– ¿Qué prefiere, efectivo o talón?
Jimmy había pedido a Val que le llevara hasta allí, y al salir de la oficina, se sentó en el Mitsubishi 3000 GT de su cuñado. Jimmy se preguntó, por décima vez, cómo podía ser que un tipo de treinta y tantos años condujera un coche así y no se diera cuenta de que parecía estúpido.
– ¿Adónde vamos ahora, Jimmy?
– Vayamos a tomar un café.
Val casi siempre ponía algún tipo de gilipollez rap a todo volumen, y el bajo retumbaba detrás de las ventanas oscuras, mientras cualquier chica negro de clase media o algún blanco pobre con pretensiones cantaba acerca de prostitutas, hijos de puta y de cómo iba a sacar de repente su pistola y a hacer lo que Jimmy suponía que estaba de rabiosa actualidad, esos mequetrefes que salían en MTV, que él nunca habría conocido a no ser por haber oído a Katie mencionarlos cuando ésta hablaba por teléfono con sus amigas. En cambio, esa mañana Val no puso música, y Jimmy se lo agradeció. Jimmy detestaba el rap, y no era porque fuera música de negros y porque proviniera de los barrios bajos (al fin y al cabo, de ahí procedían el funky, el soul y el maravilloso blues), sino porque, por mucho que lo intentara, no le encontraba ningún mérito. Consistía en juntar unos cuantos estribillos de canciones del estilo de Man from Nantucket, en conseguir un pinchadiscos que arañase unos cuantos discos adelante y atrás, y en sacar el pecho mientras uno hablaba por un micrófono. Sí, claro, era auténtico, era callejero, era acojonante. Pero también lo era escribir tu nombre meando en la nieve y vomitar. Jimmy había oído a un estúpido crítico musical decir por la radio que mezclar música de otra gente era una forma de arte. A Jimmy, que no sabía mucho de arte, le habían entrado ganas de meterse por el altavoz y darle de hostias a aquel mentecato, obviamente un blanco con estudios que carecía de vida sexual. Si mezclar música era arte, entonces la mayoría de los ladrones que había conocido también eran artistas. Seguramente ni ellos mismos lo sabían.
Tal vez sólo se estuviera haciendo mayor. Sabía que el hecho de no entender la música de las generaciones más jóvenes era el primer indicio de que ya habías pasado el relevo. Pero en lo más profundo de su corazón, tenía la certeza de que no era sólo eso. El rap era, lisa y llanamente, una mierda, y que Val lo escuchara era como el que condujera aquel coche: un intento por aferrarse a algo que nunca había valido la pena.
Se detuvieron en un Dunkin' Donuts, y tiraron la tapa del vaso en un cubo de basura al salir por la puerta; tomaron el café a sorbos apoyados en el alerón que tenía el maletero del deportivo.
– Ayer por la noche salimos y, tal como nos dijiste, estuvimos preguntando por ahí -dijo Val.
Jimmy le dio un golpecito en el puño con el suyo y respondió:
– ¡Gracias, hombre!
Val le devolvió el toque y aclaró:
– No lo hice solamente porque una vez cumplieras dos años de condena por mí, Jimmy. Tampoco lo hice porque echo de menos que organices las cosas. Katie era mi sobrina, tío.
– Ya lo sé.
– Aunque no lo fuera de sangre, yo la quería.
Jimmy asintió y exclamó:
– ¡Sois los mejores tíos que ningún niño pudiera tener!
– ¡No jodas!
– En serio.
Val sorbió un poco de café, y se quedó un momento en silencio; luego, prosiguió:
– Bien, de acuerdo, esto es lo que averiguamos: parece ser que la pasma estaba en lo cierto respecto a O'Donnell y Farrow. O'Donnell estaba en la cárcel del condado. Farrow estaba en una fiesta, y hablamos con nueve tipos que nos lo confirmaron en persona.
– ¿Te pareció que decían la verdad?
– La mitad de ellos, seguro-.respondió Val-. También estuvimos husmeando por ahí y últimamente no se ha contratado a ningún asesino a sueldo. Además, Jim, ha pasado más de un año y medio desde la última vez que se contrató a alguien para que cometiera un asesinato; por lo tanto, supongo que nos habríamos enterado, ¿no crees?
