– ¿ Al cuartelillo?
– A la comisaría de policía -aclaró Sean-. Lo que pasa es que nosotros la llamamos de otra manera.
– ¿Por qué?
– Kent, ¿estás de acuerdo en ir allí con uno de los agentes?
– Sí, sí, claro.
Sean miró a Whitey y éste hizo una mueca. Sabían que Kent estaba demasiado asustado para decir algo que no fuera la verdad, y sabían que los forenses no encontrarían nada sospechoso en la espada, pero tenían que examinar todas las posibilidades y redactar un informe de seguimiento hasta que el papeleo sobre sus escritorios se asemejara a un desfile de carrozas.
– Voy a obtener el cinturón negro -declaró Kent.
Se dieron la vuelta, le miraron y dijeron:
– ¿Qué?
– El sábado -añadió Kent, con la cara brillante por las gotas de sudor. He tardado tres años en conseguirlo; ésa es la razón por la que he venido aquí esta mañana: para asegurarme de que estaba en plena forma.
– ¡Aja! ·-exclamó Sean.
– ¡Eh, Kent! – dijo Whitey, y Kent le sonrió- No lo digo por nada, pero ¿a quien coño le importa?
Cuando llegó el momento en que Nadine y los demás niños empezaron a salir en tropel por la puerta trasera de la iglesia, Jimmy estaba más preocupado que cabreado con Katie. Aunque le gustara salir por la noche e ir con chicos que él no conocía, Katie no era el tipo de persona que tuviera por costumbre dejar plantadas a sus hermanastras. Ellas la adoraban y ella, a su vez, las idolatraba: las llevaba al cine, a patinar y a comer helados. Últimamente las había estado animando a que fueran al desfile del domingo siguiente y se comportaba como si el Día de Buckingham fuera una fiesta estatal como San Patricio y las navidades. El miércoles por la noche había regresado temprano a casa y se las había llevado al piso de arriba para que eligieran lo que se iban a poner; hicieron una especie de ensayo; ella se sentó en la cama y las chicas entraban y salían de la habitación como si fueran modelos en una pasarela; además, le hacían preguntas sobre el pelo, los ojos y la forma de andar. Por supuesto, la habitación que compartían las dos chicas se convirtió en un ciclón de ropa descartada, pero a Jimmy no le importaba, ya que Katie estaba ayudando a las chicas a celebrar un acontecimiento; en cierta manera estaba usando los trucos que él mismo le había enseñado para conseguir que la cosa más insignificante se convirtiera en algo importante y único.
Entonces, ¿por qué no había asistido a la Primera Comunión de Nadine?
Tal vez se hubiera liado con alguien dotado de dimensiones legendarias. O quizá hubiera conocido de verdad a un tipo con pinta de estrella de cine y con actitud condescendiente. O a lo mejor tan sólo se le había olvidado.
Jimmy se levantó del banco de la iglesia y echó a andar por el pasillo con Annabeth y Sara; Annabeth le apretaba la mano y adivinaba qué había detrás de aquella mandíbula tensa y de la mirada distante.
– Estoy segura de que se encuentra bien. Es probable que tenga resaca, pero no hay duda de que está bien.
Jimmy sonrió, asintió con la cabeza y le devolvió el apretón de manos. Annabeth, con su habilidad de ver a través de él, con sus oportunos apretones de manos y con su tierno pragmatismo era la base, sencilla y simple, en que se apoya ha.Jimmy. Él la consideraba esposa, madre, la mejor amiga, hermana, amante y consejera. Jimmy tenía la certeza de que sin ella habría acabado volviendo a Deer Island, o mucho peor, a alguna cárcel de máxima seguridad como las de Nolfolk o Cedar Junction, cumpliendo duras condenas mientras se le pudrían los dientes.
Conoció a Annabeth un año después de que le soltaran y cuando aún le quedaban dos años de libertad condicional; para entonces, su relación con Katie había empezado a cuajar, y a gran velocidad. Parecía haberse acostumbrado a que él estuviera en casa cada día; se mostraba cautelosa y tranquila, pero cariñosa, y Jimmy se había habituado a estar siempre agotado, cansado de trabajar diez horas al día y de ir corriendo por toda la ciudad para recoger a Katie o dejarla en casa de su madre, en la escuela o en la guardería. Estaba cansado y asustado; ésas eran las dos constantes de su vida por aquel entonces, y después de un tiempo daba por hecho que siempre lo serían. Ya se despertaba con miedo: miedo de que Katie se hubiera dado la vuelta en la cama y se ahogara a medianoche, miedo a que la economía continuara en esa época de recesión y llegara a perder el empleo, miedo a que Katie se cayera de los columpios del colegio en la hora del patio, miedo;l que ella necesitara algo que él no pudiera darle, miedo a que aquella vida de constante miedo, amor y cansancio nunca acabase.
