Ted Dekker
Rojo
La Serie Del Círculo 2: El rescate heroico
Para mis hijos.
Ojalá recordaran siempre lo que yace detrás del velo.
Apreciado lector:
La historia de Thomas Hunter empieza en Negro, primer libro de la Serie del Círculo. Si usted aún no ha leído Negro, le animamos firmemente a empezar allí. Rojo será mucho más intenso una vez que haya experimentado completamente el viaje inicial de Thomas al interior de dos realidades. Hay numerosos giros en la trama que es necesario cimentar antes de sumergirse en las páginas que siguen.
Una vez que haya leído Negro, usted está listo para entrar a Rojo. Pero esté prevenido: nada lo preparará a usted, ni a Thomas, para lo que le espera en este segundo libro de la grandiosa serie.
Los editores.
Bangkok
KARA IBA a medio camino hacia la puerta de su habitación y se detuvo. Ella y Thomas estaban en un hotel, en una fabulosa suite con dos habitaciones. Más allá de la puerta del cuarto de Kara había un corto pasillo que llevaba a la sala y, en la dirección opuesta, a la suite contigua. Al final de ese pasillo estaba la habitación de su hermano, donde él se hallaba muerto a este mundo, soñando, totalmente ajeno a la noticia que ella acababa de oír del ministro Merton Gains.
Habían liberado el virus exactamente como Thomas lo vaticinara la noche anterior.
Media hora, había dicho el ministro Gains. Hágalo bajar en media hora. Si ella despertaba ahora a Thomas, él exigiría bajar de inmediato. Cada minuto de sueño, en realidad cada segundo, podría equivaler a horas, días o incluso semanas en su mundo de sueños. Debería dejarlo dormir.
Pero entonces, Svensson había liberado el virus. Kara debía despertar ahora a su hermano.
Exactamente después de que ella usara el baño.
La joven corrió hacia el baño lateral, activó el interruptor de la luz y abrió la llave de agua. Cerró la puerta.
– Hemos saltado al precipicio y caemos al interior de la demencia – manifestó.
Pero quizás la caída en la demencia empezó cuando Thomas intentara saltar por el balcón en Denver. Él la había llevado a Bangkok, había secuestrado a Monique de Raison y había sobrevivido a dos encuentros separados con un asesino llamado Carlos, que indudablemente todavía estaba tras él. Todo eso debido a los sueños de Thomas respecto de otra realidad.
¿Despertaría Thomas con alguna información nueva? El poder en el bosque colorido se ha venido abajo, le había manifestado su hermano. El bosque colorido ya no existía, lo cual significaba que también pudo haber desaparecido el poder de Thomas. En ese caso los sueños de él podrían ser inútiles, excepto que fueran algo como fantasías en las que se estaba enamorando y aprendía a hacer ridículas volteretas.
Kara sintió en el rostro el agua fría y refrescante.
Se sacudió el agua de las manos y se dirigió al inodoro.
1
THOMAS HIZO galopar al sudoroso alazán negro por el valle arenoso y subió la apacible cuesta. Envainó su espada ensangrentada, agarró las riendas con ambas manos, y se inclinó sobre el pescuezo del caballo. Veinte combatientes cabalgaban alineados a su izquierda y su derecha, ligeramente detrás. Estos eran indudablemente los más grandes guerreros de toda la tierra y corrían hacia la cima que tenían al frente con una pregunta retumbando en la mente de cada uno. ¿Cuántos?
El ataque de las hordas había venido de las tierras del cañón, por la brecha Natalga. Eso no era poco común. Los ejércitos de moradores del desierto habían atacado desde el oriente una docena de veces en los últimos quince años. Sin embargo, lo poco común era la cantidad de personas que los hombres de Thomas acababan de destrozar a poco más de un kilómetro hacia el sur. No más de cien.
Muy pocos. Demasiado pocos.
