Se levantó de la acera, sin saber durante un momento qué iba a hacer a continuación. Sintió aquella necesidad imperiosa y nerviosa de pegarle a alguien o de hacer algo nuevo e imprudente. Pero entonces las tripas empezaron a gruñirle y se dio cuenta de que aún tenía hambre, por lo que se fue a buscar otro perrito caliente con la esperanza de que todavía quedaran algunos.
Durante unos cuantos días, Dave Boyle se convirtió en una especie de celebridad, no sólo en el vecindario, sino en todo el estado. Los titulares del Record American de la mañana siguiente decían: NIÑO PERDIDO/NIÑO ENCONTRADO, La fotografía sobre el pliegue del periódico mostraba a Dave sentado con los hombros caídos, a su madre ciñéndole el pecho con unos brazos delgados y a un montón de niños sonrientes de las marismas que hacían muecas ante la cámara a los lados de ambos; todo el mundo parecía de lo más feliz, a excepción de la madre de Dave, que tenía el aspecto de acabar de perder el autobús en un día gélido.
Los mismos niños que habían aparecido junto a él en la portada del periódico empezaron a llamarle «el bicho raro» a la semana de haber vuelto a la escuela. Si Dave les miraba a la cara, notaba un rencor que no estaba muy seguro de que ellos comprendieran mejor que él. Su madre le decía que seguramente provenía de sus padres y «no les hagas caso, Dave, tarde o temprano se cansaran, se olvidaran de todo y el año que viene volverán a ser amigos tuyos».
Dave asentía y se preguntaba si habría algo en él, quizá una cicatriz en la cara que él no viese, por lo que todo el mundo deseara hacerle daño. Como los tipos del coche. ¿Por qué le habían escogido a él? ¿Cómo habían sabido que él subiría en el coche, mientras que Jimmy y Sean no lo harían? Recordándolo, era la impresión que tenía, Esos hombres (sabía sus nombres, o como mínimo los nombres que habían usado para llamarse entre ellos, aunque nunca había tenido el valor suficiente para pronunciarlos) habían tenido la certeza de que Sean y Jimmy no habrían subido al coche. Con toda probabilidad, Sean habría salido corriendo hacia su casa, gritando, y Jimmy… A Jimmy tendrían que haberle dejado sin conocimiento para meterlo en el coche, Incluso el Gran Lobo lo había comentado cuando ya llevaban unas cuantas horas de coche: «¿Te fijaste en el crío ése que llevaba la camiseta blanca? Por la forma en que me miró, sin ningún rastro de miedo ni nada, está claro que algún día se va a cargar a alguien y que además eso no le quitará el sueño».
Su compañero, el Lobo Grasiento, le respondió con una sonrisa:
– Un poco de pelea no habría estado mal.
El Gran Lobo negó con la cabeza y añadió:
– Si hubiéramos intentado meterle en el coche, te habría arrancado el dedo pulgar a mordiscos. Hicimos bien en dejar a ese cabroncete en paz.
El hecho de ponerles motes estúpidos le servía de ayuda: el Gran Lobo y el Lobo Grasiento. Le ayudaba a verlos como criaturas, como lobos escondidos bajo la apariencia de humanos, y a verse él mismo como el personaje de una historia: el niño secuestrado por los lobos. El niño que consiguió escapar, atravesar los húmedos bosques y llegar hasta una gasolinera. El niño que no había perdido la calma ni la astucia, y que siempre buscaba una salida.
Sin embargo, en la escuela, era tan sólo el niño que se habían llevado, y todo el mundo dejaba volar la imaginación con respecto a lo que habría sucedido durante aquellos cuatro días en que estuvo perdido. Una mañana, en el lavabo, un alumno de séptimo curso llamado Junior McCaffery se acercó con cautela al urinario que había junto al de Dave y le preguntó:
¿Te obligaron a chupársela?
Y todos sus amigos de séptimo empezaron a reírse y a hacer ruiditos, como si se besaran.
Dave se subió la cremallera con manos temblorosas, la cara sonrojada y se dio la vuelta para ponerse de cara a Junior McCaffery. Intentó mirarle con malicia, pero Junior frunció el entrecejo y le abofeteó. El sonido retumbó por todo el cuarto de baño. Un chico de séptimo empezó a jadear como una chica.
– ¿Tienes algo que decir, mariquita? ¿Eh? -le preguntó-. ¿Quieres que te vuelva a pegar, mariposón?
