Sean cogió las llaves del cinturón y se las lanzó por encima de la cabeza a Connolly.
– ¡Encierra a este gusano! Brendan se puso en pie y exclamó:
– ¡Yo no he hecho nada!
Sean observó cómo Connolly se colocaba detrás de Brendan, tensando las articulaciones de los pies.
– No tienes coartada, Brendan, mantuviste relaciones con la víctima, y la asesinaron con la pistola de tu padre. Hasta que no se aclare todo esto, te mantendré bajo arresto. Descansa y piensa en todo lo que me acabas de decir.
– ¡No me puede encerrar! -Brendan miró a Connolly que estaba detrás de él-. ¡No puede hacerlo!
Connolly se volvió hacia Sean, con los ojos desorbitados, ya que el chico tenía razón. En teoría, no podían encerrarle hasta que no le acusaran formalmente. Y, de hecho, no podían acusarle de nada. En aquel estado era ilegal acusar a alguien por el mero hecho de ser sospechoso.
Pero Brendan no sabía nada de eso, y Sean lanzó a Connolly una mirada que decía: «Bienvenido al Departamento de Homicidios». -Si no me cuentas algo más ahora mismo -le amenazó Sean-, pienso encerrarte.
Brendan abrió la boca, y Sean vio cómo unos oscuros pensamientos le atravesaban, cual anguila eléctrica. Después cerró la boca y negó con la cabeza.
– Sospechoso de asesinato en primer grado -sentenció Sean-. ¡A la celda con él!
Dave regresó a su casa vacía a media tarde y se fue directo a la nevera para coger una cerveza. No había comido nada y sentía el estómago vacío y lleno de aire. No era el mejor momento para beberse una cerveza, pero a Dave le hacía falta. Necesitaba suavizar su fatigada cabeza y librarse de la tensión del cuello, aliviar los violentos latidos de su corazón.
La primera la pasó muy bien mientras paseaba por la casa vacía. Celeste podría haber regresado a casa mientras él estaba fuera y haberse ido a trabajar, y pensó en llamar a la peluquería para ver si estaba allí, cortando cabellos y hablando con las señoras, flirteando con Paolo, el homosexual que hacía el mismo turno que ella y que coqueteaba de esa manera natural, aunque no del todo inofensiva, tan característica de los homosexuales. O tal vez fuera a la escuela de Michael, y le saludara efusivamente y le diera un fuerte abrazo, para luego acompañarlo hasta casa, y parar a medio camino a tomarse un batido de chocolate.
Pero Michael no estaba en la escuela y Celeste tampoco estaba en el trabajo. De alguna manera, Dave sabía que se escondían de él; por lo tanto, se acabó su segunda cerveza sentado a la mesa de la cocina, sintiendo cómo le hacía efecto, cómo lo calmaba todo, convirtiendo el aire que le rodeaba en pequeños torbellinos y tiñéndolo de color plateado.
Debería habérselo dicho. Desde un buen principio, debería haberle contado a su mujer lo que en realidad había sucedido. Debería haber confiado en ella. Seguro que no había muchas mujeres que hubiesen aguantado a un antiguo campeón de béisbol de instituto, del que habían abusado sexualmente de niño, y que era incapaz de conservar un puesto de trabajo estable. Pero Celeste lo había hecho. Al recordarla junto al fregadero esa noche, lavando la ropa y diciéndole que se encargaría de eliminar las pruebas… ¡No había duda de que era una mujer extraordinaria! ¿Cómo podía haberlo olvidado? ¿Por qué llegaba un momento en que uno dejaba de ver a la gente que siempre le rodeaba?
Dave sacó la tercera y última cerveza de la nevera y siguió andando por la casa un poco más, con el cuerpo repleto de amor hacia su mujer e hijo. Deseaba acurrucarse junto al cuerpo desnudo de su mujer mientras ésta le acariciaba el pelo, para decirle lo mucho que la había echado de menos en aquella sala de interrogatorios, con su silla rota y su frialdad. Un poco antes, había pensado que deseaba calor humano, pero lo que en realidad quería era el calor de Celeste. Quería estrecharla entre sus brazos, hacerla sonreír, besarle los párpados, acariciarle la espalda y fundirse con ella.
