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Se hallaba sobre un costado, sintiendo que la enfermedad le consumía lentamente la piel, temiendo cerrar los ojos, con miedo de nunca más volver a ver a Thomas, a Samuel o a Marie. ¿Cómo podrían defenderse sin una esposa amorosa y una madre entendida?

Sin ella estarían perdidos. Rachelle no pensaba en sí misma de ninguna forma exagerada; esa era una simple realidad. Thomas la necesitaba como al agua. Samuel y Marie contaban con amigos que en la guerra perdieron a sus padres, pero no a sus madres.

Había logrado bajarse del caballo sin perder el conocimiento. El corcel esperaba pacientemente, a veinte pasos de distancia. No estaba segura de querer que el noble bruto saliera a buscar ayuda, o de que se quedara en caso de que ella tuviera que montar para irse, aunque no podía imaginar que algo de eso sucediera de veras.

Gradualmente, entraba en algo así como un sueño. Por extraño que pareciera, estaba muy segura de que aún dormía con Thomas en Francia debajo de la enramada. Quizás todo esto era un sueño. ¿Sangraría allá en la pierna y el costado?

Aquello era demasiado para lograr entenderlo.

Las horas se alargaban. No había grillos allí. Ningún sonido de la selva. El silencio del desierto era su propio sonido. Hacía frío, pero eso era bueno, porque le impedía caer en la inconsciencia. Debía concentrarse en tratar de no temblar, porque eso le enviaba olas de dolor por la espalda. Quizás tenía fiebre, porque ni siquiera lograba recordar haber…

¿Qué era esa luz? Rachelle miró el horizonte ligeramente gris.

¡Ya! Se acercaba el amanecer. ¡Lo había logrado! Inundada de una esperanza irracional, movió el brazo para sentarse. Un dolor agudo le atravesó el vientre.

Cerró los ojos e hizo un gesto de dolor. Todo su cuerpo se estaba engarrotando. No se podía poner de pie, mucho menos subirse al caballo. Y cuando el sol hubiera terminado de recibirla en la tierra de los vivos, simplemente la achicharraría. La esperanza se le hundió en el estómago como un plomo.

El corazón le palpitaba fuertemente, pero ahora sintió que bajaba el ritmo. Apenas como un simple corazón. Como un caballo que caminaba sobre la arena. Un sonido más parecido a un plash que a una palpitación del corazón. Por un instante imaginó que estaba sobre un caballo, caminando lentamente por el desierto. Alucinaba.

Rachelle abrió un poco los ojos. Vio el caballo. Paso, paso, plash, plash. Directamente hacia ella como si fuera real y el medio de su liberación.

Ese es un caballo real, Rachelle.

Ahora se oía el corazón, y este se le desbocaba en el pecho. Allí, ni a veinte pasos de distancia, había un caballo blanco. Su jinete lanzaba el pie por encima de la silla para desmontar.

¡Se trataba de un morador del desierto!

Ella se levantó violentamente. El dolor le inundó los ojos con manchas negras, pero resistió.

– ¿Ho… hola?

– Está bien -contestó la voz-. ¡Resiste!

El… sí, era un él… corriendo hacia ella. ¿Thomas?

La vista se le aclaró y lo vio claramente por primera vez. ¡Era Justin del Sur!

Las fuerzas la abandonaron y cayó de espaldas. Los ojos se le inundaron de lágrimas, pero no por el dolor.

Justin corrió los últimos pasos y se arrodilló a su lado. Le tocó suavemente la frente con la mano.

– Tranquila. Respira. Lo siento mucho, pobrecita. Vine a buscarte tan pronto como oí lo que la patrulla había hecho, pero me tomó toda la noche seguir tus huellas por los cañones. Eres luchadora, no hay duda de eso.

Ella no sabía qué decir. Ni siquiera estaba segura de tener fuerzas para hablar con inteligencia. Este era Justin. Ni siquiera estaba segura de qué pensar al respecto. Le corrieron lágrimas por las mejillas, haciéndole borrosa la visión.

– Shh, shh. Está bien, Rachelle. Te prometo que todo saldrá bien.

Él la conocía desde cuando se hallaba bajo el mando de Thomas. La mano de él tocó las flechas, una por una, como si examinara lo profundo que se habían clavado para jalarlas.

