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– ¿Delató a toda la banda?

Burden negó con la cabeza y respondió:

– No, sólo a Marcus, pero él era el cerebro. Si te cortan la cabeza, el cuerpo muere, ¿no es verdad? La Policía de Boston lo pilló cuando salía de un almacén la mañana del desfile de San Patricio, el mismo día que iban a repartirse el botín; así pues, Marcus llevaba una maleta llena de dinero en la mano.

– ¡Un momento! -exclamó Sean-. ¿Harris testificó en sesión pública?

– No. Marcus llegó a un acuerdo mucho antes de ir a juicio. Se negó a dar los nombres de la gente que trabajaba para él y asumió todas las consecuencias, a sabiendas de que no podían probar casi nada. Entonces debía de tener unos diecinueve o veinte años. Había sido el cabecilla de la banda desde los diecisiete y nunca le habían arrestado. El fiscal del distrito hizo un trato con él y lo condenó a dos años de prisión y a tres años de libertad condicional, porque sabía que era muy probable que no pudieran condenarle en sesión pública. Parece ser que los de la Unidad contra el Delito Organizado estaban muy cabreados, pero ¿qué podían hacer?

– Entonces Jimmy Marcus nunca se enteró de que Ray Harris fue el que le delató.

Burden volvió a apartar la mirada del calendario, y miró a Sean con aquellos ojos apagados y con una ligera expresión de desprecio.

– En un período de tres años, Marcus había dirigido más de dieciséis atracos de importancia. Una vez, incluso atracó doce joyerías a la vez en la Lonja de Joyeros de la calle Washington. Ni siquiera ahora hemos conseguido averiguar cómo coño lo hizo. Tuvo que burlar veinte alarmas diferentes: las alarmas de las líneas telefónicas, las de las antenas por satélite, las de los móviles, eso teniendo en cuenta que en aquella época era una tecnología totalmente nueva. Además, sólo tenía dieciocho años. ¿Se lo pueden creer? A esa edad era capaz de descifrar códigos de alarmas que ni siquiera los profesionales de cuarenta podían descifrar. ¿Se acuerdan del atraco a Keldar Technics? Él y su banda entraron por el tejado, interfirieron las frecuencias del Cuerpo de Bomberos, y después accionaron el sistema de riego por aspersión. Supusimos que permanecieron colgados del techo hasta que el sistema de riego causó un cortocircuito con los detectores de movimiento. El tipo ése era un genio. Si en vez de trabajar para él mismo trabajara para la NASA, podría llevarse a su mujer y a sus hijos de vacaciones a Plutón. ¿Creen que un tipo así de listo era incapaz de averiguar quién le delató? Ray Harris desapareció de la capa de la tierra dos meses después de que Marcus saliera de la cárcel. ¿Qué les sugiere?

– A mí me sugiere que usted cree que Jimmy Marcus mató a Ray Harris -contestó Sean.

– O eso o encargó al enano ése de Val Savage que lo hiciera por él. Mire, llame a Ed Folan, del Distrito 7. Ahora es el capitán de ese distrito, pero antes trabajaba en la Unidad contra el Delito Organizado. Se lo puede contar todo sobre Marcus y Ray Harris. Cualquier poli que trabajase en East Bucky en los ochenta le dirá lo mismo. Si Jimmy Marcus no mató a Ray Harris, yo seré el próximo papa judío. -Apartó el calendario con el dedo, se puso en pie, y se subió los pantalones de un tirón-. Tengo que ir a comer. ¡Tómenselo con calma, colegas!

Atravesó la sala, balanceando la cabeza mientras lo observaba todo, quizá el escritorio en el que solía trabajar, el tablón en que anotaban sus casos junto a los de todos los demás, la persona que había sido en esa sala antes de volverse «ausente sin permiso» y de acabar en la Oficina de Objetos Perdidos, rezando para que llegara el día en que pudiera fichar por última vez e irse a alguna parte donde nadie recordara quién podía haber llegado a ser.

– ¿Papa Marshall el Perdido? -dijo Whitey, volviéndose a Sean.

