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En ese momento empezó a llorar, sin dejar de balancearse ni de asirse los tobillos, porque sabía que él no era Bruce Willis, y porque Bobby O'Donnell era una persona de carne y hueso, y no el personaje de una película; además, la pistola necesitaba un repaso, un repaso importante, y ni tan sólo sabía si tenía balas, porque ni siquiera estaba seguro de saber abrirla, y cuando la tuviera en la mano, lo más probable es que empezara a temblar. Estaba convencido de que las manos le temblarían del mismo modo que le temblaban cuando era un niño y sabía que no había escapatoria, o que estaba a punto de meterse en una pelea. La vida no era ninguna película, sino que era una vida de mierda. No pasaba lo mismo que en la pantalla, en que el bueno ganaba a las dos horas, y todo el mundo sabía que lo haría. Brendan no se conocía muy bien en ese sentido; tenía diecinueve años y nunca se había encontrado con una situación similar. Pero no estaba seguro de poder ir al negocio de un tipo (eso si las puertas no estaban cerradas con llave y no había un montón de tipos vigilando la puerta) y dispararle a la cara. No estaba seguro.

No obstante, la echaba de menos. La echaba tanto de menos… y el dolor que le provocaba no verla, y saber que no la volvería a ver nunca más, hacía que los dientes le dolieran de tal modo que pensó que tenía que hacer algo, aunque sólo fuera para dejar de sentirse de esa manera un segundo de su desgraciada nueva vida.

«De acuerdo -decidió-. Mañana limpiaré la pistola. La limpiaré y me aseguraré de que tiene balas. Sólo haré eso: limpiaré la pistola.»

Entonces Ray entró en el dormitorio, con los patines aún puestos y, usando su nuevo palo de hockey como un bastón, se balanceó sobre la cama con pies inseguros. Brendan se puso en pie de un salto y se secó las lágrimas de las mejillas.

Ray, con la mirada puesta en su hermano, se quitó los patines y le dijo con gestos: -¿Estás bien?

– No -respondió Brendan.

– ¿Puedo hacer algo por ti? -gesticuló Ray.

– No, no puedes hacer nada por mí -contestó Brendan-. Pero no te preocupes por ello.

– Mamá dice que estarás mucho mejor aquí.

– ¡ Qué! -exclamó Brendan.

Ray se lo repitió.

– ¿De verdad? -inquirió Brendan-. ¿Y por qué lo dice?

Ray, moviendo las manos con rapidez, contestó:

– Si te hubieras marchado, mamá se habría derrumbado.

– No, lo habría superado.

– Tal vez.

Brendan se volvió hacia su hermano, que estaba sentado sobre la cama y mirándole a los ojos.

– Ahora no me hagas cabrear, Ray. ¿De acuerdo? -se le acercó, sin dejar de pensar en la pistola-. Yo la amaba.

Ray le devolvió la mirada, con un rostro tan vacío como una máscara de goma.

– ¿Te puedes imaginar lo que se siente, Ray? Ray negó con la cabeza.

– Es como si supieras todas las respuestas del examen en el momento de sentarte a la mesa, como si supieras que todo irá bien el resto de tu vida. Triunfarás, todo saldrá bien. Sabes que seguirás adelante, te sientes liberado porque has ganado. -Se dio la vuelta-. Es así como te sientes.

Ray golpeó el pilar de la cama para hacer que se volviera, y añadió: -Volverás a sentirte así.

Brendan se arrodilló y, empujando el rostro de Ray con el suyo propio, exclamó:

– No, no es verdad. ¿Lo entiendes, joder? Nunca jamás sentiré lo mismo.

Ray colocó los pies sobre la cama y se echó hacia atrás; Brendan se sintió avergonzado, aunque enfadado, porque así era como te hacía sentir la gente muda: te hacían sentir estúpidos por hablar. Todo lo que Ray decía, le salía de forma sucinta, tal y como quería. No sabía lo que era titubear en busca de una palabra o tartamudear, al intentar hablar más rápido que el cerebro.

Brendan deseaba sacarlo todo de golpe; deseaba que las palabras le salieran de la boca en una apasionada ráfaga de frases dolorosas, aunque poco sensatas, que expresaran con sinceridad lo que Katie había significado para él, cómo se había sentido al apretar su nariz contra su cuello en aquella misma cama, al entrelazar uno de sus dedos con el suyo, al sorberle helado de la barbilla, al ir junto a ella en el coche y observar cómo movía los ojos de un lado a otro cuando llegaban a un cruce, al oírla hablar, dormir, roncar…

Deseaba continuar durante horas. Deseaba que alguien le escuchara y que comprendiera que las palabras no sólo servían para comunicar ideas u opiniones. A veces, servían para expresar vidas enteras. Y aunque uno supiera, incluso antes de abrir la boca, que iba a fracasar, lo que importaba era el hecho de intentarlo. La intención era lo único que uno tenía.

