– ¡Ah! -exclamó, y volvió a tener ganas de vomitar.
– ¡Hasta luego!
– Sí -asintió Celeste mientras él desaparecía de su vista-. ¡Ya nos veremos!
Prestó atención a sus pisadas hasta que llegó al rellano de la planta baja. Oyó cómo crujía la puerta principal al abrirse y cómo Dave salía al porche y bajaba los escalones. Se asomó a la escalera que conducía al dormitorio de Michael y oyó que dormía profundamente. Después, se dirigió al cuarto de baño y vomitó.
No sabía dónde había aparcado Celeste el coche y era incapaz de encontrarlo. A veces, especialmente durante las tormentas de nieve, uno tenía que conducir ocho manzanas para encontrar un sitio donde aparcar; por lo tanto, Celeste bien podría haberlo aparcado en la colina, a pesar de que vio varios no muy lejos de su casa. De hecho, quizá no fuera tan importante, ya que, con toda probabilidad, estaba demasiado cansado para conducir y un buen paseo le ayudaría a serenarse.
Subió por la calle Crescent y cuando llegó a la avenida Buckingham~ giró a la izquierda, preguntándose qué demonios le habría pasado por la cabeza para intentar explicar cosas a Celeste. ¡Santo cielo, incluso había pronunciado aquellos nombres: Henry y George! ¡Incluso había hablado de hombres lobo! ¡Mierda!
Además, se lo había confirmado: la policía sospechaba de él. No había duda de que le vigilarían. Se había acabado lo de considerar a Sean como un viejo amigo al que hacía mucho tiempo que no veía. Eso se había acabado y Dave empezó a recordar lo que le desagradaba de Sean cuando eran niños: el aire de superioridad, aquella certeza de que siempre tenía razón, como todos los demás niños que eran lo bastante afortunados (y sólo se trataba de eso, de suerte) para tener padre y madre, una casa bonita, ropa nueva y material deportivo.
¡Que se fuera a la mierda! Sean, sus ojos, su voz, y el hecho de que a las mujeres se les cayeran las bragas al suelo cada vez que Sean entraba en una habitación. A la mierda con él y con su atractivo. A la mierda con esa pose de superioridad moral, con sus historias divertidas, con su pavoneo de poli y con el hecho de que su nombre apareciera en el periódico.
Él tampoco tenía nada de estúpido. Cuando se hubiera relajado, sería capaz de estar a la altura de las circunstancias. Sólo necesitaba aclararse las ideas, aunque ello implicara quitarse y volverse a poner la cabeza; si ése fuera el caso, ya encontraría él una manera de hacerlo.
El problema más grave que tenía en ese momento era que el chico que había escapado de los lobos y que había crecido estaba haciendo acto de presencia muy a menudo. Dave había albergado la esperanza de tranquilizarle con lo que había hecho el sábado por la noche. Pensaba que habría calmado a aquel desgraciado, que lo habría devuelto a las profundidades de la mente de Dave. Esa noche, el chico había querido sangre, había deseado causar dolor; por lo tanto, Dave se había visto obligado a hacerlo.
Al principio, no había sido nada importante, unos puñetazos y una patada, pero luego había perdido el control, y Dave había sentido cómo la rabia iba en aumento a medida que el chico se apoderaba de él. Y el chico era un cliente exigente: no estaba contento hasta que veía trozos de cerebro.
Pero cuando todo había acabado, el chico se retiró. Se marchó y dejó que Dave se encargara de arreglarlo todo. Dave lo había hecho. Además, había realizado un trabajo estupendo (quizá no tan bien como habría esperado, pero decididamente muy bueno). Lo había llevado a cabo para que el chico se mantuviera alejado una buena temporada.
No obstante, el chico era un gilipollas. Allí estaba el chico otra vez llamando a su puerta, diciendo a Dave que iba a salir, al margen de que éste estuviera preparado o no. «Tenemos trabajo, Dave.»
La avenida le parecía un poco borrosa, y se movía de un lado a otro mientras andaba, pero Dave sabía que no faltaba mucho para llegar al Last Drop. Se estaban acercando a esas calles de mierda llenas de tipos raros y prostitutas, en las que la gente estaba encantada de vender lo que a Dave le habían arrancado.
