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Nadine bajó los ojos y arrugó su pequeño rostro para ocultar la sonrisa, pero Annabeth consiguió verla de todos modos. Le dio un codazo a Jimmy entre las costillas y la cadera izquierda. Se volvió hacia ella, notando cómo enrojecía.

– ¿Qué? -preguntó.

Annabeth le lanzó una mirada que indicaba que tendría que vérselas con ella cuando volvieran a casa. Después miró hacia delante, con los labios apretados, pero una ligera sonrisa en las comisuras.

Jimmy sabía que tan pronto como dijera «¿algún problema?» con su voz de niño inocente característica, Annabeth empezaría a morirse de risa por mucho que le pesara, porque había algo en las iglesias que hacia que uno tuviera ganas de reírse, y ése siempre había sido uno de los grandes dones de Jimmy: tenía la habilidad de hacer reír a las señoras, pasara lo que pasare.

Sin embargo, después de aquello estuvo un rato sin mirar a Annabeth: simplemente siguió la misa y los ritos sacramentales a medida que cada uno de los niños iba recibiendo por primera vez la hostia en las manos ahuecadas. Había enrollado el folleto del programa que humedeció por el sudor de la palma de la mano, mientras lo usaba para darse suaves golpes en la pantorrilla. Observó cómo Nadine alzaba la hostia de la mano y se la llevaba a la lengua, y luego se santiguaba, con la cabeza baja; Annabeth se inclinó hacia él y le susurró al oído:

– ¡Nuestra niña! ¡Dios mío, Jimmy, nuestra niña!

Jimmy la rodeó con el brazo y la estrechó hacia él, deseando poder retener ciertos momentos de la vida como si fueran fotos instantáneas y seguir disfrutándolos, sin interrupción, hasta que uno estuviera preparado para abandonarlos, sin importar las horas o los días que uno hubiera pasado gozando de ellos. Volvió la cabeza y besó a Annabeth en la mejilla; ésta se le acercó un poco más y ambos, sin apartar los ojos de Nadine, contemplaron el ángel sublime que tenían por hija.

El tipo con la espada de samurái se hallaba de pie junto a la entrada del parque, de espaldas al Pen Channel; tenía un pie levantado del suelo y con el otro iba dando vueltas poco a poco, a la vez que sostenía la espada con un extraño ángulo por detrás de la coronilla. Sean, Whitey, Souza y Connolly se le fueron acercando despacio, mirándose entre ellos como diciendo «¿qué coño está haciendo?». El tipo continuó con sus lentos giros, sin prestar atención a los cuatro hombres que se le iban aproximando a medida que bordeaban el parque. Se pasó la espada por encima de la cabeza y empezó a blandirla a la altura del pecho. En ese momento debían de encontrarse a unos seis metros de distancia y el tipo, que había dado un giro de I80 grados, estaba de espaldas a ellos. Sean vio que Connolly se llevaba la mano a la cadera derecha, que desabrochaba la hebilla de la funda de su pistola y que dejaba la mano apoyada en la culata de su Glock.

Antes de que todo aquello se complicase más, o que alguien resultara herido, o que el tipo les hiciera el haraquiri, Sean se aclaró la voz y dijo:

– Disculpe, señor. ¿Señor?

El tipo inclinó ligeramente la cabeza, como si hubiera oído a Sean, pero siguió con sus giros deliberados, que cada vez eran más rápidos y más cercanos.

– Señor, debería dejar el arma en el suelo.

El tipo apoyó el pie en el suelo y se dio la vuelta para mirarles, con los ojos abiertos de asombro al contemplar cada una de ellas (una, dos, tres, cuatro pistolas), y alargó el brazo con el que sostenía la espada, o para señalarles o para entregársela; Sean no lo acababa de tener claro.

– ¿Está sordo, joder? ¡Al suelo! -le ordenó Connolly.

– ¡Sssh! -exclamó Sean, y se detuvo.