Ray, sin embargo, era incapaz de entenderlo. Para Ray, las palabras eran tan sólo chasquidos de los dedos, gestos hábiles y movimientos de manos. Ray no malgastaba las palabras. La comunicación no era lo suyo. Decía exactamente lo que quería decir y ya había acabado. Descargar su dolor ante el rostro inexpresivo de su hermano sólo habría conseguido avergonzar a Brendan. No le habría ayudado en lo más mínimo.

Contempló a su asustado hermano pequeño, apoyado en la cama y mirándole fijamente con ojos saltones, y le tendió la mano.

– Lo siento -masculló-. Lo siento, Ray. ¿De acuerdo? No quería ofenderte.

Ray le estrechó la mano y se puso en pie.

– Así pues, ¿ va todo bien? -gesticuló Ray, con la mirada puesta en Brendan, como si estuviera dispuesto a saltar por la ventana en el siguiente arrebato.

– Todo va bien -respondió Brendan por medio de señas-. Supongo que sí.

20. CUANDO ELLA REGRESE A CASA

Los padres de Sean vivían en Wingate Estates, una urbanización vallada a unos cincuenta kilómetros al sur de la ciudad, formada por casas de estuco de dos dornitorios. Cada sección constaba de veinte casas, tenía su propia piscina y un centro recreativo en el que hacían baile los sábados por la noche. Un pequeño recorrido de golf de par tres se extendía alrededor de uno de los extremos del complejo como si fuera la otra mitad de una media luna; desde finales de primavera hasta principios de otoño, el aire zumbaba con el runrún de los motores de los carros.

El padre de Sean no jugaba al golf. Hacía mucho tiempo que había decidido que era un juego de ricos y aprender a jugar le parecía una forma de traicionar a sus raíces de clase obrera. Sin embargo, la madre de Sean había intentado jugar durante un tiempo, aunque lo había dejado porque creía que sus compañeras se reían en secreto de su estilo, de su ligero acento irlandés y de su ropa.

Por lo tanto, llevaban una vida tranquila y prácticamente sin amigos, aunque Sean sabía que su padre había hecho amistad con un irlandés retaco llamado Riley, que también había vivido en uno de los barrios periféricos de la ciudad antes de trasladarse a Wingate. Riley, que tampoco tenía ningún interés en el golf, a veces quedaba con el padre de Sean para tomarse unas cervezas en el Ground Round, al otro lado de la Ruta 28. La madre de Sean, que era una persona reflexiva y bondadosa por naturaleza, solía relacionarse con gente mayor con alguna dolencia. Les llevaba en coche a la farmacia a buscar sus medicamentos o al médico a recoger las recetas nuevas para guardarlas junto a las viejas. Su madre, que casi tenía setenta años, se sentía joven y viva cuando les acompañaba; además, si tenía en cuenta que la mayoría de la gente a la que ayudaba era viuda, pensaba que la buena salud de la que gozaban tanto ella como su marido era una bendición del cielo.

«Están solos -había dicho una vez a Sean en relación a sus amigos enfermos- y aunque el médico no se lo diga, es de eso de lo que se están muriendo.»

A menudo, cuando pasaba por delante de la caseta del vigilante y seguía carretera arriba, con bandas de frenado amarillas cada diez metros que le hacían vibrar el eje del coche, Sean casi alcanzaba a ver las calles fantasma, los barrios fantasma y las vidas fantasma que los residentes de Wingate habían dejado atrás, como si los pisos con agua fría y pequeñas habitaciones blancas y sombrías, las escaleras de incendios de hierro forjado y los ruidosos niños flotaran a través de ese paisaje de estuco de cáscara de huevo y jardines puntiagudos, cual niebla matinal más allá de los límites de su visión periférica. Le invadía un sentimiento irracional de culpa: la culpa del hijo que ha llevado a sus padres a una residencia. Irracional, porque Wingate Estates no era, en realidad, una urbanización para mayores de sesenta años (aunque, a decir verdad, Sean nunca había visto a un residente que fuera más joven), y sus padres se habían trasladado allí por voluntad propia, empaquetando todas sus eternas quejas sobre la ciudad, el ruido, los actos violentos y los atascos para mudarse allí; tal y como decía su padre: «Allí podían salir de noche sin tener que darse la vuelta continuamente para comprobar si les seguían».