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– ¡Ah! -exclamó Sean-. ¡De acuerdo!

– Como toda esa historia de Dave Boyie -añadió su padre-.

¿Qué importa lo que le sucedió a Dave hace veinticinco años? Ya sabes lo que pasó. Dos tipos que abusaban de niños le retuvieron durante cuatro días. Lo que en verdad sucedió es exactamente lo mismo que piensas que sucedió. Pero tú insistes en volver a sacarlo a la luz porque… -su padre tomó un trago de cerveza-·. ¡No sé por qué, joder!

Su padre le dedicó una sonrisa de aturdimiento y Sean le respondió del mismo modo. -Papá.

– ¿Sí?

– ¿No hay nada de tu pasado en lo que no pienses a menudo y que no te puedas quitar de la cabeza?

Su padre suspiró y contestó: -No es lo mismo.

– Sí, sí que lo es.

– No, no lo es. A todo el mundo le pasan cosas malas, Sean. A todo el mundo. Tú no eres especial. Pero a los de tu generación os gusta remover la mierda. Sois incapaces de dejar las cosas como están. ¿Tienes alguna prueba de que Dave esté relacionado con la muerte de Katherine Marcus?

Sean se rió. A su padre se le había visto el plumero. Le había estado pegando el rollo con los de «su generación» cuando en realidad lo único que quería saber era si Dave estaba involucrado en la muerte de Katie.

– Digamos que hay un par de detalles que nos llevan a vigilar a Dave de cerca.

– ¿A eso le llamas tú una respuesta?

– ¿ A eso le llamas tú una pregunta?

La fantástica sonrisa de su padre le estalló en el rostro y se quitó unos quince años de encima; Sean recordó que cuando era joven, esa sonrisa solía extenderse por la casa e iluminarlo todo.

– Así pues, me estás insistiendo con lo de Dave porque piensas que lo que le hicieron esos dos tipos podría haberle convertido en un hombre capaz de asesinar a una chica.

Sean se encogió de hombros y contestó: -Sí, más o menos.

Su padre reflexionó sobre ello mientras jugaba con los cacahuetes del cuenco y se bebía otro trago de cerveza.

– No lo creo.

Sean se rió entre dientes y espetó:

– ¡Claro, como le conoces tan bien!

– No, sencillamente le recuerdo de niño. No haría ese tipo de cosas.

– Hay muchos niños buenos que se convierten en adultos que hacen cosas que ni siquiera te podrías llegar a imaginar.

Su padre le miró con las cejas levantadas y le preguntó: -¿Intentas darme lecciones sobre la naturaleza humana? Sean negó con la cabeza y respondió:

– Sólo cumplo con mi deber de policía.

Su padre se reclinó en la silla y, esbozando una sonrisa, le dijo: -¡Venga, instrúyeme!

Sean, sintiéndose enrojecer, exclamó:

– ,Oye, yo no, solo…

– ¡Por favor!

Sean se sintió estúpido. La rapidez con la que su padre le podía hacer sentir así era sorprendente: lo que la mayoría de la gente que Sean conocía consideraría como un montón de observaciones normales y corrientes, a los ojos de su padre, era como si el niño Sean intentara actuar como un adulto y adoptar un aire ostentoso.

– Confía un poco en mÍ. Creo tener cierto conocimiento sobre la gente y los delitos que cometen. Mi trabajo consiste en eso, ¿sabes?

– ¿Crees a Dave capaz de haber asesinado a una chica de diecinueve años? ¡El mismo Dave con el que solías jugar en el patio trasero! ¡Aquel niño!

– Pienso que todo el mundo es capaz de todo.

– Si eso es lo que piensas, podría haberlo hecho yo. -Su padre se llevó la mano al pecho-. O tu madre.

– No.

– Más nos valdría verificar nuestras coartadas.

– ¡Por el amor de Dios! ¡No he dicho eso!

– ¡Claro que lo has hecho! ¡Has dicho que todo el mundo era capaz de todo!

– Dentro de los límites de la razón.

– ¡Ah! -exclamó su padre en voz alta-o ¡Esa parte no la he oído!