Cuanto más rato llevaba sentado en aquel sillón desvencijado de esa fría habitación, más convencido estaba de que no era resaca lo que tenía, sino tan sólo la continuación de la borrachera de la noche pasada. La verdadera resaca solía empezar alrededor del mediodía, y avanzaba poco a poco por su interior cual grupo de termitas, apoderándose de su sangre y de su circulación sanguínea, apretándole el corazón y destrozándole el cerebro. La boca se le secaba y el sudor le mojaba el pelo, y de repente podía olerse a sí mismo a medida que el alcohol empezaba a supurarle por los poros. Las piernas y los brazos se le llenaban de barro. Le dolía el pecho. Y una suave pelusilla le bajaba por el cráneo y se le instalaba tras los ojos.

Ya no se sentía valiente. Ya no se sentía fuerte. La claridad que tan sólo dos horas antes le había parecido que iba a durar para siempre, había abandonado su cuerpo, salió de la sala y se fue calle abajo, para ser reemplazada por un miedo atroz que jamás había sentido. Estaba convencido de que iba a morir pronto y de forma desagradable. Tal vez muriera en esa misma silla y se golpeara la nuca contra el suelo mientras todo su cuerpo se estremecía por las convulsiones, con los ojos inyectados en sangre, y se tragaría la lengua tan profundamente que nadie podría volver a sacársela. Quizá muriera de un infarto de miocardio, pues el corazón ya empezaba a retumbarle en el pecho, como una rata en una caja metálica. O a lo mejor, cuando le permitieran salir de allí, si es que alguna vez lo hacían, saldría a la calle, oiría un bocinazo a su lado, caería redondo boca arriba, y los neumáticos de gruesos dibujos de un autobús le pasarían por encima de las mejillas y seguirían rodando.

¿Dónde estaba Celeste? ¿Se habría enterado de que le habían pillado y que le habían llevado hasta allí? Si así fuera, ¿le importaría? ¿Y qué había de Michael? ¿Echaría de menos a su padre? Lo peor de estar muerto era que Celeste y Michael seguirían con vida. Sí, seguro que les dolería un poco al principio, pero luego lo superarían y empezarían una nueva vida, pues eso era precisamente lo que hacía la gente cada día. Sólo en las películas la gente se consumía pensando en los muertos, y sus vidas se paralizaban como relojes averiados. En la vida real, la muerte era algo rutinario, un evento que todo el mundo podía olvidar, a excepción de uno mismo.

Dave a menudo se preguntaba si los muertos podían contemplar a los que habían dejado atrás y si lloraban al ver la facilidad con la que la gente que habían amado seguía con su vida. Como el hijo de Stanley el Gigante, Eugene. ¿Estaría en algún lugar etéreo con su cabecita calva y su bata blanca de hospital, observando cómo su padre se reía en un bar, y pensando: «¡Eh, papá! ¿Te acuerdas de mí? Antes estaba vivo».

Michael tendría otro padre, y tal vez fuera a la universidad y contara a alguna chica cosas sobre el padre que le había enseñado a jugar al béisbol, aquel que apenas recordaba. Sucedió hace tanto tiempo, le diría. Ha pasado tanto tiempo…

No había ninguna duda de que Celeste era lo bastante atractiva para conseguir otro hombre. Acabaría haciéndolo. Contaría a sus amigas que la soledad la afectaba demasiado, que era un buen hombre y que trataba bien a Michael. Sus amigas traicionarían el recuerdo de Dave en un abrir y cerrar de ojos. «Estupendo, cariño -le dirían-. Es lo mejor que puedes hacer. Tienes que volver a subirte al tren y continuar viviendo.»

Dave estaría allá arriba con Eugene, y los dos les observarían, proclamando su amor con voces que ninguno de los vivos llegaría a oír.

¡Santo cielo! Dave deseaba acurrucarse en un rincón y abrazarse a sí mismo. Se estaba desmoronando. Sabía que si aquellos polis regresaban en ese momento, no lo soportaría. Estaba dispuesto a contarles cualquier cosa que desearan oír, con tal que fueran afectuosos con él y le llevaran otro Sprite.

Entonces se abrió la puerta de la Sala de Interrogatorios ante Dave y su miedo y su necesidad de calor humano, y el agente que entró vestido de uniforme era joven, parecía fuerte y tenía la típica mirada de policía, impersonal e imperiosa a un tiempo.