«No es demasiado tarde -le diría cuando ella regresara a casa-. Lo único que pasa es que mi cerebro se ha liado un poco últimamente; tan sólo se me habían cruzado los cables. Supongo que la cerveza no sirve de mucha ayuda, pero la necesito hasta que regreses a casa. Cuando lo hagas, dejaré de beber. Dejaré la bebida, iré a clases de informática o algo así, y conseguiré un empleo en una oficina. La Guardia Nacional se ofrece a pagar los estudios, y yo podría hacerlo. Podría estudiar un fin de semana al mes y unas cuantas semanas en verano; podría hacerlo por mi familia. Por ellas, lo podría hacer con los ojos cerrados. Me ayudaría a ponerme en forma, a perder el peso que he ganado con la cerveza, y a aclararme las ideas. Y cuando haya conseguido el trabajo de oficina, entonces nos iremos de aquí, de este barrio que tiene unos alquileres que no paran de subir, proyectos para construir estadios y que se está llenando de burgueses. ¿Por qué luchar contra ello? Tarde o temprano, nos echarán. Se librarán de nosotros y se construirán un mundo a su medida, para hablar de sus segundas residencias en las cafeterías y en los pasillos de los supermercados de comida integral.
«Iremos a un buen sitio -le diría a Celeste-. Iremos a un lugar limpio donde podamos criar a nuestro hijo. Empezaremos de cero. Y te contaré lo que sucedió, Celeste. No es nada bueno, pero no es tan malo como piensas. Te explicaré que tengo algunas cosas sobrecogedoras y perversas en mi cabeza, y que tal vez tenga que ir a ver a alguien para librarme de ellas. Tengo ciertas necesidades que me horrorizan, cariño, pero estoy esforzándome. Estoy intentando ser un hombre bueno y enterrar al chico. O como mínimo, enseñarle un poco de compasión.»
Tal vez fuera eso lo que andaba buscando el tipo del Cadillac: un poco de compasión. Pero el chico que había escapado de los lobos no se sentía nada compasivo el sábado por la noche. Tenía aquella pistola en la mano y le había dado un golpe al tipo ése a través de la ventana abierta; Dave había oído cómo le rompía los huesos mientras el niño pelirrojo no paraba de moverse en el asiento contiguo, observándole con la boca abierta mientras Dave le golpeaba una y otra vez. Había entrado en el coche y le había sacado arrastrándole por el pelo, y el tipo no se encontraba tan desvalido como le había hecho creer. Había estado haciéndose el muerto, y Dave sólo alcanzó a ver el cuchillo cuando le rasgó la camisa y se lo clavó en la carne. Era una navaja, y no se la había clavado con mucha fuerza, pero estaba lo bastante afilada para herir a Dave, hasta que éste consiguió golpearle la muñeca con las rodillas y apretarle el brazo contra la puerta del coche. Cuando la navaja cayó al suelo, Dave le dio una patada y fue a parar bajo el coche.
El niño pelirrojo parecía estar asustado, pero también conmocionado. Dave, que en ese momento ya estaba fuera de sí, le dio al tipo un golpe en la cabeza con la culata de la pistola con tanta fuerza que rompió la empuñadura. El tipo empezó a retorcerse de dolor, y Dave le saltó encima, sintiendo el lobo, odiando a aquel hombre, a aquel monstruo, a aquel jodido degenerado abusador infantil, y cogió por los pelos a ese desgraciado y le golpeó la cabeza contra la acera. Una y otra vez, hasta que lo dejó hecho polvo, a Henry, a George, santo cielo, Dave, Dave.
«Muérete, cabrón. Muérete, muérete, muérete.»
En ese instante el niño pelirrojo se fue corriendo; Dave volvió la cabeza y se dio cuenta de que estaba pronunciando las palabras en voz alta: «Muérete, muérete, muérete, muérete». Dave vio cómo el niño atravesaba el aparcamiento a toda velocidad y empezó a perseguirle a gatas, con la sangre del hombre goteándole por las manos. Deseaba decirle al niño que lo había hecho por él. Le había salvado. Y que si él quería, le protegería para siempre.
Permaneció en el callejón de detrás del bar, sin aliento, a sabiendas de que el niño ya estaría muy lejos. Alzó los ojos hacia el oscuro cielo y dijo: