¡Él no sabía quién era ella! Así que Rachelle levantó la cabeza para que él pudiera verle el rostro.
– ¡Soy yo, Thomas! -exclamó ella y le besó los labios-. Recuerda mi boca si no recuerdas mi rostro.
– ¿Qué… dónde estamos? -preguntó él esforzándose por pararse.
– Tranquilo; ellos están afuera -susurró-. Estamos en el campamento de las hordas.
Él se puso en pie de un salto. En el rostro aún tenía sangre, pero la herida había desaparecido. Ella apenas podía dejar de mirarle la frente.
– Estuviste muerto -informó ella-. Pero el agua de Elyon te curó.
– ¿Su agua cura otra vez? Yo… cómo es que…
– No, no creo que el agua haya cambiado. Creo que la acaba de usar para curarte. Justin es el niño, Thomas.
Él se llevó una mano al cabello, sintió la sangre y se miró los dedos.
– Me dispararon. Pero no soñé. No tengo recuerdo de un sueño.
Cerró los ojos y se frotó la parte posterior de la cabeza. ¿Cómo era volver a la vida? Seguramente él estaba poniendo en su lugar los fragmentos de su memoria.
– ¿Qué quieres decir con que Justin es el niño?
– Quiero decir que él es. ¿No ves? Todas las señales estaban allí. Él ha venido…
– Él no puede ser Elyon. Él se crió en el Bosque Sur. ¡Era un guerrero bajo mi mando!
Estaban susurrando, pero en alta voz.
– ¿Y quién dice que él no es Elyon? Lo vi…
– ¡No! ¡No es posible! Sé cuándo veo…
– ¡Basta, Thomas!
Él la miró, con la boca aún abierta, listo para terminar su declaración de incredulidad. Luego cerró la mandíbula.
Rachelle le contó lo que había sucedido en el desierto. Narró de prisa los acontecimientos en un susurro y, cuando terminó, él la miró con el rostro pálido.
– Y te acabo de salvar con el poder de él. ¿Cómo te atreves a cuestionarme?
– ¿Pero Elyon? ¿Luché contra Elyon?
– Él ha venido a salvarnos de nosotros mismos, como aseguró que lo haría, cuando creyéramos que las cosas no podrían estar peor.
– Yo… -titubeó él, alejando el rostro-. Oh Dios mío. Mi amado, amado Dios, ¡Elyon! ¡Lo he traicionado!
– Todos lo hicimos. Y él te derrota fácilmente.
– No, ¡con Johan!
– ¿Qué quieres decir? -indagó ella tirándole del brazo.
– Quiero decir que hice un trato con Johan que lo convertiría en el rey de las hordas.
– Entonces…
– Entonces él insistió en traicionar tanto a Qurong como a Justin. Yo… estuve de acuerdo.
Estas palabras no tenían sentido para ella. ¿Cómo podía alguien traicionar ahora a Justin?
– Pero no habría tal cosa, pues ya sabían que Justin era Elyon.
– ¡Ya han empezado! Deben llegar a la selva esta tarde y llevar a cabo la traición. Mikil ha informado al Consejo. Johan pretende matar a Justin.
De repente, a Rachelle se le clarificó la situación. Qurong y Johan estaban influidos por los shataikis. Por Teeleh. La criatura los estaba usando como instrumentos en contra de Justin. Esto no solo era con los habitantes del bosque; ¡era con Justin!
– ¡Tenemos que detenerlos!
– ¿Cuántos hay afuera? -preguntó Thomas mirando frenéticamente alrededor.
Como en respuesta, la portezuela se abrió y entró el general Woref. Sus ojos centellearon al ver a Thomas de pie.
– ¿Cuál de sus hombres intentó matarme? -preguntó Thomas yendo hacia el encostrado.
– Ninguno.
Thomas se movió rápidamente. Saltó hacia la espada del guerrero, la extrajo de la vaina y corrió hacia la pared opuesta.
– ¡Rápido!
Hizo oscilar la hoja sobre la cabeza y la descargó, partiendo la pared de arriba a abajo, abriéndola a la luz del día. Rasgó el corte a lo ancho y extendió la espada para detener al general.