Lo estaba haciendo de nuevo: envolviéndole con sus hilos, enredándole de la misma forma que Sean hacía con los sospechosos. No era de extrañar que Sean fuera tan bueno en los interrogatorios. Había aprendido de un maestro.

Permanecieron en silencio un momento, finalmente, su padre confesó:

– Tal vez tengas razón.

Sean se volvió hacia él, esperando la frase clave.

– Quizá Dave haya sido capaz de hacer lo que piensas. No lo sé.

Sólo recuerdo al niño, pero no conozco al hombre.

Sean intentó verse a través de los ojos de su padre. Se preguntaba si era eso lo que su padre veía, el niño, no el hombre, cada vez que miraba a su hijo. Debía de ser difícil hacerlo de otro modo.

Recordó la forma en que sus tíos solían hablar de su padre, el menor de una familia de doce que había emigrado de Irlanda cuando su padre tenía cinco años. El viejo Bill solían decir para referirse al Bill Devine que había existido antes de que Sean naciera. El alborotador. Sólo entonces fue capaz de oír sus voces y el tono paternalista que las generaciones más mayores usaban con las más jóvenes; al fin y al cabo, la mayoría de los tíos de Sean tenían entre doce y quince años más que su padre.

Todos habían muerto. Los once hermanos y hermanas de su padre. y ahí estaba el benjamín de la familia, a punto de cumplir los setenta y cinco, refugiado en las afueras de la ciudad junto a un campo de golf que nunca utilizaría. El último que quedaba, pero aun así el más joven, siempre el más joven, intentando evitar ese tono de superioridad con el que se le dirigían, especialmente su hijo. Dispuesto, si hacía falta, a borrar el mundo entero, antes de tener que soportarlo de nuevo, ya que todos aquellos que habían tenido el derecho de tratarle de esa forma habían muerto hacía mucho tiempo.

Su padre echó un vistazo a la cerveza de Sean, lanzó unas cuantas monedas encima de la mesa para la propina, y le preguntó:

– ¿Te falta mucho?

Atravesaron la Ruta 28 para regresar a casa y luego subieron por el camino de entrada que tenía todas aquellas bandas de frenado amarillas y aspersores automáticos.

– ¿Sabes lo que le gusta mucho a tu madre? -le insinuó su padre.

– ¿El qué?

– Que le escribas. Que le mandes una postal de vez en cuando, sin tener motivo alguno. Me ha contado que le mandas postales divertidas y que le gusta tu forma de escribir. Las guarda en un cajón del dormitorio. Algunas son de cuando ibas a la universidad.

– De acuerdo.

– ¿ Por qué no le mandas alguna postal de vez en cuando?

– Sí, lo haré.

Llegaron hasta el coche de Sean, y su padre observó las ventanas oscuras de su piso.

– ¿ Se habrá ido a dormir? -preguntó Sean.

Su padre hizo un gesto de asentimiento y contestó:

– Por la mañana tiene que llevar a la señora Coughlin a rehabilitación.

– De repente su padre alargó la mano y estrechó la de Sean-. Me ha gustado mucho volver a verte.

– A mí también.

– ¿ Piensa regresar?

A Sean no le hacía falta preguntar a quién se refería.

– No lo sé. De verdad que no lo sé.

Su padre le observó bajo la amarillenta luz de la farola y, por un momento, Sean vio que a su padre le dolía que sufriera, que lo hubieran abandonado, y lastimado; sabía que el daño sería permanente, ya que a uno le habían privado de una sensación que nunca volvería a recuperar.

– Bien -dijo su padre-. Tienes buen aspecto. Da la impresión de que te cuidas. ¿Bebes demasiado, o algo así?

Sean negó con la cabeza y contestó:

– Lo único que hago en exceso es trabajar.

– Trabajar es bueno -respondió su padre.

– Sí -asintió Sean, sintiendo como algo amargo y desamparado le subía por la garganta.

– Bien, pues…

– Bien.

Su padre le dio una palmadita en el hombro y dijo:

– Entonces, adiós. No te olvides de llamar a tu madre el domingo. Dejó a Sean junto al coche y se encaminó hacia la puerta principal con el paso de un hombre veinte años más joven.

– ¡Cuídate! -exclamó Sean, y su padre levantó la mano en señal de reconocimiento.