Fueron los últimos en marcharse. Se sentaron en el amplio porche de la entrada, bebieron cervezas sin alcohol y fumaron, y saludaron a los otros invitados a medida que éstos se dirigían hacia sus coches. Permanecieron allí fuera hasta que la noche de verano empezó a refrescar y Jimmy le puso la chaqueta por encima de los hombros. Le explicó cosas sobre la cárcel y Katie, sobre los sueños de Marita de tener cortinas color naranja; ella, a su vez, le contó cómo había sido su infancia, creciendo en una casa llena de hermanos maníacos, los detalles de su único baile de invierno en Nueva York antes de darse cuenta de que no era lo suficientemente buena para estudiar en la escuela de enfermería.
Cuando los responsables del Knights of Columbus les hicieron abandonar el porche, fueron paseando hasta su casa y llegaron justo en el momento en que Val y Terese tenían la primera discusión de casados. Cogieron un paquete de seis cervezas del frigorífico de Val y se marcharon; se encaminaron poco a poco hacia la oscuridad del autocine Hurley y, sentándose junto al canal, escucharon su triste chapaleteo. Hacía ya cuatro años que habían cerrado el cine, y cada mañana se dirigían hacia allí pequeñas excavadoras amarillas y camiones de escombros del Departamento de Parques y Jardines y del Departamento de Transporte, y convertían toda la zona que había alrededor del Pen Channel en una explosión de suciedad y de trozos de cemento. Se rumoreaba que iban hacer un parque, pero en aquel momento tan sólo era un autocine destrozado y la pantalla aún aparecía blanca por detrás de las enormes pilas de escombros color pardo y de montañas negras y grises de restos de asfalto.
– Dicen que uno lo lleva en la sangre -espetó Annabeth.
– ¿El que?
– El hecho de robar, de cometer delitos…-se encogió de hombros- Ya sabes a lo que me refiero.
Jimmy le dedicó una sonrisa desde detrás de la botella de cerveza y tomó un trago.
– ¿Estás de acuerdo? -le preguntó.
– No sé -ahora le tocó a él encogerse de hombros-. Tengo muchas cosas en la sangre, pero eso no quiere decir que tengan que salir a la luz.
– No te estoy juzgando, créeme.
Tanto su rostro como su voz eran del todo ilegibles y él se preguntaba qué deseaba que le dijera: ¿Que aún seguía con ese estilo de vida? ¿Que ya lo había dejado? ¿Que la haría rica? ¿Que nunca jamás volvería a perpetrar un delito?
Desde lejos, Annabeth tenía un rostro tranquilo y poco expresivo, pero cuando uno la miraba de cerca, veía muchas cosas que no llegaba a comprender, y tenía la sensación de que la mente le iba a toda velocidad y que no la dejaba descansar.
– Lo que quiero decir es que… El baile lo lleva uno en la sangre, ¿no es verdad?
– No lo sé. Supongo que sí.
– Sin embargo, ahora que te han dicho que ya no puedes seguir haciéndolo, lo has dejado, ¿no es así? Es posible que duela, pero te has enfrentado con el problema.
– Bien…
– De acuerdo -dijo, y sacó un cigarrillo del paquete que estaba entre ellos encima del banco de piedra-. Sí, era muy bueno en lo que hacía, Pero tuve problemas, mi mujer se murió y eso jodió la vida de mi hija -se encendió el cigarrillo y espiró profundamente mientras intentaba explicárselo del mismo modo que se lo había dicho a sí mismo un centenar de veces-: No pienso volver a joder la vida de mi hija, ¿entiendes Annabeth? No soportaría que yo tuviera que pasar dos años más en la cárcel. Mi madre no está bien de salud. Si ella muriera mientras yo estuviera encerrado, se llevarían a mi hija, estaría bajo tutela del estado y acabarían llevándola a algún centro tipo Deer Island para niños. No podría soportarlo, así de simple. Esté o no en la sangre, o cualquiera que sea el motivo, joder, te aseguro que no tengo ninguna intención de meterme en líos.
