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– La sangre del asiento delantero -repitió Sean-. Haz el favor de responder al sargento.

Dave alzó la mirada hacia el sargento y dijo:

– Tenemos una valla de tela metálica en el patio trasero de casa. Sabe de qué le hablo, ¿no? Esas cuya parte superior se dobla hacia dentro. El otro día estaba arreglando el patio, ya que mi casero es muy mayor, y sí me ocupo del mantenimiento no me sube el precio del alquiler. Así pues, estaba cortando esos tallos parecidos al bambú…

Whitey suspiró, pero Dave no pareció darse cuenta.

– … y resbalé. Sostenía unas tijeras de podar en la mano y no quería soltarlas, así que al resbalar, me caí encima de la valla de tela metálica y me corté -se pasó la mano por el pecho-. Aquí mismo. No fue nada grave, pero sangré sin parar. Diez minutos más tarde, tenía que ir a recoger a mi hijo, que estaba entrenándose para la liga infantil de béisbol. Supongo que, cuando me senté en el coche, aún no había parado de sangrar. Es la única explicación que se me ocurre.

– Entonces la sangre del asiento delantero es suya -concluyó Whitey.

– Tal y como le he dicho, es la única explicación que se me ocurre.

– ¿Qué grupo sanguíneo tiene?

– B negativo.

Whitey le sonrió mientras andaba alrededor de la silla y se apoyaba en el borde de la mesa.

– ¡Qué raro! Es del mismo grupo sanguíneo que la sangre que encontramos en el asiento delantero.

Dave alzó las manos y exclamó:

– ¿Lo ven?

Whitey imitó el gesto que Dave había hecho con las manos, y añadió:

– ¿Le importaría explicarnos de dónde procede la sangre del maletero? No es del grupo B negativo.

– No sabía que hubiera sangre en mi maletero. Whitey soltó una risita y le preguntó:

– ¿No tiene ni idea de cómo un cuarto de litro de sangre ha ido a parar al maletero de su coche?

– No, no lo sé -contestó Dave.

Whitey se le acercó, le dio una palmada en la espalda, y añadió:

– Creo que debería decirle, señor Boyle, que así no vamos a llegar a ninguna parte. ¿Cómo cree que va a quedar ante el tribunal cuando afirme que no sabe cómo la sangre de otra persona fue a parar al maletero de su coche?

– Supongo que bien.

– ¿Qué se lo hace pensar?

Dave se reclinó de nuevo en la silla y Whitey apartó la mano.

– Usted mismo redactó el informe, sargento.

– ¿Qué informe? -preguntó Whitey.

Sean lo vio venir y pensó: «¡Mierda! ¡Nos ha pillado!».

– El informe del coche robado -respondió Dave.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Pues que ayer por la noche yo no tenía el coche. No sé lo que hizo con él la persona que lo robó, pero tal vez quiera usted averiguarlo, porque no parece que fuese nada bueno.

Durante unos largos treinta segundos, Whitey permaneció en silencio, y Sean se percató de que empezaba a comprenderlo: se había pasado de listo y se había metido en un buen lío. Cualquier cosa que encontraran en ese coche no sería aceptada ante el tribunal, porque el abogado de Dave podría sostener que lo habían puesto allí los mismos ladrones.

– La sangre estaba seca, señor Boyle. Llevaba allí bastante tiempo.

– ¿De verdad? -exclamó Boyle-. ¿Puede probarlo? ¿Con pruebas decisivas, sargento? ¿Está seguro de que no se secó con rapidez? Al fin y al cabo, ayer no fue una noche muy húmeda.

– Podemos probarlo -afirmó Whitey, pero Sean pudo oír la duda en su voz, y estuvo seguro de que Dave también lo percibió.

Whitey alzó los codos de la mesa y se volvió de espaldas a Dave.

Se tapó la boca con los dedos y empezó a darse golpecitos en el labio superior, mientras se dirigía hacia Sean con la mirada puesta en el suelo.

– ¿Qué probabilidades hay de que me traigan el Sprite? -preguntó Dave.

– Vamos a traer al niño con el que habló Souza, ese que vio el coche. Tommy…

– Moldanado -añadió Sean.

– Eso es -asintió Whitey, con un tono de voz apagado y una expresión de aturdimiento en el rostro; la mirada de alguien al que le han quitado la silla de debajo, y que se encuentra de pronto sentado en el suelo, preguntándose cómo ha ido a parar hasta allí-. Sí, pondremos a Boyle entre unos cuantos sospechosos, a ver si Moldanado lo reconoce.

