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Jimmy quería contar a alguien que él también había estado a punto de subir a ese coche. Deseaba contárselo a la señorita Powell más que a nadie. Era guapa y muy aseada, y cada vez que se reía se descubría uno de sus dientes superiores que estaba un poco torcido, lo que la hacía parecer aún más bella a los ojos de Jimmy, Éste se moría de ganas de explicarle que él había estado a punto de subir al coche, para ver si le miraba de la misma manera que a Dave. Deseaba confesarle que pensaba en ella a todas horas, que en sus pensamientos él era mayor y sabía conducir un coche para llevarla a sitios donde ella le sonreiría sin parar e irían de picnic, que cualquier cosa que él le contara la haría reír y dejaría entrever aquel diente, y ella le tocaría la cara con la palma de la mano.

Sin embargo, la señorita Powell se sentía incómoda allí. Jimmy se dio cuenta de ello. Después de haberle dicho unas cuantas palabras a Dave y de haberle tocado la cara y besado la mejilla (le había besado dos veces) otros se acercaron a Dave; la señorita Powell se hizo a un lado y permaneció en la acera destrozada, observando los bloques torcidos de tres plantas y los desconchones de la capa de brea que dejaban al descubierto la madera que había debajo. A Jimmy le pareció más joven y más dura a la vez, como si de repente hubiera algo monjil en su aspecto; se tocaba la cabeza para sentir el tacto del hábito, movía su nariz de botón con nerviosismo y mostraba su actitud crítica.

Jimmy anhelaba ir hacia ella, pero su madre seguía asiéndole con fuerza, pasando por alto sus intentos de librarse de ella; luego la señorita Powell se encaminó hacia la esquina de Rester y Sydney, y Jimmy vio cómo saludaba a alguien con desesperación. Un tipo de aspecto hippy aparcó su descapotable amarillo de apariencia igualmente hippy, con pétalos descoloridos de flores púrpuras pintadas sobre las puertas curtidas por el sol; la señorita Powell subió al coche y se alejaron. Jimmy se quedó pensando: «¡No!».

Por fin consiguió librarse de las garras de su madre. De pie, en medio de la calle, contempló la multitud que rodeaba a Dave, deseando haber subido al coche, aunque sólo fuera para sentir la admiración que su amigo estaba recibiendo en aquel momento y notar que todos aquellos ojos le miraban como si fuera alguien especial.

La calle Rester se convirtió en una gran fiesta, todo el mundo corría de una cámara a otra con la esperanza de salir por televisión o en los periódicos de la mañana: «Sí, conozco a Dave, es mi mejor amigo, crecí con él, es un chico estupendo, ¿saben?, gracias a Dios que está bien…».

Alguien abrió una boca de riego y el agua salió a chorro por la calle Rester como un suspiro de alivio; los niños lanzaron los zapatos a la alcantarilla, se arremangaron los pantalones y empezaron a bailar entre los borbotones de agua. Apareció el camión de los helados y a Dave le dijeron que podía escoger lo que quisiera, gratis; incluso el señor Pakinaw, un viudo viejo y desagradable que solía disparar su carabina de aire comprimido a las ardillas (ya veces también a los niños, si los padres no miraban) y que se pasaba el día gritando a la gente que se callara, abrió las ventanas, apoyó los altavoces junto a los cristales, y en un momento estábamos oyendo a Dean Martin cantar Memories Are Made of This, Volare y otras canciones igualmente horrorosas; en circunstancias normales Jimmy habría vomitado al oírlas, pero ese día eran apropiadas. La música flotaba por la calle Rester como relucientes serpentinas de papel crep y se mezclaba con el chorro estridente del agua al salir de la boca de riego. Algunos de los tipos que organizaban las partidas de cartas en la trastienda de la carnicería sacaron una mesa plegable y una pequeña barbacoa; al poco rato, alguien acarreó unas neveras portátiles llenas de Schlitz y Narragansett, y el aire se hizo espeso por el olor de los perritos calientes y las salchichas italianas a la parrilla. El olor a humo y a carbonilla que flotaba por el aire y el olorcillo a latas de cerveza abiertas le recordó a Jimmy el Fenway Park, los domingos de verano y la profunda alegría que sentía uno en el corazón cuando los adultos daban patadas al balón y se comportaban un poco como niños, todo el mundo riendo, con apariencia más joven y más ligera y felices de estar todos reunidos.

