Thomas examinó las hondonadas. Los arqueros aún lanzaban flechas sobre el atrapado ejército. Tan pronto como el enemigo saltara sobre los cadáveres y dirigiera los caballos hacia arriba, veinte catapultas a lo largo de cada precipicio comenzarían a lanzar rocas a las hordas.
Entonces el asunto empezaría de nuevo. Otro ataque de frente por parte de Thomas, seguido de más flechas y de más rocas. Rápidamente hizo cálculos. A este ritmo podrían someter al enemigo en cinco series de asaltos.
– Aunque logremos contenerlos hasta el anochecer, mañana marcharán sobre nosotros -la voz de Mikil expresó los pensamientos de Thomas.
El cielo se limpió de flechas. Comenzaron a caer rocas. Thomas había estado trabajando en el contrapeso de las catapultas sin perfeccionarlas. Aún eran inútiles en terreno plano, pero tenían suficientes rocas grandes sobre un precipicio para hacer buen uso de la gravedad. Las rocas de más de medio metro eran terribles proyectiles.
Un sordo golpe precedió al temblor de tierra.
– No será suficiente -siguió diciendo Mikil-. Tendríamos que arrojar todo el desfiladero encima de ellos.
– ¡Tenemos que bajar el ritmo! -exclamó Thomas-. La próxima vez solo a pie, y salir de la batalla con una rápida retirada. Pasa la voz. ¡Vamos a pelear defensivamente!
Dejaron de caer rocas y las hordas retiraron más cadáveres. Thomas dejó que sus combatientes atacaran otra vez veinte minutos después.
Esta vez jugaron con el enemigo, usando el método de combate Marduk que Rachelle y Thomas habían desarrollado y perfeccionado con los años. Se trataba de una mejora al combate aéreo que Tanis había practicado en el bosque colorido. Los guardianes del bosque lo conocían muy bien y se podían oponer a una docena de encostrados bajo las circunstancias adecuadas.
Pero aquí, en un espacio tan abarrotado de cadáveres y espadas se les limitaba la movilidad. Pelearon con valentía por treinta minutos y mataron como a mil.
Esta vez perdieron la mitad de su gente.
A este ritmo las hordas les cruzarían las líneas en una hora. Los moradores del desierto se detendrían durante la noche como acostumbraban, pero Mikil tenía razón. Aunque los guardianes pudieran contenerlas todo ese tiempo, los guerreros de Thomas estarían acabados en la mañana. Las hordas llegarían a su Bosque Intermedio en menos de un día. Rachelle. Los niños. Treinta mil civiles indefensos serían asesinados.
Thomas observó los desfiladeros. Elyon, dame fuerzas. El frío que había sentido antes se le extendió por los hombros.
– ¡Traigan los refuerzos! -expresó súbitamente-. Gerard, estás al mando. Mantenlos en esa línea, por cualquier medio. Observa las señales en las hondonadas. Coordina los ataques.
Le lanzó el cuerno de carnero al teniente.
– La fortaleza de Elyon -animó, sosteniendo el puño en alto.
– La fortaleza de Elyon -contestó Gerard agarrando el cuerno-. Cuente conmigo, señor.
– Cuento contigo. No tienes idea cuánto -le aseguró Thomas, luego se dirigió a Mikil-. Ven conmigo.
Giraron sus cabalgaduras y retumbaron por el cañón.
Mikil lo siguió sin cuestionar. Él la guió por una pequeña colina y luego doblaron por el sendero hacia un mirador cerca de la cima.
El campo de batalla se extendía a la derecha. Los arqueros lanzaban de nuevo una lluvia de flechas sobre los encostrados. Los muertos se apilaban cada vez más. Al ver las líneas frontales de las hordas, un observador podría creer que los guardianes del bosque estaban derrotando al enemigo. Pero una rápida mirada por el cañón indicaba una historia diferente. Miles, miles y miles de guerreros encapuchados esperaban en inquietante silencio. Esta era una guerra de desgaste.
Era una batalla imposible de ganar.
– ¿Algún mensaje de los tres grupos al norte? -indagó Thomas.
– No. Oremos porque no los hayan superado.
– No los superarán.
Thomas desmontó y analizó los desfiladeros.