– ¡Más vale eso que nada! -exclamó Sean.

Whitey se apoyó en la pared del pasillo mientras una secretaria pasaba por delante de ellos; llevaba el mismo perfume que Lauren, y Sean pensó que quizá la llamara al móvil para saber cómo le iban las cosas y para ver si le hablaba.

– Se siente demasiado cómodo -comentó Whitey-. Es la primera vez que lo llevan a la comisaría y ni siquiera está sudando.

– Sargento, esto no pinta nada bien, ¿sabe?

– ¡No hace falta que me lo recuerdes!

– Lo que quiero decir es que aunque no nos reprendieran por lo del coche, la sangre no coincide con el grupo sanguíneo de Katie Marcus. No tenemos nada que pueda relacionarlo con el caso.

Whitey se volvió hacia la puerta de la sala de interrogatorios y declaró:

– Puedo acabar con él.

– Acaba de machacarnos, sargento -replicó Sean.

– Ni siquiera he empezado.

Sean, no obstante, se lo notaba en la cara: la duda, el primer fallo de su corazonada principal. Whitey era tozudo, y si creía que tenía razón podía llegar a ser cruel, pero era lo bastante inteligente para no insistir con una corazonada que presentaba un montón de lagunas cada vez que intentaba justificarla.

– Mira -dijo Sean-, dejémosle que sude un poco ahí adentro.

– ¡Pero si no suda!

– Puede que empiece a hacerlo, si le dejamos solo y comienza a pensar.

Whitey, que observaba la puerta como si deseara prenderle fuego, contesto:

– Puede que tengas razón.

– Creo que es la pistola -dijo Sean-. Deberíamos averiguar algo más sobre ella.

Whitey hizo una mueca, y al cabo de un rato asintió:

– Sí, deberíamos obtener más información sobre la pistola. ¿Te encargas tú de hacerlo?

– ¿La tienda todavía pertenece al mismo propietario?

– No lo sé -respondió Whitey-. El archivo del caso es del año ochenta y dos; por aquel entonces, el propietario era Lowell Looney.

Sean sonrió al oír el nombre y dijo:

– Tiene un nombre gracioso, ¿no crees?

– ¿Por qué no te llegas hasta la tienda? -sugirió Whitey-. Yo vigilaré al desgraciado ése a través del cristal, a ver si empieza a cantar canciones sobre chicas muertas en el parque.

Lowell Looney debía de tener unos ochenta años, aunque parecía capaz de ganar a Sean en una carrera de cien metros lisos. Llevaba una camiseta naranja del gimnasio Porter, pantalones de chándal azules con ribetes blancos y unas Reebok relucientes; por la forma de moverse, era evidente que sería capaz de coger la botella de la estantería más alta si alguien se lo pidiera.

– Ahí mismo -le dijo a Sean, señalando una hilera de botellas de medio litro que había tras el mostrador-. Atravesó una botella y se quedó incrustada en esa pared.

– Espeluznante, ¿no cree? -espetó Sean.

El viejo se encogió de hombros y respondió:

– Quizá se lo parezca, pero me asustan más algunas de las noches que he tenido que soportar. Hará unos diez años, un tipo muy excéntrico me apuntó con una pistola en la cara; tenía una mirada de perro rabioso y no cesaba de parpadear a causa del sudor. ¡Eso sí que me asustó, hijo! Sin embargo, los que incrustaron la bala esa en la pared eran profesionales. Con ésos no tengo ningún problema. Sólo quieren el dinero, no están cabreados con el mundo.

– Así pues, esos dos tipos…

– ¡Venga a la trastienda! -exclamó Lowell Looney, moviéndose a toda velocidad hacia el otro extremo del mostrador, del que colgaba una cortina negra-. Ahí atrás hay una puerta que conduce a la zona de carga y descarga. Por aquel entonces tenía un chaval que trabajaba para mí a media jornada, y cada vez que sacaba la basura se fumaba un porrito ahí afuera. Cuando volvía a entrar, más de la mitad de las veces se olvidaba de cerrar la puerta con llave. O era cómplice de los atracadores o le habían observado lo suficiente para saber que era un descerebrado. Esa noche, entraron por la puerta abierta, dispararon al aire para avisarme de que no cogiera mi pistola, y se llevaron lo que habían venido a buscar.