Las hordas nunca atacaban en pequeñas cantidades. Thomas y su ejército dependían de su velocidad y sus destrezas superiores, las hordas habían dependido siempre de su número. Se había desarrollado un tipo de equilibrio natural. Uno de sus hombres podía derrotar a cinco de los de las hordas en un día malo, una ventaja atenuada solo por el hecho de que el poderoso ejército de las hordas se acercaba a los quinientos mil. El ejército de Thomas ascendía a menos de treinta mil, incluyendo los aprendices. El enemigo estaba enterado de eso. Sin embargo, habían enviado a la muerte segura solo a esta pequeña banda de encapuchados guerreros de la brecha.
¿Por qué?
Cabalgaban en silencio. Los cascos retumbaban como tambores, un sonido extrañamente consolador. Todos sus caballos eran sementales. Todos los combatientes usaban la misma clase de coraza de cuero endurecido con protección en antebrazos y muslos. Esta les dejaba las articulaciones libres para el movimiento requerido en los combates cuerpo a cuerpo. Sujetaban los cuchillos a las pantorrillas y los látigos a la cintura, y llevaban las espadas en los caballos. Estas tres armas, además de un buen caballo y una bota de cuero llena de agua, era todo lo que cualquiera de los guardianes del bosque requería para sobrevivir una semana y matar a cien. Y la fuerza regular de pelea no estaba muy atrás.
Thomas voló sobre la cima de la colina, se inclinó hacia atrás y paró al corcel en seco. Los otros se alinearon a lo largo de la cresta. Todavía sin pronunciar palabra.
Difícilmente se podía expresar en palabras lo que vieron.
El cielo se estaba poniendo rojo, rojo sangre, como se ponía siempre en las tardes en el desierto. A la derecha se extendían las tierras del cañón, dieciséis kilómetros cuadrados de precipicios y rocas que formaban una barrera natural entre los desiertos rojizos y la primera de las siete selvas. La de Thomas. Más allá de los precipicios del cañón, la arena matizada de rojo se internaba en un interminable desierto. Ese paisaje era tan conocido para Thomas como su propio bosque.
Pero no lo que veía ahora.
A primera vista, incluso para un ojo bien adiestrado, el sutil movimiento del suelo del desierto se pudo haber confundido con titilantes olas de calor. Apenas era más que una decoloración beige ondulando a través de la enorme sección plana de arena que se adentraba en los cañones. Pero eso no era nada tan inofensivo como el calor del desierto.
Ese era el ejército de las hordas.
Usaban túnicas beige con capuchas para tapar su carne grisácea cubierta de costras y montaban caballos de color habano claro que pasaban inadvertidos en la arena. Una vez, Thomas había cabalgado ante cincuenta sin distinguirlos de la arena del desierto.
– ¿Cuántos, Mikil?
Su segunda al mando escudriñó el horizonte hacia el sur. Él le siguió la mirada. Una docena de contingentes más pequeños subían la brecha, ejércitos de unos cuantos centenares cada uno, no mayores que el que acababan de destruir treinta minutos antes.
– Cien mil -contestó la joven.
Una tira de cuero le separaba el cabello oscuro de una frente bronceada. Una pequeña cicatriz blanca en la mejilla derecha le estropeaba el cutis, por lo demás terso. Para reafirmarle su superioridad, la cortada no se la habían infligido las hordas sino su propio hermano, que un año atrás peleara con ella. La muchacha lo había dejado ileso, en el suelo y aparentemente derrotado.
El hermano murió seis meses después en una refriega.
– Esto será un reto -comentó Mikil escrutando el desierto con sus ojos verdes.
Thomas lanzó un gruñido ante la insinuación. A todos los habían endurecido docenas de batallas, pero nunca se habían enfrentado a un ejército tan numeroso.
– El grueso principal se está moviendo hacia el sur, a lo largo de los desfiladeros.
Ella tenía razón. Esta era una nueva táctica para las hordas.
– Intentan atraernos a la brecha Natalga mientras la fuerza principal nos ataca por los costados -opinó Thomas.