– Señor Boyle, haga el favor de acompañarme.
Dave se puso en pie y se dirigió hacia la puerta, las manos le temblaban ligeramente por el alcohol que luchaba por abandonar su cuerpo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó.
– Tiene que ponerse en fila con unos cuantos sospechosos más. Hay alguien que desea echarle un vistazo.
Tommy Moldanado llevaba pantalones vaqueros y una camiseta verde con manchas de pintura. También había pequeñas manchas de pintura en el pelo castaño y rizado, en las botas color café y en la montura de sus gruesas gafas.
Eran precisamente las gafas lo que preocupaba a Sean. Cualquier testigo con gafas que se presentara en el tribunal se convertía en el blanco de todo abogado defensor. Y los miembros del jurado, aún peor. Eran expertos en gafas y leyes gracias a las series televisivas de Matlock y The Practice, y cuando subía al estrado gente con gafas, los olían como a traficantes de drogas, negros sin corbata o ratas de prisión que habían hecho algún trato con el fiscal del distrito.
Moldanado apoyó la nariz contra el cristal de la sala y se quedó mirando a los cinco hombres de la fila.
– Viéndoles de frente no estoy muy seguro. ¿Podrían volverse a la izquierda?
Whitey encendió el interruptor del estrado y dijo por el micrófono:
– Hagan el favor de volverse hacia la izquierda.
Los cinco hombres obedecieron.
Moldanado apoyó las manos en el cristal, entornó los ojos y afirmó:
– El número dos. Podría ser el número dos. ¿Podrían decirle que se acerque un poco más?
– ¿El número dos? -preguntó Sean.
Moldanado lo miró por encima del hombro e hizo un gesto de asentimiento.
El segundo tipo de la fila era un traficante llamado Scott Paisner, que solía operar en el condado de Norfolk.
– Número dos -ordenó Whitey con un suspiro-, dé dos pasos hacia delante.
Scott Paisner era bajo y rechoncho, llevaba barba, y con muchas entradas. Tenía el mismo parecido con Dave Boyle que Whitey. Se puso de frente, se acercó al cristal y Moldanado exclamó:
– ¡Sí, sí, ése es el tipo que vi!
– ¿Está seguro?
– En un noventa y cinco por ciento -respondió-. Era de noche, ¿sabe? No hay farolas en ese aparcamiento y además iba colocado. Pero, aparte de eso, estoy casi seguro de que es el mismo tipo que vi.
– No dijo nada de la barba en su declaración -apunto Sean.
– No, pero ahora creo que sí, que tal vez llevara barba.
– ¿No hay nadie más en la fila que se le parezca? -preguntó Whitey.
– ¡No! -exclamó-. ¡En lo más mínimo! ¿Quiénes son los demás? ¿Polis?
Whitey bajó la cabeza hacia el estrado, y susurró:
– ¡Ni siquiera sé por qué me dedico a esto, joder!
– ¿Qué? ¿Qué? -preguntó Moldanado con la mirada puesta en Sean.
Sean abrió la puerta tras él y dijo:
– Gracias por venir, señor Moldanado. Estaremos en contacto.
– Pero lo he hecho bien, ¿no? Espero haberles sido útil.
– ¡Por supuesto! -respondió Whitey-. Le mandaremos una condecoración.
Sean le dedicó una sonrisa y un gesto de asentimiento y cerró la puerta en cuanto Moldanado cruzó el umbral.
– No tenemos ningún testigo -afirmó Sean.
– ¡No jodas!
– Las pruebas del coche no nos sirven para llevarle a juicio.
– Eso ya lo sé.
Sean vio cómo Dave se cubría la cara con la mano y entrecerraba los ojos a causa del sol. Parecía llevar un mes sin dormir.
– ¡Vamos, sargento!
Whitey apartó la mirada del micrófono y le miró. También empezaba a tener cara de estar agotado, y tenía los ojos enrojecidos.
– ¡A la mierda! -exclamó-. ¡Que lo suelten!
24. UNA TRIBU DESTERRADA
Celeste estaba sentada junto a la ventana de la cafetería Nate amp; Nancy, situada delante de casa de Jimmy Marcus en la avenida Buckingham, cuando Jimmy y Val Savage aparcaban el coche de Val media manzana más arriba y se encaminaban hacia la casa.
