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– ¿Cuánto le robaron?

– Seis mil dólares.

– ¡Eso es mucha pasta! -exclamó Sean.

– Los jueves solía cobrar cheques -explicó Lowell-. Ahora ya no lo hago, pero entonces era estúpido. Sin lugar a dudas, si los ladrones hubieran sido un poco más listos, me habrían atracado por la mañana, antes de que cambiara muchos de los cheques. -Se encogió de hombros-. Le he dicho que eran profesionales, pero supongo que no eran de los más listos.

– El chico que dejó la puerta abierta… -dijo Sean.

– Se llama Marvin Ellis -respondió Lowell-. Quizá estuviera involucrado. Le despedí al día siguiente. La cuestión es que supongo que hicieron ese disparo porque sabían que yo guardaba un arma debajo del mostrador. Y no es que yo lo fuera diciendo por ahí; por lo tanto, o se lo dijo Marvin o uno de los dos atracadores había trabajado aquí con anterioridad.

– ¿Le contó todo eso a la policía?

– ¡Claro! -el viejo agitó el brazo al recordarlo-. Revisaron mis archivos e interrogaron a toda la gente que había trabajado para mí. Por lo menos, eso es lo que me dijeron. Nunca arrestaron a nadie. ¿Dice que se ha usado la misma pistola en otro delito?

– Sí -contestó Sean-. Señor Looney…

– ¡Por el amor de Dios! ¡Llámeme Lowell, por favor!

– Lowell -preguntó Sean-, ¿aún guarda la lista de los antiguos empleados?

Dave miraba fijamente el espejo semitransparente de la Sala de Interrogatorios, a sabiendas de que el compañero de Sean, y quizá el mismo Sean, le estaría observando desde el otro lado.

«Bien.

» ¿Cómo va todo? Estoy disfrutando de mi Sprite. ¿Qué le ponen? ¿Limón? Eso es. Me gusta mucho el limón, sargento. Mmmm, ¡qué bueno! ¡Sí, señor! ¡Qué ganas tengo de que me traigan otra lata!»

Dave miraba directamente al centro del espejo desde el otro lado de la larga mesa, y se sentía muy bien. Cierto, no sabía dónde estaban Celeste y Michael, y ese hecho le enturbiaba el cerebro mucho más que las quince cervezas que se había tragado la noche anterior. Pero ella volvería. Parecía recordar que el día anterior la había asustado. Sin lugar a dudas, no tenía mucho sentido haberle hablado de vampiros y de cosas que te entran en el cuerpo para siempre; tal vez se hubiera asustado un poco.

No podía echarle la culpa de eso. En realidad, no tendría que haber permitido que el chico tomara el control y mostrara su lado más oscuro y salvaje.

Pero al margen de que Celeste y Michael se hubieran ido, se sentía fuerte. La indecisión de los últimos días había desaparecido. ¡Incluso había conseguido dormir seis horas seguidas la noche anterior! Se había despertado con una sensación de pesadez y con la boca seca, como si la cabeza le cayera por el peso del granito, pero aun así se sentía despejado.

Sabía quién era. Sabía que había hecho lo que tenía que hacer. Matar a alguien (y Dave ya no podía seguir culpando al chico, porque era él, Dave, el que había perpetrado el asesinato) le había fortalecido. Había oído que en ciertas civilizaciones antiguas se comían los corazones de la gente que asesinaban. Al comerse los corazones, poseían a los muertos. Les daba poder, el poder de dos, el espíritu de dos. Dave se sentía de ese modo. No, no se había comido el corazón de nadie. No estaba tan loco. No obstante, había sentido la gloria del depredador. Había matado. Había hecho lo que debía. Había apaciguado el monstruo que tenía dentro, el engendro que se moría por coger a un niño de la mano y fundirse con él en un a brazo.