– Si nos sigue, muere -advirtió y luego pasó por la rotura hacia el corredor entre las tiendas.
Ya corrían por el campamento antes que el asombrado general diera la alarma.
– ¡Los caballos! -exclamó Thomas, señalando varias cabalgaduras atadas al lado de la tienda.
Cada uno saltó sobre un corcel. Luego salieron del campamento al galope, esquivando guerreros agarrados totalmente desprevenidos por los dos caballos.
Nadie intentó detenerlos… naturalmente, lo más probable es que les dieran instrucciones estrictas de no tocar a Thomas de Hunter. Solo el general, y tal vez ahora sus hombres, sabían lo que en realidad estaba ocurriendo. Quizás de todos modos esto no habría hecho ninguna diferencia. Los caballos dejaron atrás todas las palabras de advertencia.
Galoparon desde el campamento de las hordas directo hacia la selva lejana.
– ¿Podremos lograrlo? -quiso saber ella.
Él simplemente galopó con fuerza hacia el frente, inclinado hacia adelante, con el rostro demacrado.
– ¡Thomas!
– ¡No lo sé! -contestó bruscamente Thomas; espoleó el caballo, extrayendo hasta la última onza de fortaleza de las frescas patas del animal-. ¡Arre!
EL GENERAL de quien Thomas y Rachelle habían escapado miró las dunas que llevaban a la selva. Woref, director de inteligencia militar, despreciaba quizás más a los guardianes del bosque que a Qurong.
Representaba el papel de general leal, pero bajo su dolor no pasaba un día en que no maldijera al padre de la mujer que en algún momento sería suya. Qurong había prohibido a todo hombre casarse con su hija, Chelise, hasta que las selvas hubieran caído. Era la manera del líder de motivar a una docena de generales de rango superior que rivalizaban por la mano de ella. Si hubieran dejado a Woref la decisión, habrían quemado las selvas mucho tiempo atrás, luego habrían matado hasta la última mujer y el último niño que se bañaban en los lagos y se habrían dado un festín con la carne de ellos por la victoria. Pero Qurong parecía más interesado en conquistar y esclavizar que en matar.
– ¿Salimos tras ellos? -inquirió su asesor.
– No -respondió Woref.
Habían planeado esta contingencia. Sería muy tarde para Thomas mientras lo demoraran durante cuatro o más horas. El ejército del occidente marcharía.
– Prepare a los hombres para marchar al anochecer -ordenó Woref mirando al sol-. Entraremos a la selva.
Para el fin de semana, Chelise, la hija de Qurong, sería suya. Y luego él buscaría convertirse en el mismo Qurong.
27
MONIQUE MIRÓ el horizonte de Washington a través de la ventanilla polarizada de la Suburban. Los estadounidenses no lo sabían aún; eso fue lo que la impresionó primero. La mayoría de ellos ni siquiera conocían la existencia de la variedad Raison, mucho menos que ya había infectado a la mayor parte de la población del mundo.
El secretario de estado de Estados Unidos, Merton Gains, estaba en su teléfono celular, hablando rápidamente con una persona llamada Theresa Sumner, de los CDC en Atlanta. Planeaban informar aquí en Washington de la misión a Monique antes de dejarla en un laboratorio aún no revelado donde trabajaban en la variedad Raison. Ella había tenido apenas una hora de sueño tranquilo sobre el Atlántico y la fatiga empezaba a jugar con su mente… algo no muy bueno, considerando la tarea que tenía por delante. El secretario plegó el teléfono.
– ¿Seguro que está bien? -le volvió a preguntar.
– Estoy cansada. Pero por lo demás estoy bien. A menos, por supuesto, que usted se esté refiriendo a la variedad Raison, en cuyo caso estoy segura de hallarme muriendo igual que el resto de ustedes.
– Eso no es lo que quiero decir.
Ella miró por sobre el hombro de él a un niño que por la acera hacía rodar una bicicleta azul con un falso motor. El pequeño tenía las manos sueltas y sostenía un refresco.
– Aún me cuesta creer que nadie lo sepa.
– Se sabrá pronto. Esperemos tener buenas noticias que dar junto con las malas.