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No tenía ningún palo, pero quería uno. Deseaba hacer lo que hacía Jimmy, aunque no supiera por qué y aunque su padre le azotara en el culo con una correa por ello.

Jimmy se encogió de hombros y contestó:

– Porque era más listo que los demás. Los asustó porque sabía demasiadas cosas.

¿Demasiadas cosas? -preguntó Dave Boyle-. ¿Eso crees, Jimmy?

¿Eso crees, Jimmy? ¿Eso crees, Jimmy?

Había días en que Dave era como un loro.

Sean se preguntaba cuánto podía llegar a saber una persona sobre las golosinas y qué importancia podía tener esa información.

– ¿Qué tipo de cosas?

– Cómo dirigir mejor la fábrica -Jimmy no parecía estar muy convencido y se encogió de hombros-o Cosas, en cualquier caso. Cosas importantes.

– ¡Ah, claro!

– Cómo dirigir la fábrica. ¿Se trata de eso, Jimmy?

Jimmy siguió ahondando en el cemento. Dave Boyle encontró su propio palo, se inclinó sobre el cemento húmedo y empezó a dibujar un círculo. Jimmy frunció el entrecejo y tiró su palo a un lado. Dave dejó de dibujar y miró a Jimmy como diciendo: «¿Qué he hecho?».

– ¿Sabéis lo que estaría muy bien? -insinuó Jimmy, con un tono de voz ligeramente agudo que hacía que a Sean se le alterara la sangre, seguramente porque el concepto de lo que estaba bien de Jimmy era muy diferente al del resto de la gente..

– ¿Qué?

– Conducir un coche.

– Sí -contestó Sean pausadamente.

– Quiero decir -Jimmy tenía las palmas de las manos hacia arriba, se había olvidado completamente del cemento y de la rama- ir a dar sólo una vuelta a la manzana.

– Una vuelta a la manzana -repitió Sean.

– Sería estupendo, ¿no creéis? -insinuó Jimmy con una sonrisa.

Sean sintió que una sonrisa se dibujaba en su rostro y se le iluminó la cara.

– Sí, sería estupendo -contestó.

– Sería lo más fabuloso que hemos hecho.

Jimmy levantó un pie del suelo de un salto. Miró a Sean, alzó las cejas y saltó de nuevo.

– Seria fabuloso.

Sean ya podía sentir el volante entre las manos.

– ¡Sí, venga, venga!

Jimmy le dio un puñetazo a Sean en el hombro.

– ¡Sí, vamos, vamos!

Sean le devolvió el puñetazo; algo se estremeció dentro de él, en un santiamén, y todo se volvió más rápido y brillante.

– ¡Sí, venga, venga! -repitió Dave, pero no consiguió darle al hombro de Jimmy con el puño.

Durante un momento, Sean incluso se había olvidado de que Dave estaba allí. Sucedía muchas veces con Dave, aunque Sean no sabía por qué.

– ¡Va en serio! ¡Será de lo más divertido, joder!

Jimmy se rió y volvió a brincar.

Sean ya se podía imaginar qué estaba sucediendo: se encontraban en el asiento delantero (Dave estaba sentado atrás, si es que estaba) y se movían; dos niños de once años conduciendo por Buckingham, que daban bocinazos a sus amigos, retaban a los chicos mayores para hacer carreras por la avenida Dunboy, hacían chirriar los neumáticos entre nubes de humo. Sentía incluso el aire que entraba por la ventanilla, y le acariciaba el pelo.

Jimmy, recorriendo la calle con la mirada, preguntó:

¿Sabéis si alguien de esta calle tiene por costumbre dejar las llaves puestas?

Sean sí conocía a alguien. El señor Griffin las guardaba debajo del asiento; Dottie Fiare las dejaba en la guantera; y el viejo Makowski, el borracho que escuchaba discos de Sinatra a todo volumen las veinticuatro horas del día, casi siempre las dejaba puestas.

Sin embargo, a medida que seguía la mirada de Jimmy e iba enumerando los coches que sabía que tenían las llaves dentro, Sean sintió que un dolor sordo le crecía detrás de los ojos; bajo los fuertes rayos de sol que se reflejaban en los maleteros y en los capós de los coches, sentía el peso de la calle, de las casas, de toda la colina y de lo que se esperaba de él, No era un niño que robara coches. Era alguien que algún día iría a la universidad y que conseguiría convertirse en algo más grande y mejor que un capataz o un cargador de camiones. Ése era el plan, y Sean creía que los planes salían bien si uno andaba con cuidado, con cautela. Era como ver una película hasta el final, al margen de que fuera aburrida o desconcertante; porque al final, a veces, las cosas se explicaban, o el final en sí mismo era tan bueno que uno llegaba a pensar que había valido la pena tener que tragarse todos los trozos aburridos.