Ese monstruo había desaparecido para siempre. Se había ido al infierno con la víctima de Dave. Al matar a alguien, había aniquilado su parte más débil, a ese monstruo que le había poseído desde que tuviera once años, de pie junto a su ventana, mirando la fiesta que celebraban en la calle Rester para festejar su retorno. En esa fiesta se había sentido débil e indefenso. Había tenido la sensación de que la gente se reía de él en secreto, los padres sonriéndole con la más falsa de las sonrisas; más allá de sus rostros, alcanzaba a ver que en el fondo sentían lástima por él, le temían y le odiaban, y él tuvo que marcharse de la fiesta para huir de ese odio que le hacía sentir como un trapo sucio.

Pero ahora el odio de los demás le fortalecería, porque ahora tenía un secreto que era mucho mejor que el anterior, ese que, de todos modos, todo el mundo parecía adivinar. Ahora tenía un secreto que, en vez de debilitarlo, le hacía poderoso.

Tenía ganas de decir a la gente: «Acércate, tengo un secreto. Si te acercas un poco más, te lo susurraré al oído». «He matado a alguien.»

Dave miró fijamente al poli gordo que había al otro lado del espejo:

«He matado a alguien, y no puedes probarlo».

«¿Quién es el débil, ahora?»

Sean encontró a Whitey en la oficina del otro lado del espejo semitransparente de la Sala de Interrogatorios C. Tenía un pie apoyado en un viejo sillón de piel; observaba a Dave y bebía café.

– ¿Ya has hecho la rueda de reconocimiento?

– Todavía no -respondió Whitey.

Sean se sentó junto a él. Dave les miraba fijamente a los ojos; daba la impresión de que podía verles. y lo que aún era más extraño es que les sonreía; levemente, pero les sonreía.

– No te encuentras muy bien, ¿verdad? -preguntó Sean.

Whitey se volvió hacia él y le respondió:

– He tenido días mejores.

Sean asintió con la cabeza.

Whitey, señalando a Dave con la taza de café, exclamó:

– ¡Sé que has hecho algo, desgraciado! ¡Cuéntamelo!

Sean deseaba alargarlo un poco más, dejar que Whitey se pusiera nervioso con la espera, pero al final no tuvo valor para hacerlo.

– He averiguado que cierta persona trabajaba en la tienda de licores de Looney.

Whitey dejó la taza de café sobre la mesa que había detrás de él quitó el pie de encima del sillón y preguntó:

– ¿De quién se trata?

– De Ray Harris.

– ¿Ray…?

Sean sintió cómo una sonrisa le iluminaba el rostro.

– El padre de Brendan Harris, sargento. Además, tiene antecedentes penales.

23. EL PEQUEÑO VINCE

Whitey estaba sentado en el escritorio vacío delante del de Sean, con el informe de libertad condicional en la mano: «Raymond Matthew Harris. Nació el 6 de septiembre de 1955. Se crió en el número 12 de la calle Mayhew de las marismas de East Bucky. Madre, Delores, ama de casa. Padre, Seamus, jornalero que abandonó a la familia en I967. El padre fue arrestado por hurto menor en I973 en Bridgeport, Connecticut. Después fue arrestado varias veces por conducción en estado de embriaguez y por otros muchos cargos. En 1979, el padre murió de un infarto de miocardio en Bridgeport. Ese mismo año, Raymond se casó con Esther Scannell (vaya cabrón más afortunado), y empezó a trabajar como maquinista para el metro de la Asociación de Transporte Metropolitano de Boston. El primer hijo, Brendan Seamus, nació en I981. A finales de aquel año, Raymond fue procesado por estafa, por haber malversado veinte mil dólares en billetes de metro. Al final desestimaron la acusación, pero Raymond perdió su empleo en la Asociación de Transporte Metropolitano de Bastan a causa del pleito. Después de eso, realizó diversos trabajos: empleado eventual para una empresa de restauración de edificios, encargado de almacén en la tienda de licores Looney, camarero, conductor de carretilla elevadora. Perdió el último empleo a causa de la desaparición de una pequeña cantidad de dinero. Una vez más, le acusaron, desestimaron la acusación y le despidieron. En 1982 le interrogaron en relación con el atraco de la licorería, pero le soltaron por falta de pruebas. Ese mismo año, también le interrogaron por el atraco de la licorería Blanchard en el condado de Middlesex; una vez más, lo dejaron marchar por falta de pruebas».