– Muy poco. Sólo tenía seis años cuando nos abandonó.
– Entonces, ¿no te acuerdas de él?
Brendan se encogió de hombros y contestó:
– Recuerdo pequeñas cosas. Cuando estaba borracho solía entrar en casa cantando. Una vez me llevó al parque del lago Canobie y me compró algodón azucarado; me comí la mitad y cuando me monté en el tiovivo no paré de vomitar. No estaba mucho en casa, de eso sí que me acuerdo. ¿Por qué?
Sean, con la mirada puesta otra vez en la pantalla, le preguntó:
– ¿Qué más recuerdas?
– No sé. Olía a cerveza y a chicle de menta. Él…
Sean percibió una sonrisa en la voz de Brendan, alzó la mirada, y vio que ésta se deslizaba suavemente por su rostro.
– ¿Qué más, Brendan?
Brendan cambió de posición, con la vista fija en algo que no estaba en el cuarto, ni siquiera en el huso horario corriente.
– Solía llevar un montón de monedas, ¿sabe? Le abultaban los bolsillos y hacían ruido al andar. Cuando era niño, me sentaba en la sala de estar de la parte delantera de la casa. Era un lugar diferente del que vivimos ahora. Era una casa bonita. Me sentaba allí a eso de las cinco de la tarde y cerraba los ojos hasta que le oía llegar acompañado del tintineo de las monedas. Entonces salía disparado de la casa para verle y si llegaba a adivinar cuánto dinero llevaba en el bolsillo, aunque no lo acertara con exactitud, me lo daba; -Brendan sonrió y negó con la cabeza-. ¡Siempre tenía cambio!
– ¿Recuerdas alguna pistola? -preguntó Sean-. ¿Tu padre tenía pistola?
La sonrisa se le congeló y miró a Sean con los ojos entornados como si no comprendiera su idioma.
– ¿Qué?
– ¿Tu padre tenía una pistola?
– No.
Sean asintió y añadió:
– Pareces estar muy seguro, a pesar de que sólo tenías seis años cuando se marchó.
Connolly entró en la sala con una caja de cartón bajo el brazo. Se dirigió hacia Sean y depositó la caja sobre la mesa de Whitey.
– ¿Qué hay dentro? -preguntó Sean.
– Un montón de cosas -contestó Connolly, examinando el interior-. Informes de la Policía Científica, de los de Balística, análisis de huellas dactilares, la cinta de la conversación telefónica… Muchas cosas.
– Eso ya lo has dicho. ¿Hay alguna novedad en cuanto a las huellas?
– No corresponden a nadie que tengamos fichado en el ordenador.
– ¿Lo has comprobado en la base nacional de datos?
– Sí, y en la de Interpol -respondió Connolly-. Y nada. Hay una huella impecable que encontrarnos en la puerta. Es de un dedo pulgar. Si es la del asesino, es bajo.
– Bajo -repitió Sean.
– Sí, bajo. Sin embargo, podría ser de cualquiera. Conseguimos seis huellas claras, pero no corresponden a nadie que esté fichado.
– ¿Has escuchado la cinta?
– No. ¿Debería haberlo hecho?
– Connolly, deberías familiarizarte con cualquier cosa que guarde relación con el caso, hombre.
Connolly asintió y preguntó:
– ¿Usted piensa escucharla?
– Para eso ya te tengo a ti -contestó Sean. Luego se volvió hacia Brendan Harris-. Estábamos hablando de la pistola de tu padre.
– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan.
– ¿De verdad que no?
– De verdad.
– ¡Qué raro! -exclamó Sean-. Entonces supongo que nos han informado mal. A propósito, Brendan, ¿solías hablar mucho con tu padre?
Brendan negó con la cabeza, y respondió:
– No. Nos dijo que salía a tomar una copa y nunca regresó. Nos abandonó a mí y a mi madre, y eso que ella estaba embarazada.
Sean, asintiendo como si él mismo pudiera sentir el dolor, comentó:
– Sin embargo, tu madre nunca comunicó su desaparición a la policía.
– Porque no había desaparecido -espetó Brendan, con una expresión airada en los ojos-. Le había dicho a mi madre que no la amaba, y que siempre le estaba agobiando. Dos días más tarde, se marchó.
– ¿Nunca intentó encontrarle ni nada de eso?