Si pensaba hacerlo de verdad, tenía que levantarse de la silla enseguida e ir hacia ellos. Se puso en pie, con las piernas temblando, y se golpeó la mano con la parte inferior de la mesa. Se la quedó mirando. También le temblaba, y vio un rasguño en la base del hueso del dedo pulgar. Se la llevó a los labios y se volvió hacia la puerta. Todavía no estaba muy segura de poder hacerlo, de pronunciar las palabras que se había preparado aquella mañana en la habitación del motel. Había decidido contar a Jimmy sólo lo que sabía, la forma en que Dave se había comportado desde primera hora del domingo por la mañana, aunque sin sacar conclusiones, para que él mismo se formara su propia opinión. Sin la ropa que Dave había llevado esa noche, no tenía mucho sentido ir a la policía. Se lo repetía, porque no estaba muy segura de que la policía pudiera protegerla. Después de todo, ella tenía que seguir viviendo en el barrio, y lo único que podía protegerla de los peligros del barrio era el barrio mismo. Si se lo contaba a Jimmy, entonces él y los Savage podrían erigir una especie de foso alrededor de ella, que Dave nunca se atrevería a cruzar.
Salió por la puerta en el momento en que Jimmy y Val se acercaban a las escaleras de la entrada principal. Alzó su mano lastimada. Llamó a Jimmy mientras avanzaba por la avenida, convencida de que debía de parecer una loca: despeinada, con los ojos hinchados y ciegos a causa del miedo.
– ¡Jimmy! ¡Val!
Se dieron la vuelta cuando subían el primer escalón y se la quedaron mirando. Jimmy le dedicó una sonrisa diminuta y perpleja, y Celeste se percató una vez más de lo franca y encantadora que era su sonrisa. Era natural, intensa y genuina. Decía: «Soy amigo tuyo, Celeste. ¿En qué puedo ayudarte?».
Alcanzó la acera y Val le besó en la mejilla.
– ¡Hola, prima!
– ¡Hola, Val!
Jimmy también le dio un beso rápido, y tuvo la sensación de que le atravesaba la carne y le hacía temblar la garganta.
– Annabeth te ha estado llamando esta mañana -dijo Jimmy-, pero no estabas ni en casa ni en el trabajo.
Celeste asintió con la cabeza y añadió:
– He estado… -apartó la mirada del rostro pequeño y curioso de Val que la examinaba-. Jimmy, ¿podría hablar contigo un momento?
– ¡Por supuesto! -respondió Jimmy, dedicándole otra vez una sonrisa de desconcierto. Después se volvió hacia Val-. Ya hablaremos de nuestros asuntos más tarde, ¿de acuerdo?
– ¡Claro! ¡Hasta pronto, prima!
– Gracias, Val.
Val entró en la casa, y Jimmy se sentó en el tercer escalón y dejó un espacio para Celeste a su lado. Ella se sentó, se meció la mano herida en el regazo, e intentó encontrar las palabras. Jimmy la observó un momento, expectante, y pareció darse cuenta de que estaba bloqueada y de que era incapaz de dar rienda suelta a sus pensamientos.
Con voz suave, le dijo:
– ¿Sabes de lo que me estaba acordando el otro día?
Celeste negó con la cabeza.
– De cuando estaba de pie junto a las escaleras de la calle Sydney. ¿Te acuerdas de cuando íbamos allí a ver las películas del autocine y a fumar canutos?
Celeste sonrió y comentó:
– Por aquel entonces salías con…
– ¡No me lo digas!
– …Jessica Lutzen y su extraordinario cuerpo, y yo salía con Duckie Coopero
– Sí, con el Pato Donald -añadió Jimmy-. ¿Qué habrá sido de él?
– Me contaron que se enroló en la Marina, que pilló una extraña enfermedad cutánea en el extranjero, y que ahora vive en California.
– ¡Ajá!
Jimmy alzó la barbilla, recordando el pasado, y de repente Celeste vio que hacía lo mismo que dieciocho años atrás, cuando su pelo era más rubio y él estaba más loco; Jimmy solía subirse a los postes telefónicos en días de tormenta, mientras las chicas le observaban y rezaban para que no se cayera. Pero incluso en los momentos más enloquecidos, había esa tranquilidad, esas pausas repentinas de reflexión, esa sensación que emanaba de él, incluso de niño, de que lo examinaba todo con mucho cuidado, a excepción de su propia piel.