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Souza apareció junto a su asiento, y Connolly lo hizo unos cuantos pasos detrás.

– ¡Y dijo que no era importante, sargento!

Whitey se puso la mano detrás de la oreja, y alzó los ojos hacia Souza:

– ¿De qué se trata, chico? Ya sabes que no oigo muy bien.

– Hemos estado repasando la lista de coches que la grúa se ha llevado del aparcamiento del Last Drop.

– Eso está bajo jurisdicción del Departamento de Policía de Boston -protestó Whitey-. ¿No os lo había dicho?

– Hemos encontrado un coche que no ha reclamado nadie, sargento.

– ¿Y?

– Pues que le dijimos al empleado que volviera a comprobar si el coche todavía estaba ahí. Cuando se puso de nuevo al teléfono, nos dijo que el maletero goteaba.

– ¿Qué era lo que goteaba? -preguntó Sean.

– No lo sé, pero nos contó que olía a mil demonios.

Era un Cadillac de dos colores: la cubierta blanca sobre la carrocería azul. Whitey se agachó junto a la ventana del copiloto, con las manos a ambos lados de los ojos.

– Diría que esa mancha marrón que hay junto a la puerta del conductor parece un poco sospechosa.

Connolly, de pie junto al maletero, exclamó:

– ¡Caramba, qué pestazo! ¡Apesta igual que la marea baja en Wollaston!

Whitey se acercó al maletero en el instante en que el empleado le entregaba un punzón a Sean.

Sean se colocó junto a Connolly y, apartándolo de en medio, le aconsejo:

– Use la corbata.

– ¿Cómo dice?

– ¡Para taparse la boca y la nariz, hombre! ¡Use la corbata!

– ¿Y ustedes qué usan?

Whitey señaló su resplandeciente labio superior y contestó:

– Nos hemos puesto Vicks en el coche. Lo siento, chicos, pero se nos ha terminado.

Sean cogió el punzón de uno de los extremos, lo pasó por la cerradura del maletero del Cadillac y lo clavó hasta el fondo, sintiendo cómo el metal se deslizaba sobre el metal, y cómo presionaba el cilindro de la cerradura.

– ¿Lo has conseguido? -le preguntó Whitey-. ¿A la primera?

– Sí -contestó Sean.

Tiró con fuerza hacia atrás, arrastrando el cilindro de la cerradura, vislumbrando el agujero que había hecho antes de que saltara el pestillo y se levantara la tapa del maletero. El olor a marea baja fue sustituido por algo mucho peor: era un hedor que parecía ser una mezcla de gases pantanosos y de carne hervida pudriéndose sobre una pila de huevos revueltos.

– ¡Hostia! -exclamó Connolly, mientras se cubría el rostro con la corbata y se alejaba del coche.

– ¿A alguien le apetece un bocadillo mixto? -preguntó Whitey, y Connolly se volvió del color de la hierba.

Souza, sin embargo, no tuvo ningún problema. Se acercó al maletero y, tapándose la nariz con una mano, preguntó:

– ¿Dónde tiene la cara?

– Debe de ser eso -respondió Sean.

El hombre estaba acurrucado en posición fetal, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y hacia un lado, como si tuviera el cuello roto, y el resto del cuerpo hecho un ovillo en dirección contraria. El traje y los zapatos que llevaba eran de calidad, y Sean, después de examinarle las manos y el pelo, dedujo que debía de tener unos cincuenta años. Se dio cuenta de que había un agujero en la parte trasera de la chaqueta del traje, y utilizó un bolígrafo para apartar el tejido de la espalda del tipo. La camisa que llevaba debajo se había vuelto amarilla a causa del sudor y del calor, pero Sean encontró un agujero similar al de la chaqueta, en medio de la espalda, donde la camisa le había quedado incrustada en la piel.

– Le dispararon, sargento. No cabe ninguna duda. -Examinó el maletero durante un momento-. Sin embargo, no encuentro el cartucho.