Jimmy hizo un gesto de aprobación y bebió un poco más de café.
– La pasma se está tomando el caso muy en serio -apuntó Val-. Han peinado los bares, los negocios callejeros que hay alrededor del Last Drop, todos. Las prostitutas con las que he hablado habían sido interrogadas por la policía. Los camareros. Han interrogado a todo el mundo que estaba aquella noche en el McGills o en el Last Drop. Lo que quiero decir es que la policía realmente ha invadido el barrio. Está ahí fuera. Todo el mundo está haciendo un esfuerzo por recordar.
– ¿Hablasteis con alguien que recordara alguna cosa?
Val, que alzó dos dedos al tomar otro sorbo, contestó:
– Con un tal Tommy Moldanado. ¿Le conoces?
Jimmy negó con la cabeza.
– Creció en Basin, en las casas pintadas de colores. Bueno, pues afirmó haber visto a alguien vigilando el aparcamiento del Last Drop poco antes de que Katie saliera del bar. También nos contó que estaba seguro de que no era poli. Conducía un coche extranjero con una abolladura en el lado derecho de la parte delantera.
– De acuerdo.
– Lo que me pareció muy extraño es lo que me explicó Sandy Greene. ¿Te acuerdas de cuando trabajaba en el Looey?
Jimmy la recordó sentada en la clase, con unas trenzas color castaño y los dientes torcidos, siempre mascando los lápices hasta que se le partían en la boca y tenía que escupir la mina.
– Sí, ya me acuerdo. ¿A qué se dedica?
– Hace la calle -contestó Val-. Se la ve muy castigada, tío, y eso que es de nuestra edad, ¿verdad? Mi madre tenía mejor aspecto en el ataúd. Pues bien, es la prostituta que lleva más años haciendo esa zona de los alrededores del Last Drop. Me contó que había medio adoptado a un niño, un pilluelo que también está en el oficio.
– ¿Un niño?
– Sí, un niño de unos once o doce años.
– ¡Santo cielo!
– ¡La vida es dura! Bien, pues ella cree que ese niño se llama Vincent. Todo el mundo, a excepción de Sandy, le llamaba «Pequeño Vincent»; él prefería que le llamaran Vince. Pero Vincent actúa como si fuera mayor y se prostituye. Si uno intenta meterse con él, se defiende sin ningún problema; además, lleva una hoja de afeitar debajo de la correa de su Swatch. Estaba allí seis noches a la semana, hasta el sábado pasado, claro.
– ¿Qué le pasó el sábado?
– Nadie lo sabe, pero desapareció. Sandy me explicó que a veces dormía en su casa. Cuando ella regresó a su casa el domingo por la mañana todas sus cosas habían desaparecido. Se esfumó de la ciudad.
– Pues mejor para él. Tal vez pueda abandonar ese estilo de vida.
– Eso mismo le dije yo, pero Sandy replicó que el chico estaba muy metido en ese mundo y que cuando se hiciera mayor sería de armas tomar. Pero de momento es un niño y tiene que cargar con ese tipo de trabajo. Nos explicó que sólo había una cosa que podía hacerle abandonar la ciudad: el miedo. Ella está convencida de que el chico vio algo, algo que le aterrorizó, y que debería ser algo terrible, porque Vincent no se asusta con facilidad.
– ¿Habéis intentado averiguar dónde está?
– Sí, pero no es nada fácil. El negocio de los niños no está muy organizado que digamos. Viven en la calle, ganan un par de dólares cuando se les presenta la oportunidad, y se marchan de la ciudad cuando les apetece. Pero tengo a gente buscándole. Si encontrarnos a Vincent, supongo que podrá decirnos algo sobre el tipo que estaba sentado en el aparcamiento del Last Drop; tal vez viera, ya sabes, el asesinato de Katie.
– Si es que tuvo algo que ver con el tipo del coche.
– Moldanado nos contó que ese tipo emitía muy malas vibraciones. Había algo raro en él, aunque estaba oscuro y no pudo ver muy bien al tío; sólo dijo que de aquel coche salían malas vibraciones.