Eso era lo que, incluso desde lo más profundo de su odio después de que su viejo le pegara una paliza o después de que le hubieran robado algo que le gustaba mucho, precisamente esos momentos eran lo que en verdad hacía que a Jimmy le gustara tanto vivir allí. La forma en que la gente podía olvidarse de repente de un año de dolores y quejas, de labios agrietados, de preocupaciones laborales y de viejos rencores para dejarse ir, como si en su vida no hubiera sucedido nada malo. El día de San Patricio, el día de Buckingham, a veces el Cuatro de Julio, o cuando los Sox jugaban bien en el mes de septiembre o, como en aquel mismo momento, cuando se recuperaba algo colectivo que había desaparecido (especialmente en esos momentos), la gente del vecindario era capaz de irrumpir en una especie de delirio frenético.

Nada parecido sucedía arriba en la colina. Seguro que allí también organizaban fiestas de vecinos, pero siempre las planificaban con antelación, obtenían los permisos necesarios, todo el mundo se aseguraba de que los demás tuvieran cuidado con los coches y con el jardín; seguro que decían cosas del estilo: «¡Cuidado, acabo de pintar la valla!».

En las marismas, la mitad de la gente no tenía jardín y las vallas se caían a trozos, por lo tanto ¡qué más daba! Cuando uno tenía ganas de celebrar algo, sencillamente lo hacía, porque no había ninguna duda de que se lo merecía, joder. Ese día no había ningún jefe, ni asistentes sociales ni guardaespaldas de algún prestamista explotador. Y con respecto a los polis, los dos agentes estaban celebrándolo con todos los demás; el agente Kubiaki se estaba sirviendo una salchicha picante en un panecillo alargado de la barbacoa, mientras su compañero se guardaba una cerveza en el bolsillo para más tarde, Todos los periodistas ya se habían ido a casa y el sol empezaba a ponerse, revistiendo la calle de aquella luz que indicaba que era hora de cenar, aunque ninguna de las mujeres cocinaba y nadie entraba en casa.

A excepción de Dave. Jimmy se dio cuenta de que Dave se había ido cuando salió de debajo de la boca de riego; se bajó la vuelta del pantalón y se puso la camiseta de nuevo mientras se colocaba a la cola de los perritos calientes. La fiesta de Dave estaba en su máximo apogeo, pero Dave debía de haber entrado en casa, junto con su madre, y cuando Jimmy miró las ventanas de la segunda planta vio que las cortinas estaban corridas y solitarias.

Aquellas cortinas echadas, por algún motivo, le hicieron pensar en la señorita Powell y en el momento en que se subió al coche hippy; y al recordarse mirándola doblar la pantorrilla derecha y el tobillo para introducirlos en el coche antes de cerrar la puerta, se sintió sucio y triste. ¿Adónde habría ido? ¿Se encontraría en la autopista en aquel momento, con el viento entrando a raudales por su cabello del mismo modo que las notas musicales corrían por la calle Rester? ¿Estarían viendo anochecer desde aquel coche hippy mientras se dirigían a… dónde? Jimmy deseaba saberlo, pero a la vez no lo deseaba. La vería en la escuela al día siguiente, a no ser que les dieran un día de fiesta a todos para celebrar el regreso de Dave, y aunque tendría ganas de preguntárselo, no lo haría.

Jimmy cogió el perrito caliente y se sentó en la acera de enfrente de casa de Dave para comérselo. Cuando ya había engullido más de la mitad, se percató de que descorrían una de las cortinas y vio a Dave de pie junto a Ia ventana, mirándole fijamente. Jimmy Ievantó su perrito caliente a medio comer en señal de reconocimiento, pero Dave no le devolvió el saludo, a pesar de que Jimmy lo intentó una segunda vez. Dave sólo le miraba fijamente. Le seguía mirando con atención y aunque Jimmy no alcanzaba a verle los ojos, podía notar en ellos vacío, vacío y culpa.