Jimmy llevaba consigo ese cansancio el día que entró en la iglesia para asistir a la boda de uno de los hermanos de Annabeth, Val Savage y de Terese Hickey; tanto el novio como la novia eran feos, bajitos y tenían mal carácter. Jimmy se los imaginaba con cachorros en vez de hijos, criando un montón de bolas indistinguibles, llenas de rabia y con la nariz chata, que rebotarían arriba y abajo de la avenida Buckingham durante el resto de sus vidas, incendiando todo lo que se interpusiera en su camino. Val había sido empleado de Jimmy en la época en que este había tenido empleados, y Val le estaba agradecido por haber aceptado una baja de dos años y una suspensión de empleo de tres años en nombre de toda la plantilla, cuando todo el mundo sabía que Jimmy podría haber hecho reducción de personal y haberse evitado algunos problemas. Val, que era un hombre de constitución pequeña y con un cerebro diminuto, habría idolatrado a Jimmy de modo incondicional si éste no se hubiera casado con una mujer que no sólo procedía de Puerto Rico, sino que además vivía en otro barrio.
Después de la muerte de Marita, los vecinos rumoreaban: «Bien, ¿qué esperaban? Eso es lo que sucede cuando uno va en contra de la naturaleza de las cosas. Sin embargo, Katie sí que será una belleza; las mestizas siempre lo son».
Cuando Jimmy salió de Deer Island, le llovieron las ofertas. Jimmy era un profesional; era uno de los mejores ladrones que había salido de un barrio que tenía una lista de ladrones digna de estar en el Hall of Fame [1]. Incluso cuando Jimmy les decía: «No, gracias, es que desearía vivir dentro de la ley, por la niña, saben…», la gente asentía con la cabeza y sonreía, ya que sabían que volvería a ellos tan pronto como las cosas se pusieran difíciles y tuviera que escoger entre pagar el coche o comprar un regalo de navidades a Katie.
Sin embargo, las cosas no fueron así. Jimmy Marcus, un genio del allanamiento de morada, que había dirigido su propia banda de hombres antes de alcanzar la edad legal para beber, el hombre que estaba detrás del robo a mano armada de Keldar Technics y de un montón de robos más, fue tan recto que llegó un momento en que la gente se creía que se mofaba de ellos. Incluso circulaban rumores de que Jimmy había empezado a hablar con Al DeMarco para comprarle la tienda, permitiendo que el viejo se retirara como propietario oficial y dándole un montón de dinero que, según se suponía, Jimmy había guardado del robo de Keldar. Jimmy de tendero, con un delantal… «Sí, sí, seguro», decían.
Durante la recepción que Val y Terese hicieron en el Knights of Columbus [2] de Dunboy, Jimmy sacó a bailar a Annabeth y todo el mundo lo vio de inmediato: cómo se movían al ritmo de la música, cómo inclinaban la cabeza mientras se miraban fijamente a los ojos, valientes como toros, la dulzura con la que le acariciaba la espalda con la palma de la mano y cómo Annabeth se apoyaba en ella. Alguien comentó que se conocían desde que eran niños, aunque él era un poco mayor que ella. Tal vez ese sentimiento siempre había estado allí, esperando a que la portorriqueña se fuera o que Dios la mandara a buscar.
Habían bailado al son de una canción de Rickie Lee Jones, que por alguna razón que Jimmy desconocía, tenía unas frases que siempre le llegaban a lo más hondo: «Bien, adiós, chicos / Oh, mis amigos I Oh, mis Sinatras de ojos tristes…». Se la cantó a Annabeth mientras se balanceaban, relajado y cómodo por primera vez después de muchos años; también le cantó el estribillo acompañando el susurro triste de Rickie: «Ha pasado tanto tiempo, avenida solitaria…», sonriéndole a aquellos ojos verdes transparentes; ella también le sonreía, de una forma dulce y reservada que le había hecho estallar el corazón; los dos se comportaban como si ya hubieran bailado juntos un centenar de veces, a pesar de que era el primer baile.