Whitey se volvió hacia Connolly en el instante en que éste empezaba a tambalearse y le ordenó:

– Suba al coche y diríjase al aparcamiento del Last Drop. Primero informe al Departamento de Policía de Boston. Sólo nos faltaría tener que discutir con ellos por cuestiones de jurisdicción. Examine la zona del aparcamiento en la que encontró mayor cantidad de sangre. Hay muchas posibilidades de que la bala esté allí, agente. ¿Me ha entendido?

Connolly asintió con la cabeza, tragando saliva.

– La bala le atravesó el cuadrante inferior y le alcanzó el esternón, casi en el centro.

– Trae a la Policía Científica y a todos los agentes que puedas sin cabrear a los de Departamento de Policía de Boston -dijo Whitey a Connolly-. Si encuentras la bala, encárgate de llevarla personalmente al laboratorio.

Sean asomó la cabeza por el maletero y observó el rostro destrozado con atención.

– A juzgar por la cantidad de grava, alguien le aplastó la cara contra la acera hasta que no pudo más.

Whitey, cogiendo a Connolly por el hombro, le dijo:

– Di a los de la policía que van a necesitar un equipo entero de los de Homicidios: técnicos, fotógrafos, el ayudante del fiscal del distrito que esté de guardia y el médico forense. Diles también que el sargento Powers necesita a alguien que pueda hacer un análisis de grupo sanguíneo en el mismo lugar del crimen. ¡En marcha!

Connolly estaba contento de poder alejarse de aquel horrible olor.

Se dirigió a su coche patrulla a toda prisa, lo puso en marcha, y en menos de un minuto ya había salido del aparcamiento.

Whitey usó un carrete entero para fotografiar el coche y los alrededores, y después le hizo un gesto de asentimiento a Souza. Éste se puso unos guantes de goma y empleó un trozo de alambre para forzar la cerradura de la puerta del coche.

– ¿Has encontrado algún documento que le identifique? -preguntó Whitey a Sean.

– He encontrado su cartera en el bolsillo trasero -respondió Sean-. ¿Por qué no haces unas cuantas fotografías mientras me pongo los guantes?

Whitey se acercó al coche e hizo unas cuantas fotos, y luego, mientras garabateaba un diagrama de la escena del crimen en su libreta, dejó que la cámara le colgara del cordón que llevaba alrededor del cuello.

Sean extrajo la cartera del bolsillo trasero del cadáver, y la abrió de golpe en el instante en que Souza, desde la parte delantera del coche, decía:

– La matrícula está a nombre de un tal August Larson, residente en el número trescientos veintitrés de la calle Sandy Pine de Weston.

Sean echó un vistazo al carné de conducir, y exclamó:

– ¡Se trata del mismo tipo!

Whitey le miró por encima del hombro y le preguntó:

– ¿Ves algún carné de donante de órganos o algo así?

Sean buscó entre las tarjetas de crédito, las tarjetas de socio del videoclub, el carné de socio de un gimnasio, la tarjeta del Real Automóvil Club, y por fin encontró la tarjeta de asistencia médica. Lo levantó para que Whítey pudiera verlo.

– Grupo sanguíneo: A.

– Souza -dijo Whitey-, llama a la central y solicita una orden de busca y captura de David Boyle, que vive en el número quince de la calle Crescent de East Buckingham. Varón de raza blanca, pelo castaño, ojos azules, metro sesenta, setenta y cinco kilos. Con toda probabilidad va armado y es un individuo peligroso.

– ¿Armado y peligroso? -exclamó Sean-. Lo dudo, sargento.

– Eso se lo cuentas al tipo del maletero -repuso Whitey.

La sede central de Policía tan sólo se encontraba a ocho manzanas de distancia del depósito de coches; por lo tanto, cinco minutos después de que Connolly se hubiera marchado, un batallón de coches patrulla y de coches camuflados atravesaba la entrada, seguidos de la furgoneta del equipo del médico forense y de la camioneta de la Policía Científica. Tan pronto como los vio, Sean se quitó los guantes y se alejó del maletero. Ahora era cosa suya. Sean estaba dispuesto a responder a cualquier pregunta que desearan hacerle, pero aparte de eso, daba por concluido su trabajo allí.