Debían de estar a unos tres metros del tipo; empezó a pensar en los rastros de sangre que habían encontrado por el camino unos cincuenta metros atrás, sabiendo todos ellos lo que esos rastros implicaban, para encontrarse con un Bruce Lee que blandía una espada del tamaño de una avioneta. Dejando aparte que Bruce Lee era asiático, mientras que no había ninguna duda de que aquel tipo era blanco; parecía joven, debía de tener unos veinticinco años, y tenía el pelo negro y rizado, iba afeitado y llevaba una camiseta blanca por dentro de unos pantalones vaqueros color gris.

Se había quedado congelado y Sean estaba casi seguro de que les seguía apuntando con la espada paralizado por el miedo; era probable que el cerebro se le habría quedado agarrotado y que fuera incapaz de darle instrucciones al cuerpo.

– Señor -dijo Sean, con un tono de voz severo para conseguir que el tipo le mirara a los ojos-. Hágame un favor, ¿de acuerdo? Deje la espada en el suelo. Solo tiene que abrir la mano y dejarla caer.

– ¿Quién coño son?

– Somos agentes de la policía -Whitey Powers le enseñó la placa-. ¿Lo ve? confíe en mí, señor, y suelte esa espada.

– Sí, sí, claro -contestó el tipo y nada más soltarla golpeó el césped con un ruido sordo.

Sean se percató de que Connolly empezaba a moverse a su izquierda, dispuesto a precipitarse hacia el tipo, y extendiendo la mano y sin apartar la mirada de él, le preguntó:

– ¿Cómo te llamas?

– ¿Eh? Kent.

– ¿Qué tal, Kent? Soy Devine, policía estatal. Desearía que dieras dos pasos atrás y te alejaras del arma.

– ¿Del arma?

– De la espada, Kent. Haz dos pasos atrás. ¿Cómo te apellidas?

– Brewer -respondió, y se echó hacia atrás, con las palmas de la mano hacia arriba y extendidas como si estuviera convencido de que en cualquier momento iban a sacar las cuatro Glocks a la vez y le iban a disparar.

Sean sonrió, le hizo un gesto de asentimiento a Whitey, y preguntó:

– ¡Eh, Kent! ¿Qué es lo que estabas haciendo? A mí me pareció alguna clase de ballet -se encogió de hombros-. Sí, claro, con una espada, pero…

Kent vio que Whitey se agachaba junto a la espada y que la cogía con suavidad por la empuñadura con un pañuelo.

– Kendo.

– ¿Y eso qué es, Kent?

– Kendo -repitió Kent-. Es un arte marcial. Voy a clases los martes y los jueves y practico por las mañanas. Sólo estaba practicando. Eso es todo.

Connolly soltó un suspiro.

Souza miró a Connolly y le dijo:

– ¿Te quieres quedar conmigo?

Whitey extendió la espada para que Sean viera el filo. Estaba engrasado, resplandeciente y tan limpio que podría haber salido de fábrica.

– ¡Mira! -Whitey deslizó el filo por encima de la palma de su mano-. He tenido cucharas más afiladas.

– Nunca la he hecho afilar -declaró Kent.

Sean, que volvió a sentir en el cráneo el pájaro estridente, le preguntó:

– ¿Kent, cuánto tiempo llevas aquí?

Kent observó el aparcamiento que había a unos cien metros detrás de ellos y respondió:

– Unos quince minutos, como mucho. ¿De qué va todo esto?

Por el tono de voz se notaba que iba recuperando la confianza y que estaba un poco indignado-. Practicar kendo en un parque público no es ilegal, ¿verdad, agente?

– No. Sin embargo, estamos haciendo todo lo posible para que lo sea -contestó Whitey-. Y haz el favor de llamarme «sargento», Kent.

– ¿Puede justificar dónde se encontraba ayer por la noche y esta madrugada? -le preguntó Sean.

Kent parecía nervioso de nuevo, como si se esforzara por comprender, y contenía la respiración. Cerró los ojos un momento, expulsó aire y contestó:

– Sí, sí, ayer por la noche estaba… estaba en una fiesta con unos amigos. Regresé a casa con mi novia y nos fuimos a dormir a eso de las tres de la madrugada. Esta mañana he tomado café con ella y después he venido aquí.

Sean se pellizcó la nariz, asintió con la cabeza y añadió:

– Vamos a confiscarte la espada, Kent, y no estaría de más que fueras al cuartelillo con uno de los agentes y respondieras a unas preguntas.