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– ¿Cómo se llama? -le preguntó Sean.

– Karen -respondió-. Karen Hughes.

Sean le estrechó la mano y, mientras cruzaban el sendero, ninguno de los dos apartó la mirada de la mancha roja; ni siquiera se dieron cuenta de que Whitey Powers se acercaba hasta que éste estuvo casi encima de ellos, corriendo y sin aliento.

– Hemos encontrado un zapato -declaró Whitey.

– ¿Dónde?

Whitey señaló un poco más allá del sendero, allí donde empezaba a bordear el jardín vallado.

– En el jardín. Es un zapato de mujer del número treinta y siete

– ¡No lo toquen! -les ordenó Karen Hughes.

– ¡Bah! -exclamó Whitey.

Karen lo miró con desaprobación, tenía una mirada glacial que podía hacer que se te encogiera el cuerpo.

– Lo siento, Solo he dicho «bah», señora,

Sean se volvió hacia los árboles y la mancha de sangre ya no era una mancha, sino un trozo rasgado de tela en forma de triángulo que colgaba de una fina rama a la altura del hombro. Los tres se quedaron inmóviles allí delante hasta que Karen Hughes dio un paso atrás e hizo unas cuantas fotografías desde cuatro ángulos diferentes; después revolvió el bolso en busca de algo.

Sean estaba casi seguro de que era nailon; con toda probabilidad era un trozo de chaqueta manchado de sangre.

Karen usó unas pinzas para arrancarlo de la rama, lo miró con atención durante un minuto y luego lo dejó caer en una bolsa de plástico.

Sean se inclinó hacia delante hasta la altura de la cintura, estiró la cabeza y miró hacia el barranco. Después volvió la mirada hacia al otro lado y vio lo que podía haber sido la huella de un zapato impresa en la tierra húmeda.

Le dio un codazo a Whitey y la señaló hasta que él también la vio. Karen Hughes se fijó en ella y en un momento ya estaba sacando unas cuantas fotografías con la Nikon del departamento. Se puso en pie, cruzó el puente, bajó hasta la orilla e hizo unas cuantas fotografías más.

Whitey se puso en cuclillas, echó un vistazo debajo del puente y afirmó:

– Diría que se escondió aquí durante un rato y que cuando vio que el asesino se acercaba, se precipitó hacia el otro lado y echó a correr de nuevo.

– ¿Por qué seguiría adentrándose en el parque? -preguntó Sean-. Quiero decir, aquí está de espaldas al agua, sargento. ¿Por qué no cogió un atajo para dirigirse hacia la entrada?

– Tal vez estuviera desorientada. Estaba oscuro y le habían disparado.

Whitey se encogió de hombros y usó la radio para llamar al Departamento de Comunicados.

– Aquí el sargento Powers. Nos estamos acercando a un posible uno-ocho-siete. Vamos a necesitar todos los agentes de los que podamos disponer para hacer una barrida policial del Pen Park. Tal vez iría bien que también nos enviara unos cuantos buceadores.

– ¿Buceadores?

– Afirmativo. También necesitamos la presencia del teniente Friel y alguien de la fiscalía del distrito tan pronto como sea posible.

– El teniente ya se encuentra en camino y ya se lo hemos comunicado a la fiscalía. ¿ Corto?

– Afirmativo. Cambio.

Sean observó la huella del tacón en la tierra y se percató de que había algunas rayas a su izquierda, como si la víctima hubiera metido los dedos al subir a rastras y pasar al otro lado.

– ¿Le gustaría hacer alguna conjetura sobre lo que sucedió aquí ayer por la noche, sargento?

– Ni me atrevo a intentarlo -respondió Whitey.

