Respiró profundamente y enderezó el paso, concentrándose en dar una apariencia de seguridad y frialdad. Alzó levemente los hombros, puso una mirada de «que te jodan», y se fue por el mismo camino por el que había ido, de vuelta hacia casa, sin sentirse más despejado, ya que el chico no cesaba de gritarle al oído; Dave decidió no hacerle caso. Eso sí que lo podía hacer. Era fuerte. Era Dave el Lobo.
En realidad, el chico sí bajó el tono de voz. Se volvió más familiar a medida que atravesaba las marismas para volver a casa.
«Yo soy tú -le dijo el chico en un tono amistoso-. Yo soy tú.»
Celeste, al salir de casa con Michael medio dormido en el hombro, vio que Dave se había llevado el coche. Lo había aparcado a media manzana de allí, sorprendida de conseguir un sitio donde aparcar a esas horas de la noche de un día laborable, pero en ese momento había un jeep azul en su lugar.
Eso no lo tenía previsto. Había planeado sentar a Michael en el asiento de copiloto, las bolsas en el de atrás y conducir los cuatro kilómetros que la separaban del motel Econo de la autopista.
– ¡Mierda! -exclamó en voz alta, reprimiendo el deseo de gritar.
– ¿Mamá? -musitó Michael.
– Todo va bien, Mike.
Y quizá fuera así, porque levantó los ojos y vio un taxi que doblaba la esquina de la calle Perthshire en dirección a la avenida Buckingham. Celeste alzó la mano con la que sostenía la bolsa de Michael, y el taxi se detuvo ante ella. Celeste pensó que bien podía permitirse el lujo de gastarse los seis dólares que le iba a costar el trayecto hasta el motel. Estaba dispuesta a gastarse cien dólares, si con ello conseguía salir de allí, e irse lo bastante lejos para reflexionar sin tener que estar pendiente del pomo de la puerta y de si regresaba el hombre que ya había decidido que ella era una vampira, merecedora tan sólo de que le clavaran una estaca en el corazón y una decapitación rápida para asegurarse.
– ¿Adónde se dirige? -preguntó el taxista mientras Celeste dejaba as bolsas en el asiento y se sentaba junto a ellas con Michael en el hombro.
«A cualquier parte -le quería decir-. A cualquier parte menos aquí.»
IV. ABURGUESAMIENTO
22. EL PEZ CAZADOR
– ¡Que te has llevado su coche! -exclamó Sean.
– Sólo ordené que lo hicieran -respondió Whitey-. No es lo mismo.
Mientras se alejaban del tráfico de la hora punta de la mañana y se dirigían hacia la rampa de salida de East Buckingham, Sean le preguntó:
– ¿Con qué pretexto?
– Con el de que estaba abandonado -contestó Whitey, silbando alegremente mientras doblaba la esquina de la calle Roseclair.
– ¿Dónde? -preguntó Sean-. ¿Delante de su casa?
– ¡No! -exclamó Whitey-. Encontraron el coche en la alameda de Rome Basin. Por suerte, dicha alameda se encuentra bajo jurisdicción estatal, ¿no es verdad? Según parece, alguien lo robó, fue a dar una vuelta, y luego lo abandonó. Esas cosas pasan muy a menudo, ¿sabes?
Esa mañana, Sean se había despertado de un sueño en el que sostenía a su hija en brazos y había pronunciado su nombre, a pesar de que no lo sabía, y no podía recordar lo que había dicho en el sueño; por lo tanto, aún se sentía un poco confuso.
– Hemos encontrado sangre -declaró Whitey.
– ¿Dónde?
– En el asiento delantero del coche de Boyle.
– ¿Cuánta?
Whitey, separando un poco el dedo pulgar del índice, contestó:
– Un poco, pero hemos encontrado más en el maletero.
– En el maletero -repitió Sean.
– En efecto, ahí hemos encontrado mucha.
– ¿Y bien?
– Pues que está en el laboratorio.
– No -replicó Sean-, lo que te quiero decir es qué pasa si han encontrado sangre en el maletero. A Katie Marcus nunca la pusieron en ningún maletero.
