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– No.

– ¿No? ¡No me lo creo!

A Celeste no le hacía ninguna gracia verlo tan tranquilo. Podría atribuirlo a la cerveza (Dave siempre había tenido borracheras muy tranquilas), pero en aquel momento había algo que no le acababa de gustar, la sensación de que algo le oprimía demasiado.

_. David…

– ¡Ahora vuelvo a ser «David»!

– … no pienso nada de eso. Tan sólo estoy confundida.

Ladeó la cabeza, la miró de nuevo y añadió:

– Pues saquémoslo todo, cariño. Una buena comunicación es lo más importante de una relación.

Tenía ciento cuarenta y siete dólares en la cartilla y un límite de quinientos dólares en la tarjeta de crédito, aunque ya se había gastado unos doscientos cincuenta. Aunque consiguiera sacar a Michael de allí, no llegarían muy lejos. Después de dos o tres noches en un motel, seguro que Dave les encontraría. Nunca había sido estúpido. Estaba convencida de que les encontraría.

La bolsa. Podría entregar la bolsa de basura a Sean Devine y él hallaría restos de sangre en la ropa de Dave. Había oído hablar de todos los avances que se habían llevado a cabo en las técnicas relacionadas con el ADN. Encontrarían la sangre de Katie en la ropa de Dave y le arrestarían.

– ¡Venga! -insistió Dave-. ¡Hablemos, cariño! ¡Aclaremos las cosas! Te lo digo en serio. Me gustaría disipar tus temores.

– No estoy asustada.

– Pues lo parece.

– No lo estoy.

– De acuerdo -quitó los pies de encima de la mesa-. Cuéntame lo que te preocupa, cielo.

– Estás borracho.

Dave asintió con la cabeza y añadió:

– Es verdad; sin embargo, eso no quiere decir que no pueda mantener una conversación.

En la televisión, el vampiro decapitaba de nuevo a otra persona, esta vez un cura.

– Sean no me preguntó nada -repuso Celeste-. Les oí hablar mientras tú ibas a por los cigarrillos de Annabeth. No sé qué les has contado, Dave, pero no se lo creen. Saben que estuviste en el Last Drop cuando estaban a punto de cerrar.

– ¿Qué más?

– Alguien vio nuestro coche en el aparcamiento a la hora en que Katie se marchó. Tampoco se creen la historia de cómo te lastimaste la mano.

Dave alzó la mano, la flexionó y dijo:

– ¿Eso es todo?

– Es todo lo que oí.

– ¿Y eso qué te ha hecho pensar?

Estuvo a punto de tocarle otra vez. Durante un momento, la amenaza parecía haberle abandonado el cuerpo y haber sido sustituida por una sensación de derrota. Lo notaba en sus hombros, en su espalda, y quería alargar los brazos y tocarle, pero se refrenó.

– Dave, cuéntales lo del atracador.

– El atracador.

– Sí. Tal vez te lleven a los tribunales. ¿Y qué? Eso es preferible a que te acusen de asesinato.

«Ahora es el momento -pensó-. Di que no lo hiciste. Di que nunca viste a Katie salir del Last Drop. Dilo, Dave.»

– Ya veo cómo te funciona la mente -espetó Dave-. De verdad que sí. Regresé a casa cubierto de sangre el mismo día que Katie fue asesinada. Por lo tanto, debo de haberla matado.

– ¿Y bien? -dijo Celeste de repente.

Dave dejó la cerveza sobre la mesa y empezó a reírse. Levantaba los pies del suelo, se apoyaba en los cojines del sofá y no paraba de reírse. Se reía como si le hubiera dado un ataque, cada vez que cogía aire para respirar se convertía en una sonora carcajada. Se reía tanto que las lágrimas le saltaban de los ojos y la parte superior del cuerpo le temblaba.

– Yo… yo… yo… -era incapaz de decirlo.

La risa se lo impedía. Las ganas de reírse no le abandonaban y un torrente de lágrimas le caía por las mejillas y por la boca abierta, burbujeando sobre sus labios.

Era oficiaclass="underline" Celeste no había estado tan asustada en toda su vida.