«Me lo arrancaron a mí -dijo el chico-. Tú ya has crecido. No intentes llevar mi cruz.»
Los niños eran los peores. Parecían duendes. Salían disparados de las puertas o de los chasis de coches abandonados y se ofrecían a chupártela. Por sólo veinte pavos podías follar con ellos. Estaban dispuestos a todo.
El más joven, el que Dave había visto el sábado por la noche, no debía de tener más de once años. Tenía cercos de mugre alrededor de los ojos y una piel muy pálida, y una enmarañada mata pelirroja que no hacía más que subrayar su apariencia de duende. Debería haber estado en casa viendo comedias, pero en vez de eso estaba en la calle, ofreciendo mamadas a tipos raros.
Dave le había visto desde el otro lado de la calle mientras salía del Last Drop y se acercaba al coche. El chaval estaba apoyado en una farola, fumándose un cigarrillo, y cuando sus miradas se encontraron, Dave lo sintió: la emoción, el deseo de fundirse con él, de coger al chico pelirrojo de la mano y de llevárselo a un sitio tranquilo. Dar rienda suelta a sus deseos sería muy fácil, relajante y agradable. Rendirse a lo que había sentido, como mínimo, en los últimos diez años.
«Sí -le había dicho el chico-. Hazlo.»
No obstante (y ése era el instante en que el cerebro de Dave siempre se partía en dos), en lo más profundo de su alma sabía que estaba a punto de cometer el peor de los pecados. Sabía que cruzaría una línea, por muy atrayente que fuera, de la que no habría retorno posible. Sabía que si la cruzaba, nunca jamás sería capaz de sentirse entero, y que ya se podría haber quedado en ese sótano con Henry y George para el resto de su vida. Se lo repetía a sí mismo en situaciones tentadoras: cuando pasaba por delante de paradas de autobuses escolares y de parques, y de piscinas en verano. Intentaba convencerse a sí mismo de que no se convertiría ni en Henry ni en George. Él era mucho mejor que ellos. Tenía un hijo y amaba a su mujer. Sería fuerte. Cada año que pasaba se lo tenía que repetir a sí mismo con más frecuencia.
Sin embargo, no le había servido de nada el sábado por la noche.
Nunca había sentido un deseo tan fuerte como el sábado. Además, había tenido la sensación de que el chico pelirrojo que estaba apoyado en la farola lo sabía. Le había sonreído tras el humo del cigarrillo, y Dave se había sentido atraído hacia la acera. Se sentía bajar descalzo por una pendiente de raso.
Al rato, un coche había aparcado al otro lado de la calle, y después de hablar un poco, el chaval, que había mirado a Dave con una expresión de lástima, se había subido al coche. Dave se había fijado en que el coche, un Cadillac a tonos azules y blancos, había avanzado por la avenida hasta llegar al aparcamiento del Last Drop. Dave entró en su propio coche, y el Cadillac se dirigió hacia la arboleda abandonada que se extendía a lo largo de la valla caída. El conductor apagó las luces, pero dejó el motor en marcha; el chico le había susurrado al oído:
Henry y George, Henry y George, Henry y George…
Esa noche, antes de llegar al Last Drop, Dave había dado media vuelta a pesar de que el chico gritaba. No paraba de gritar: «Yo soy tú, yo soy tú, yo soy tú…».
Dave ansiaba detenerse y llorar. Quería apoyar los brazos en la pared más cercana y sollozar, porque sabía que el chico tenía razón. El chico que había escapado de los lobos y había crecido se había convertido en un lobo. Se había convertido en Dave.
Dave el Lobo.
Debía de haber sucedido recientemente, ya que Dave no recordaba ningún movimiento brusco del cuerpo que hubiera hecho que su alma se desvaneciera para dejar sitio libre a aquella nueva entidad. Sin embargo, había sucedido. Con toda probabilidad, mientras dormía.
No obstante, era incapaz de detenerse. Ese trozo de avenida era demasiado peligroso, y era muy probable que estuviera repleta de yanquis que verían a Dave, borracho como estaba, como una presa fácil. Sin ir más lejos, delante de sus mismas narices había un coche que avanzaba poco a poco, observándole, esperando a que exhalara olor a víctima.