– Sí, claro, eso dificulta las cosas.
– Sargento, le reprenderán por haber examinado el coche.
– No.
– ¿No?
– El coche fue robado y abandonado bajo jurisdicción estatal. Lo hice puramente por motivos del seguro y, además, podría añadir que, para mayor beneficio del propietario…
– Ha llevado a cabo una investigación y ha redactado un informe.
– ¡Qué rápido eres, chico!
Aparcaron delante de la casa de Dave Boyle. Whitey apagó el motor y dijo:
– Tengo suficientes pruebas para llevarlo a comisaría e interrogarlo. En este momento es lo único que quiero.
Sean asintió con la cabeza, a sabiendas que era inútil tratar de discutir con él. Whitey se había convertido en sargento del Departamento de Homicidios a causa de su incansable tenacidad con respecto a sus corazonadas. Uno no tenía más remedio que soportarlas.
– ¿Qué han dicho los de Balística? -preguntó Sean.
– Los resultados también son un tanto extraños -contestó Whitey mientras observaban la casa de Dave desde el coche, ya que el sargento no parecía tener ninguna prisa en salir de allí-. La pistola era una Smith del 38, tal y como nos habíamos imaginado. Era parte del armamento que le robaron a un traficante de armas de New Hampshire en el ochenta y uno. La misma pistola que mató a Katherine Marcus fue utilizada en un atraco que se produjo en una tienda de licores en el ochenta y dos. Aquí mismo en Buckingham.
– ¿En las marismas?
Whitey negó con la cabeza y añadió:
– En Roman Basin, en un lugar llamado Looney Liquors. Lo atracaron dos hombres y ambos llevaban caretas de goma. Entraron por la puerta trasera después de que el propietario cerrara las puertas de delante, y el primer tipo que entró disparó una bala de aviso que atravesó una botella de whisky de centeno y quedó incrustada en la pared. El robo se produjo sin ningún otro altercado, pero recuperaron la bala. Los de Balística han verificado que procedía de la misma pistola que mató a Katie Marcus.
– Eso cambia el rumbo de la investigación, ¿no crees? -insinuó Sean-. En el ochenta y dos Dave tenía diecisiete años y acababa de empezar a trabajar para Raytheon. No creo que por aquel entonces se dedicara a atracar tiendas.
– Eso no implica que la pistola hubiera podido caer en sus manos. ¡Joder, tío, ya sabes con qué facilidad pasa de un lado a otro! -Whitey no parecía tan seguro como la noche anterior-. ¡Vamos a por él! -abrió la puerta del coche de golpe.
Sean salió del coche y ambos se encaminaron hacia la casa de Dave; Whitey manoseaba las esposas que le colgaban de la cadera como si albergara la esperanza de encontrar una excusa para poder usarlas.
Jimmy aparcó el coche y atravesó el aparcamiento de alquitrán descascarillado con una bandeja de cartón repleta de tazas de café y una bolsa de donuts, en dirección al río Mystic. Los coches pasaban a toda velocidad entre las arcadas metálicas del puente Tobin. Katie estaba arrodillada junto a la orilla con Ray Harris, y los dos observaban el río de cerca. Dave Boyle también estaba allí, con la mano tan hinchada que parecía un guante de boxeo. Dave estaba sentado en una tumbona junto a Celeste y Annabeth. Celeste tenía una especie de cremallera en la boca y Annabeth fumaba dos cigarrillos a la vez. Los tres llevaban gafas de sol negras y ninguno miraba a Jimmy. Miraban fijamente la cara inferior del puente, y despedían cierto aire que parecía indicar que preferirían que nadie les molestara y que les dejaran solos en las tumbonas.
Jimmy dejó el café y los donuts junto a Katie y se arrodilló entre ella y Ray Harris. Miró el agua y vio su reflejo, y también el de Katie y el de Ray mientras se volvían hacia él. Ray sujetaba un gran pez rojo, todavía vivo, entre los dientes.
– Se me ha caído el vestido al río -dijo Katie.