– ¡Ja, ja, ja, Henry! -exclamó, riéndose con menos intensidad.

– ¿Qué?

– Henry -repitió-. Henry y George, Celeste. Así se llamaban.

¿No te parece divertido? y déjame que te diga que George era curioso a más no poder. Henry, en cambio, era muy soso.

– ¿De qué estás hablando?

– De Henry y de George -respondió alegremente-. Te estoy hablando de Henry y de George. Me llevaron a dar una vuelta. Una vuelta que duró cuatro días. Y me encerraron en un sótano con suelo de piedra y tan sólo un saco de dormir viejo y agujereado. Y Celeste, te puedo asegurar que se lo pasaron muy bien. Entonces no fue nadie a ayudar al pobre Dave. Nadie hizo ningún esfuerzo por rescatar a Dave. Dave tuvo que imaginarse que aquello le estaba pasando a otra persona. Tuvo que hacerse tan fuerte mentalmente que el cerebro se le partió en dos. Eso es lo que hizo Dave: morir. No tengo ni idea de quién diablos es el niño que salió de aquel sótano; bueno, de hecho, soy yo, pero no cabe ninguna duda de que no es Dave. Dave está muerto.

Celeste se quedó sin habla. En ocho años, Dave nunca había hablado de lo que todo el mundo sabía que le había sucedido. Lo único que le había contado es que se encontraba jugando con Jimmy y Sean cuando se lo llevaron, y que había conseguido escapar. Nunca le había explicado nada más ni había oído pronunciar los nombres de esos tipos. Jamás le había dicho lo del saco de dormir. Era la primera vez que oía todo aquello. Era como si en ese preciso momento se despertaran del sueño que había sido su matrimonio para enfrentarse, en contra de su voluntad, con todos los razonamientos, medias mentiras, deseos ocultos y personalidades secretas sobre las que lo habían construido. Observando cómo se desmoronaba al darse cuenta de la aplastante verdad de que nunca se habían conocido, que tan sólo habían esperado llegar a conseguirlo algún día.

– La cuestión -dijo Dave- es que es lo mismo que te estaba diciendo sobre los vampiros, Celeste. Es lo mismo. Se trata de lo mismo, joder.

– ¿El qué? -susurró ella.

– Que no te puedes librar de eso. Una vez que está dentro, sigue ahí para siempre -miraba la mesita de nuevo y Celeste sentía cómo se iba alejando de ella.

Le acarició el brazo y le preguntó:

– Dave, ¿qué es de lo que no te puedes librar? ¿A qué te refieres con lo de lo mismo?

Dave le miró la mano como si estuviera a punto de clavarle los dientes con un gruñido y de arrancársela de la muñeca, y respondió:

– Ya no soy capaz de controlar mi mente, Celeste. Te advierto que ya no puedo fiarme de mi propia mente.

Apartó la mano y él sintió un hormigueo allí donde Celeste le había tocado.

Dave, vacilante, se puso en pie. Inclinó la cabeza y la miró como si no estuviera seguro de quién era y de cómo había ido a parar hasta su sofá. Se volvió hacia el televisor en el momento que James Woods disparaba la ballesta al pecho de alguien; luego, susurró:

– Cárgatelos a todos, asesino. Cárgatelos a todos.

Se volvió hacia Celeste, le dedicó una mueca de borracho y le anunció:

– Voy a salir.

– Muy bien -respondió ella.

– Voy a salir para pensar un rato.

– ¡Sí, claro! -exclamó ella.

– Cuando consiga aclararme las ideas volveré a sentirme bien. Sólo necesito pensar un poco.

Celeste no preguntó qué era lo que necesitaba aclarar.

– Entonces, hasta luego -dijo, y se encaminó hacia la puerta principal. La abrió y ya había cruzado el umbral cuando Celeste vio que asía la puerta con la mano y que asomaba la cabeza.

– A propósito, ya me he encargado de la basura -apuntó, mirándola fijamente desde la puerta.

– ¿Qué?

– De la bolsa de basura -respondió él-. De la bolsa donde metiste la ropa y todo lo demás. Hace un rato que me he deshecho de ella.