vida de sus hijos y hacer que fueran radiantes y memorables. Por eso estaba tan cabreado con Katie por no haberse presentado. Tenia diecinueve años, de acuerdo, y con toda probabilidad el mundo de sus hermanastras pequeñas no era nada en comparación con los modelitos, los chicos y poder colarse en bares en los que hacían la vista gorda con los menores de edad. Jimmy comprendía todo eso y no solía reñirle por ello, pero faltar a un evento tan importante, especialmente después de todo lo que Jimmy había hecho cuando Katie era más joven para celebrar los momentos importantes de la vida de su hija mayor, no tenía excusa.

Sintió que la indignación crecía de nuevo y supo que tan pronto como la viera tendrían otro de sus «debates», tal y como los calificaba Annabeth, y que en los dos últimos años se habían convertido en algo habitual.

Fuera lo que fuere, al diablo con ello.

Porque allí llegaba Nadine, y se acercaba al banco de Jimmy. Annabeth le había hecho prometer a la niña que no miraría a su padre cuando pasara delante de él, con el fin de no estropear la seriedad del sacramento con algún gesto atolondrado o infantil, pero Nadine le echó una mirada de todos modos, rápida y suficiente para que Jimmy supiera que se arriesgaba a hacer enfadar a su madre sólo para demostrarle el amor que sentía hacia él. No se vanaglorió delante de su abuelo, Theo, ni delante de los seis tíos que llenaban el banco que había detrás del de Jimmy, y éste la respetó por ello: se acercaba a la frontera, pero no la había cruzado. Le miró por el rabillo del ojo izquierdo y Jimmy, que le siguió la mirada por debajo del velo, le dedicó un saludo con tres dedos a la altura de la hebilla del cinturón y pronunció un «hola» amplio y silencioso.

Nadine soltó una sonrisa tan blanca que ni el velo, ni el vestido, ni los zapatos podían igualar; Jimmy sintió que le hacía estallar el corazón, los ojos y las rodillas. Las mujeres de su vida, Annabeth, Katie, Nadine y su hermana Sara, podían hacerle sentir así con cualquier pretexto; con tan sólo una sonrisa o una mirada podían conseguir que le temblaran las piernas y que se sintiera débil.