– Me estoy muriendo -balbuceó ella.

– No, no dejaré que eso pase. Pero te estás transformando -anunció él y miró sobre su hombro-. ¿Tienes algo de agua en tu caballo?

Ella se miró la piel en el brazo. Gris. Quizás él no tenía agua, o de otro modo la habría agarrado.

– Un poco -contestó ella.

– ¿Dónde está tu caballo?

Rachelle miró por sobre él. ¿Se había ido el garañón?

De repente todo aquello era demasiado. No había salida. Incluso ahora que la hallaron sabía que no sobreviviría a las heridas que había recibido. Y el lago estaba demasiado lejos. La vida se le escurría por momentos.

Cerró los ojos y renunció. El cuerpo se le estremeció por los sollozos. No se entristecía por sí misma, sino por sus hijos y por Thomas.

– ¿Por qué lloras? -inquirió él.

Ella jadeó y tragó grueso. Moriría con la cabeza en alto, no lloriqueando como un bebé.

– Óyeme, mi niña. No te dejaré morir hoy.

Él intentaba consolarla, pero ella yacía allí con las flechas que le sobresalían de las heridas infectadas, aferrándose apenas a la vida; las palabras de él sonaban vacías. ¿Creía que ella era una niñita que ponía sus esperanzas en tan vacías palabras de promesa?

– No me mientas -objetó ella.

– No, nunca te…

– ¡No me mientas! -lo interrumpió gritando-. ¡Me estoy muriendo! ¡Y me estoy muriendo debido a ti! ¡Thomas vino aquí por tu obsesión con esta paz imposible!

Las palabras salieron en un vendaval que la dejó sin aliento. Justin no merecía tal diatriba y en realidad la ira de ella se dirigía más a su circunstancia que a él, pero no le importó. Este era el hombre que derrotó a su esposo en el duelo. Y, al menos en parte, ¡ahora ella moría por esa causa!

Justin se puso de pie. Luego retrocedió. Él la miró, con ojos bien abiertos. Ella lo había herido, y sorprendido, pero era demasiado dolor y le aterraba demasiado su propio aprieto como para que esto importara. Ladeó la cabeza hacia el lado opuesto de él y lloró.

Durante bastante tiempo se quedó así, y durante un rato no supo qué hacía él. Pasó un minuto. Dos. Se le ocurrió que él pudo haberse ido. El pensamiento la aterró.

Giró la cabeza y lo buscó.

¡Se había ido!

Pero ¿qué era esto? Allí había alguien más. Un niñito caminaba frente a una gran roca a más de cinco metros de distancia. El niño lloraba. Los brazos le colgaban a los costados y solo vestía un taparrabos.

¿Samuel? No, no era Samuel. La enfermedad le estaba afectando la cabeza a Rachelle. El niño estaba llorando, junto a él. El corazón de ella se llenó de compasión. Pero sabía que esto debía ser producto de su imaginación. Pero el niño parecía muy real. Su llanto se oía muy real.

¡El niño!

¡Este era el niño!

Ella cerró los ojos y los abrió. El grisáceo cielo estaba borroso y parpadeó tapidamente para aclarar la visión. El niño había desaparecido.

Justin estaba parado a menos de tres metros de distancia, dándole la espalda, las manos en las caderas, la cabeza inclinada. ¿Era esto también una alucinación? Ella volvió a parpadear. No, este era Justin. Pero lo que ella había visto la turbó por completo. Por la mente le pasó una imagen de Justin levantando a la niñita en el Valle de Tuhan.

El guerrero levantó la cabeza y miró los barrancos. Este era el hombre que derrotó a Thomas en batalla. Quien parecía poder hacer su voluntad con cualquier oponente. No extrañaba que mujeres, niños y guerreros del Bosque Sur estuvieran tan conmovidos con Justin. Él era un enigma.

Y ella le había gritado.

Pero ¿por qué no la ayudaba?

– Lo siento -le dijo ella-. Pero voy a morir aquí. Dale, por favor, ese derecho a una mujer moribunda.

– No vas a morir -objetó él tiernamente-. Me juego demasiado contigo para dejarte morir.