Estuvo a punto de decírselo a Jimmy, pero éste ya avanzaba calle arriba y miraba por las ventanillas de los coches; Dave corría junto a él.

– ¿Que te parece éste?

Jimmy colocó la mano encima del Bel Air del señor Carlton y su voz sonó estridente en la brisa seca.

– ¡Eh, Jimmy! -Sean se dirigió hacia él-, tal vez lo podíamos dejar para otro momento, ¿vale?

Una expresión de abatimiento y rechazo apareció en el rostro de Jimmy.

– ¿Qué quieres decir? ¡Vamos a hacerlo! ¡Será divertido! ¡Muy divertido! ¿Recuerdas?

– Muy divertido -repitió Dave,

– Ni siquiera somos lo bastante altos para ver por el cristal.

– ¡Listines telefónicos! -Jimmy sonrió a la luz del sol-. Podemos cogerlos de tu casa,

– ¡Listines telefónicos! -repitió Dave-. ¡Eso es! Sean alargó las manos y exclamó:

– ¡No! ¡Vamos a dejarlo!

La sonrisa de Jimmy desapareció, Observando los brazos de Sean como si quisiera cortárselos por los codos, le preguntó:

– ¿Por qué no quieres hacer algo divertido?

Tiró de la manija del Bel Air, pero la puerta estaba cerrada con llave. Durante un segundo, las mejillas de Jimmy se estremecieron y el labio inferior le empezó a temblar; luego miró a Sean con una expresión tan dura de soledad que éste sintió lástima por él.

Dave miró a Jimmy y después a Sean. Extendió el brazo de forma inesperada y extraña y, asestándole a éste un golpe en el hombro, le preguntó:

– ¿Por qué no quieres hacer cosas divertidas?

Sean no podía creerse que Dave le acabara de dar un golpe, ¡Dave! Le devolvió un puñetazo en el pecho y Dave se sentó.

Jimmy le dio un empujón y exclamó:

– ¿Qué coño estás haciendo?

– Me ha pegado -respondió Sean.

– No lo ha hecho -replicó Jimmy.

Sean abrió los ojos con un gesto de incredulidad y Jimmy le imitó.

– Me ha pegado,

– Me ha pegado -repitió Jimmy con voz de chica propinándole otro empujón-. ¡Es amigo mío, joder!

– ¡Y yo también! -protestó Sean.

¡Y yo también! -repitió Jimmy-. Yo también, yo también, yo también.

Dave Boyle se puso en pie y empezó a reírse.

– ¡Déjalo ya! -exclamó Sean.

– Déjalo ya, déjalo ya, déjalo ya -Jimmy empujó a Sean de nuevo y le dio un codazo en las costillas-. ¿Me quieres zurrar?

– ¿Le quieres zurrar? -entonces fue Dave quien empujó a Sean, Sean no tenía ni idea de cómo había empezado aquello. Ni siquiera recordaba por qué se había enfadado Jimmy ni por qué Dave había sido tan estúpido de pegarle en primer lugar. Hacía tan sólo un segundo estaban junto al coche, Ahora se encontraban en medio de la caIle y Jimmy lo empujaba, el rostro arrugado y achaparrado, los ojos oscuros y pequeños; además, Dave empezaba a tomar parte en la pelea.

– ¡Venga, zúrrame!

– Yo no…

Le propinó otro empujón y exclamó:

– ¡Venga, nenita!

– Jimmy, ¿no podríamos tan sólo…?

– No, no podemos, Eres un marica, Sean, ¿no es verdad?

Tenía intención de empujarle de nuevo, pero se detuvo; aquella expresión tan bestial de soledad y de cansancio (Sean se percató también, de pronto) le aporreó las facciones al notar que éste miraba algo que subía por la calle.

Era un coche de color marrón oscuro, cuadrado y largo como los que suelen conducir los detectives de la policía, un Plymouth o algo así; el parachoques se detuvo junto a sus piernas y los dos policías los miraron a través del parabrisas, el rostro trémulo por el reflejo de los árboles que ondeaba en el cristal.