– No, como le mandaba dinero, a la mierda con él.
Sean apartó el lápiz del teclado y lo dejó sobre la mesa. Observó a Brendan Harris, intentando obtener información del chico, ya que sólo conseguía sacarle indicios de depresión y de ira acumulada.
– ¿Os mandaba dinero?
Brendan asintió y contesto:
– Una vez al mes, religiosamente.
– ¿Desde dónde?
– ¿Qué?
– ¿Desde dónde enviaba los sobres de dinero?
– Desde Nueva York.
– ¿Siempre?
– Sí.
– ¿En metálico?
– Sí. Casi siempre nos mandaba quinientos dólares al mes. En navidades, nos mandaba más.
– ¿Alguna vez os mandó alguna nota? -preguntó Sean.
– No.
– Entonces, ¿cómo sabes que lo mandaba él?
– ¿Quién más iba a mandarnos dinero una vez al mes? Se sentía culpable. Mi madre siempre decía que él era así: que hacía cosas malas, y que como luego se arrepentía, ya no contaban, ¿sabe?
– Me gustaría ver algunos de esos sobres -declaró Sean.
– Mi madre siempre los tira.
– ¡Mierda! -exclamó Sean, apartando la pantalla del ordenador fuera de su ángulo de visión.
Los detalles del caso estaban empezando a molestarle: que Dave BoyIe fuera sospechoso, que Jimmy Marcus fuera el padre de la víctima, que a ésta la hubieran asesinado con la pistola del padre de su novio. Además había algo más que le fastidiaba, aunque no tuviera nada que ver con el caso.
– Brendan -dijo-, si tu padre abandonó la familia cuando tu madre estaba embarazada, ¿por qué le puso el nombre de tu padre a tu hermano?
Brendan, con la mirada perdida, respondió:
– Mi madre no está muy bien de la cabeza, ¿sabe? Se esfuerza y todo eso, pero…
– De acuerdo.
– Dice que le puso Ray para que no se le olvidara.
– ¿El qué?
– De lo que eran capaces los hombres -se encogió de hombros-. Hasta qué punto le podían joder a uno la vida si se les daba la oportunidad, aunque sólo fuera para demostrar que eran capaces de hacerlo.
– Cuando tu hermano se quedó mudo, ¿cómo se sintió tu madre?
– Cabreada -contestó Brendan, esbozando una tímida sonrisa-.
De alguna manera, confirmaba que ella tenía razón. Por lo menos, así lo creía.
Pasó la mano sobre la bandeja sujetapapeles del escritorio de Sean, y la sonrisa se desvaneció.
– ¿Por qué me ha preguntado si mi padre tenía una pistola?
Sean, que de repente se sentía cansado de aquellos juegos, de ser educado y prudente, le respondió:
– ¡Si tú ya lo sabes!
– No -replicó Brendan-. No lo sé.
Sean se apoyó en la mesa, casi incapaz de reprimir el deseo inexplicable de continuar, de abalanzarse contra Brendan Harris y estrujarle el cuello con las manos.
– La pistola que mató a tu novia, Brendan, es la misma que tu padre usó en un atraco hace dieciocho años. ¿Te gustaría contarme algo más?
– Mi padre no tenía pistola -replicó Brendan, pero Sean se percató de que algo empezaba a funcionar en el cerebro del chico.
– ¿No? ¡A mí no me la pegas! -Golpeó la mesa con tanta fuerza que podría haber tirado al chico de la silla-. Y dices que amabas a Katie Marcus. Pues bien, Brendan, déjame que te cuente lo que me gusta a mí: me encanta mi sueldo, la habilidad que tengo para resolver los casos en setenta y dos horas. Ahora me estás mintiendo.
– No, no es verdad.
– Sí, sí que me estás mintiendo. ¿Sabes que tu padre era un ladrón?
– Trabajaba para la Asociación de Transporte…
– ¡Era un maldito ladrón! Trabajaba con Jimmy Marcus, que también era un ladrón. ¡Y ahora va y matan a la hija de Jimmy con la pistola de tu padre!
– Mi padre no tenía pistola.
– ¡Que te jodan! -vociferó Sean. Connolly pegó un salto en la silla y se volvió hacia ellos-, ¿Tienes ganas de fastidiarme, chico? Pues lo haces en tu celda.