Jimmy le sostuvo la mirada mientras ella le examinaba el rostro. Sabía que buscaba algún defecto en su explicación, algún tufillo o mentira, y él esperaba haber conseguido que el discurso fuera coherente. Se lo había estado pensando durante suficiente tiempo, preparándose para un momento como aquel. Y en realidad casi todo lo que había dicho era verdad. Lo único que había omitido era una cosa que se había prometido a sí mismo que nunca contaría a nadie, no importara quien fuera. Así pues, la miró a los ojos, esperó a que ella tomara una decisión, intentando apartar las imágenes de aquella noche junto al río Mystic (un tipo de rodillas, con la saliva goteándole barbilla abajo, el sonido chirriante de sus súplicas), imágenes que seguían intentando taladrarle la cabeza como si fueran brocas.
Annabeth cogió un cigarrillo. Él se lo encendió y ella confesó:
– Estuve loca por ti, ¿lo sabías?
Jimmy mantuvo la cabeza erguida, la mirada tranquila, a pesar de que la sensación de alivio que le recorrió el cuerpo era propia de un avión a reacción. Sólo le había dicho media verdad. Si las cosas salían bien con Annabeth, ya no tendría que volver a repetirlo.
– ¡No puede ser! ¿Por mí?
Asintió con la cabeza y añadió:
– ¿Te acuerdas de cuando pasabas por casa a ver a Val? ¡Dios mío! ¿Cuántos años debería de tener…? ¿catorce, quince? ¡Jimmy, ni te lo creerías! Sólo con oír tu voz en la cocina, ya me ponía a temblar.
– ¡Joder! -le tocó el brazo-. Pero ahora no estás temblando.
– Sí que lo estoy, Jimmy. Sin ninguna duda.
Y Jimmy sintió cómo el episodio del Mystic se alejaba de nuevo, se desvanecía entre las sucias profundidades del canal, desaparecía y se instalaba en la distancia, allí donde debía estar.
Cuando Sean regresó al sendero del parque, la experta de la Policía Científica estaba allí. Whitey Powers ordenó por radio a todas las unidades que se encontraban por allí que hicieran una barrida policial y que detuvieran a todos los vagabundos del parque; después se agachó junto a Sean y la experta.
– El rastro de sangre va hacia allí -declaró la experta, señalando hacia el interior del parque.
El sendero pasaba por encima de un pequeño puente de madera y luego se desviaba y bajaba hacia una zona muy arbolada del parque, que rodeaba el antiguo autocine que había en uno de los extremos del lugar.
– Allí hay más -señaló con el bolígrafo; Sean y Whitey se dieron la vuelta y vieron pequeñas gotas de sangre encima de la hierba al otro lado del sendero y junto al pequeño puente de madera; las hojas de un gran arce habían impedido que la lluvia de la noche anterior borrara los rastros de sangre-. Creo que huyó en dirección a ese barranco.
Se oyó un pitido procedente de la radio de Withey; éste se la llevó a los labios y respondió:
– Powers.
– Sargento, necesitamos su presencia en el jardín.
– Voy hacia allí.
Sean observó cómo Whitey andaba a toda velocidad por el sendero y luego se dirigía hacia el jardín vallado que había junto a la siguiente curva. El dobladillo de la camiseta de hockey de su hijo le ondeaba en la cintura.
Sean se puso en pie, contempló el parque y se percató de lo grande que era: notó cada arbusto, cada montículo y toda aquella agua. Volvió a contemplar el puentecillo de madera que conducía a un pequeño barranco en el que el agua era el doble de oscura y dos veces más contaminada que la del canal. Al estar revestido de una capa permanente de grasa, estaba plagado de mosquitos en verano. Sean divisó una mancha roja en los árboles delgados y verdosos que crecían a lo largo del borde del barranco y se dirigió hacia allí; de repente, la experta de la Policía Científica, que estaba junto a él, también la vio.