– ¡Está llorando! -exclamó alguien.
– ¡Es verdad! -chilló Junior McCaffery, y Dave empezó a llorar con más intensidad.
Sentía cómo el entumecimiento de su rostro se convertía en una punzada, pero no era el dolor lo que le preocupaba. El dolor nunca le había inquietado en lo más mínimo y nunca le había hecho llorar, ni siquiera cuando se cayó de la bicicleta y se torció el tobillo al clavarse el pedal, yeso que le habían tenido que dar siete puntos. Era toda aquella serie de emociones que expresaban tumultuosamente los chicos del lavabo lo que le dolía. Odio, aversión, ira y desprecio. Todo eso dirigido contra él. No comprendía por qué. No se había metido con nadie en toda su vida; aun así, le odiaban. Y ese odio le hacía sentir huérfano. Le hacía experimentar una sensación de putrefacción, culpa e insignificancia; lloraba porque no quería sentirse así.
Todos se burlaron de sus lágrimas. Junior bailó a su alrededor por un momento, haciendo contorsiones y muecas con el rostro mientras imitaba los lloriqueos de Dave. Cuando, al fin, Dave consiguió controlar la situación y reducir sus lágrimas a algunos ruidos nasales, Junior le abofeteó de nuevo, en el mismo lugar y con la misma fuerza.
– ¡Mírame! -le ordenó, y Dave notó que le brotaba de los ojos un nuevo torrente de lágrimas-. ¡Mírame!
Dave alzó los ojos y le miró con la esperanza de ver compasión, humanidad o incluso lástima (él hubiera sentido lástima) en su rostro, pero lo único que atisbó fue una mirada feroz y sonriente.
– Sí -dijo Junior-, seguro que se la chupaste.
Le propinó otro bofetón a Dave y éste dejó caer la cabeza y se agachó; Junior se fue con sus amigos, que no dejaban de reír al salir del lavabo.
Dave recordó algo que le dijo una vez el señor Peters, un amigo de su madre que a veces se quedaba a pasar la noche: «Hay dos cosas que un hombre no puede permitir que le hagan: que le escupan o que le hagan un desaire. Ambas cosas son peores que un puñetazo; si alguien te hace alguna de esas dos cosas, mátalo si puedes».
Dave se sentó en el suelo del cuarto de baño y deseó sentir aquello en su interior: el deseo de matar a alguien. Se imaginó que empezaría con Junior McCaffery, y que continuaría con el Gran Lobo y con el lobo Grasiento si se los volvía a encontrar alguna vez. Pero la verdad es que dudaba que fuera capaz de hacerlo. No sabía por qué cierta gente era mala con los demás. No lo entendía de ninguna de las maneras.
Después del incidente del cuarto de baño, se corrió la voz por toda la escuela de lo que había pasado; por lo tanto, todos los alumnos a partir del tercer curso se enteraron de lo que Junior McCaffery le había hecho a Dave y de la forma en que éste había reaccionado. Se llegó a un acuerdo, y Dave se percató de que incluso los pocos compañeros de clase que habían sido más o menos amigos suyos al volver a la escuela, empezaron a tratarle como si fuera un leproso.
No es que todos ellos susurraran la palabra marica cuando él iba por el pasillo o se pasaran la lengua por las comisuras de los labios. De hecho, la mayoría de sus compañeros sencillamente pasaban de él. Pero en cierto modo, era mucho peor. Se sentía aislado a causa de aquel silencio.
Si se encontraban por casualidad al salir de casa, Jimmy Marcus solía andar en silencio junto a él de camino a la escuela, ya que habría sido violento no hacerlo, y solía saludarle cuando se lo encontraba en el pasillo o cuando coincidía con él en la cola que se formaba para entrar en clase. Cada vez que sus miradas se cruzaban, Dave notaba una extraña mezcla de lástima e incomodidad en el rostro de Jimmy, como si este deseara decirle algo y fuera incapaz de expresarlo con palabras; en el mejor de los casos, Jimmy nunca había sido muy hablador, a no ser que se le ocurriera alguna idea descabellada, como saltar a las vías del tren o robar un coche. Sin embargo, Dave tenía la sensación de que su amistad (en verdad, no estaba seguro de que hubieran sido realmente muy amigos; recordaba con algo de vergüenza todas las veces que había tenido que insistir en su camaradería con Jimmy) acabó en el momento en que él subió al coche y Jimmy se quedó inmóvil en medio de la calle.