Mikil adelantó ligeramente su caballo, luego lo devolvió refunfuñando.
– Sí, sé que estás impaciente, Mikil -asintió Thomas; a él le molestaba algo acerca de los desfiladeros-. Te estás preguntando si me he vuelto loco, ¿verdad? Mis hombres están muriendo y yo desmonto para observarlo todo.
– Estoy preocupada por Jamous. ¿Cuál es tu plan?
– Jamous puede cuidarse solo.
– Jamous está en retirada! Él nunca retrocedería. ¿Cuál es tu plan?
– Ninguno.
– Si no se te ocurre uno pronto, nunca volverás a planificar -objetó ella.
– Lo sé, Mikil -concordó él caminando de un lado al otro.
– No podemos sentarnos simplemente aquí…
– ¡No estoy sentado simplemente aquí! -la interrumpió Thomas, mirándola, de repente furioso y sabiendo que no tenía derecho de estarlo; no con ella-. ¡Estoy pensando! ¡Deberías comenzar a pensar!
Él extendió un brazo hacia las hordas, a las que ahora volvían a bombardear con rocas.
– ¡Mira allá y dime qué podría detener a un ejército tan monstruoso! ¿Quién crees que soy? ¿Elyon? ¿Puedo palmear y hacer que todos estos desfiladeros aplasten…?
Thomas se detuvo.
– ¿Qué pasa? -quiso saber Mikil, mirando alrededor por si había un enemigo, espada en mano.
– ¿Qué fue lo que dijiste antes?
– Inquirió él girando hacia el valle.
– ¿Qué, que deberías estar con tus hombres?
– ¡No! Los precipicios. Dijiste que tendríamos que arrojarles encima el desfiladero.
– Sí, pero también podríamos tratar de tirarles encima el sol. Ese era un pensamiento absurdo.
– ¿De qué se trata?
– ¿Y si hubiera una manera de tirarles encima el desfiladero…?
– No la hay.
– Pero, ¿y si la hubiera? -objetó él corriendo hacia el borde-. Si pudiéramos derribar las paredes del cañón exactamente por la retaguardia de ellos les cerraríamos el paso, los traeríamos aquí y los atraparíamos para asesinarlos fácilmente desde arriba.
– ¿Qué quieres hacer, calentar todo el precipicio con una hoguera gigante y vaciar encima el contenido del lago para resquebrajarlo?
Él no le hizo caso. Se trataba de algo temerario, pero era mejor que no hacer nada.
– Allí hay una falla a lo largo de la depresión. ¿La ves? Él señaló y ella miró en esa dirección.
– Por supuesto que hay una falla. Aún no veo cómo podría yo…
– ¡Desde luego que no puedes! Pero sí pudiéramos, ¿funcionaría?
– Si pudieras dar una palmada y derribar el barranco encima de ellos, entonces yo diría que tenemos una posibilidad de hacer enviar hasta el último de los encostrados al bosque negro al que pertenecen.
Un grito de batalla inundó el cañón. Gerard estaba dirigiendo otra vez sus recién reforzadas tropas hacia el campo de batalla.
– ¿Cuánto tiempo crees que podemos contenerlos? -exigió saber Thomas.
– Otra hora. Quizás dos.
– ¡Eso tal vez no sea suficiente! -exclamó caminando de un lado al otro.
– Por favor, señor. Tienes que decirme qué está pasando. Hay una razón para que yo sea tu segunda al mando. Si no puedes, debo volver al campo de batalla.
– Una vez hubo una forma de echar abajo un despeñadero como este. Fue hace mucho tiempo, descrito en los libros de historias. Muy pocos lo recuerdan, pero yo sí.
– Exactamente. ¿Y qué?
– Creo que se llamó explosión. Una enorme bola de fuego con tremenda fuerza. ¿Y si pudiéramos idear cómo causar una explosión? Ella lo miró con una ceja arqueada.
– Hubo una época en que yo podía conseguir información específica respecto de las historias. ¿Y si lograra obtenerla sobre cómo causar una explosión?
– ¡Eso es lo más ridículo que he oído nunca! Estamos en medio de una batalla. ¿Esperas hacer alguna clase de expedición para obtener información sobre las historias? ¡Estás perturbado a causa de la batalla!