Desde las escaleras de la iglesia, Jimmy apenas lograba vislumbrar el Penitentiary Channel. Era tan sólo una línea color violeta claro en el extremo más alejado del paso superior que atravesaba la autopista; el parque que lo confinaba era el único reducto de naturaleza a ese lado del canal. Jimmy observó la blanca raja de la parte superior de la pantalla del autocine, que estaba situado en el centro del parque, y que sobresalía un poco por encima del paso superior. Aún seguía ahí, mucho después de que el estado se hubiera apropiado de la tierra por cuatro duros en la subasta del Distrito II y lo cediera al Departamento de Parques y Jardines. Dicho departamento se había pasado los diez años siguientes embelleciendo el lugar, arrancando los palos que aguantaban los altavoces del autocine, nivelando el suelo y plantando césped, delimitando senderos para ciclistas y atletas a lo largo del agua, erigiendo jardines vallados, construyeron incluso un embarcadero y rampas para piragüistas, a pesar de que éstos no podrían llegar muy lejos antes de que les hicieran dar la vuelta por los dos extremos a causa de las esclusas del puerto. Sin embargo, la pantalla seguía allí, surgía por detrás del callejón sin salida que habían creado al plantar una hilera de grandes árboles que habían transportado por barco desde Carolina del Norte. En el verano, un grupo de teatro local solía interpretar a Shakespeare delante de la pantalla; la decoraban con telones medievales, brincaban de un lado al otro del escenario con espadas de papel de aluminio y no cesaban de repetir «atiende», «en verdad» y gilipolleces por el estilo. Hacía dos veranos que Jimmy había ido allí con Annabeth y las chicas. Annabeth, Nadine y Sara se habían quedado dormidas antes de que acabara el primer acto, sin embargo, Katie había permanecido despierta, inclinándose hacia delante encima de la manta, con el codo apoyado en la rodilla y la barbilla en la palma de la mano; por lo tanto, Jimmy había hecho lo mismo.

Esa noche representaron La fierecilla domada, y Jimmy fue incapaz de seguir la mayor parte de la historia. Iba sobre un tipo que abofeteaba a su prometida hasta que la hacía entrar en vereda y se convertía en una obediente y aceptable esposa. Jimmy no comprendía qué había de artístico en eso, pero se imaginó que la obra perdía mucho a causa de la adaptación. En cambio, Katie se lo pasó en grande. Se rió un montón de veces, se quedó absorta y en total silencio unas cuantas veces más, y después dijo a Jimmy que había sido «mágico».

Jimmy no comprendía nada de lo que ella le decía y Katie era incapaz de explicárselo. Sólo repetía que había sentido que la «transportaban», y durante los seis meses siguientes no paraba de repetir que se iría a vivir a Italia después de la graduación.

Jimmy, mientras contemplaba el extremo de los edificios de East Bucky desde las escaleras de la iglesia, pensó: «¡Italia, por supuesto!».

– ¡Papá, papá! -Nadine se separó de un grupo de amigos y corrió hacia Jimmy en el momento en que éste pisaba el último escalón-. ¡Papá, papá! -repitió lanzándose a toda velocidad sobre él.

Jimmy la levantó en brazos y percibió un olor intenso a almidón procedente del vestido; la besó la mejilla y exclamó:

– ¡Nena, nena!

Con el mismo movimiento que su madre solía hacer para apartarse el pelo de los ojos, Nadine usó dos dedos para apartarse el velo del rostro.

– Este vestido pica.

– Me pica a mí y ni siquiera lo llevo -protestó Jimmy.

– Si te pusieras un vestido, papá, estarías muy gracioso.

– No si me quedara tan bien como a ti.

Nadine puso los ojos en blanco, se rascó la parte inferior de la barbilla con la rígida corona del velo y le preguntó:

– ¿Te hace cosquillas?

Jimmy observó a Annabeth y a Sara por encima de la cabeza de Nadine y sintió como las tres le hacían estallar el pecho, cómo le llenaban y como le convertían en polvo a la vez.

Si un montón de balas le acribillara la espalda en ese momento, en ese preciso instante, no pasaría nada. No lo lamentaría. Era feliz, todo lo feliz que uno podía llegar a ser.