Thomas halló a Rachelle en casa, tendida en el piso, agotada e inmóvil. Ninguno había dormido en casi dos días. Ella se aseó y luego él hizo lo mismo. Se metieron en la cama sin hablar de la ejecución y cayeron en un sueño profundo.
De manera extraña, esa noche Thomas no soñó con la variedad Raison. No había comido la fruta rambután, así que soñó, solo que no con el virus ni con Francia. Sin embargo, debió haberlo hecho. A menos, por supuesto, que ya no estuviera vivo en la otra realidad, en tal caso no tendría con qué soñar.
Pero eso significaría que estaba impotente para detener la variedad Raison. Esperaba que Monique pudiera hacerlo. Si no, ella moriría junto con el resto del mundo más o menos en diez días. Y Rachelle muy bien podría morir con Monique.
Estos eran los pensamientos fantasiosos que recorrían la mente de Thomas cuando oyó los gritos que temprano a la mañana siguiente lo sacaron del profundo sueño.
Se irguió bruscamente y de inmediato lanzó un grito ahogado por un dolor agudo que le recorrió la piel. Una rápida mirada confirmó lo peor. La enfermedad lo había agarrado. No solo un tono grisáceo leve, ¡sino una condición totalmente avanzada!
Dobló el brazo, pero el dolor no se lo permitió. Las grises escamas en la epidermis no empezaban a caracterizar la horrible agonía. ¿Cómo sucedió esto? ¡Debía llegar al lago!
Volvió a doblar el brazo, esta vez haciendo caso omiso del dolor, como sabía que hacían los moradores del desierto. Sintió como si la capa de piel debajo de la epidermis se hubiera vuelto quebradiza y se rajara al moverse.
– ¿Qué pasa? -preguntó Rachelle sentándose.
Los gritos venían del occidente. El lago.
– ¿Qué…?
– Rachelle gritó de dolor y se miró la piel-. ¿No nos bañamos anoche?
Thomas quitó las cobijas y se obligó a pararse en medio del dolor. La mente se le llenó de confusión. Quizás accidentalmente usaron agua de lluvia en vez de agua del lago. Ya había pasado antes.
Rachelle se había levantado y corrió a la ventana, haciendo un gesto de dolor con cada paso.
– Es el lago. ¡Algo está mal con el lago!
– ¡Papá! -gritó Marie entrando a toda prisa a la habitación.
¡Ella también! La enfermedad le cubría la piel como ceniza blanca.
– ¡Trae a tu hermano! ¡Rápido!
– Duele…
– ¡Rápido!
No se molestaron en ponerse zapatos, solo túnicas. Thomas y Rachelle sacaron a sus hijos de la casa, instándoles a moverse tan rápido como pudieran, lo cual resultó en lágrimas y un paso apenas más veloz que si caminaran. El griterío se había extendido; cientos, miles de aldeanos habían despertado en la misma condición. La enfermedad había azotado durante la noche y los había infectado a todos, pensó Thomas. Bajaban gritando por la calle principal, desesperados por el lago.
– Olvídate del dolor -expresó Thomas agarrando de la mano a Samuel y jalándolo-. Cuanto más rápido llegues al agua, más pronto se irá el dolor.
– ¿Por qué está sucediendo esto? -indagó Rachelle jadeando.
– No sé.
– ¡Está en todos! Quizás es castigo por la muerte de Justin.
– Espero que solo sea eso.
– ¿Qué quieres decir?
– ¡No sé, Rachelle! -contestó él bruscamente.
Ella corrió a ponerse al lado de él en silencio. Tanto Marie como Samuel gritaban de dolor, pero sabían demasiado bien lo que tenían que hacer para seguir adelante. El lago de Elyon era su salvación; sabían eso como que necesitaban aire para respirar. Cada célula de sus cuerpos pedía a gritos el alivio que solamente el lago podía darles.
El espectáculo que los recibió en la orilla del lago paró en seco a Thomas. Cinco mil, tal vez diez mil hombres, mujeres y niños enfermos se apartaban del borde del agua, mirando aterrados o yendo de un lugar a otro, gimiendo.
¡El agua estaba roja!
No solo matizada de rojo, sino roja como sangre.
Cientos de almas valientes se habían adentrado en el lago y frenéticamente se salpicaban el agua roja en las piernas y las caderas, pero la mayoría se hallaba tan aterrada que ni siquiera se acercaba al agua.
Thomas comprendió que los gritos no eran del dolor que normalmente se asociaría con lavarse en tal estado de enfermedad. Había terror y muchas palabras en las voces de la gente, pero las expresiones que la mente de él captó fueron aquellas que se alzaban por sobre las otras en este mar de caos.
– ¡El poder ha desaparecido!
Un hombre que Thomas apenas reconoció como William, su propio teniente, salía tambaleándose del agua. Tenía la piel húmeda pero la enfermedad colgaba de él como cuero resquebrajado y mohoso.
William se agarró la cabeza con ambas manos y miró desesperado alrededor. Vio a Thomas y subió tambaleándose a la playa.
– ¡No funciona! -gritó; tenía la mirada de un demente-. ¡El poder se ha ido! ¡Vienen las hordas, Thomas!
Thomas miró la playa a su izquierda. Martyn y Qurong estaban con los brazos cruzados a doscientos metros de distancia. Detrás de ellos, los mil guerreros encostrados que los habían acompañado observaban en silencio.
– ¿Te refieres a estos?
William caminó con desesperación, ajeno a la pregunta de Thomas.
– ¡William! ¿Qué quieres decir con que ellos vienen?
– Llegaron los exploradores. Ambos ejércitos están en la selva.
¿Ambos?
– ¿Cuántos? ¿A qué distancia?
– ¡Él era inocente! Ahora moriremos por permitirlo.
Más personas llegaban a las orillas. Aún más huían del lago aterradas. William apenas se hallaba lúcido. Thomas lo agarró de los hombros y lo sacudió.
– ¡Escúchame! ¿Cuántos reportaron los exploradores?
– Demasiados, Thomas. No importa. ¡Todos mis hombres están enfermos!
Thomas pudo sentir la llegada de la condición con la misma confusión que una vez sintiera cuando la enfermedad casi se había apoderado de él en el desierto. Pero aún pensaba con suficiente claridad para comprender lo que había ocurrido.
– Johan lo sabía -expresó Rachelle por Thomas; ella miraba la confusión ante ellos-. Él sabía que Justin era puro y sabía que la sangre inocente envenenaría el lago.
Luego miró a su esposo con ojos desorbitados.
– Nos estamos volviendo como ellos -concluyó-. ¡Nos volvemos como las hordas!
Era verdad. Esta era la verdadera traición de Martyn. Así fue como estaba librando esta batalla. Se apoderarían de la selva sin blandir una sola espada. La única diferencia ahora entre los habitantes del bosque y los moradores del desierto era un lago inservible. En cuestión de horas, quizás menos, los guardianes del bosque se verían, actuarían y pensarían como sus propios enemigos.
No había mucho tiempo.
– ¡Dame tu espada!
William miró como un tonto.
Thomas estiró la mano y arrebató la hoja de la vaina de William.
– ¡Llama a los hombres! Pelearemos ahora. ¡A muerte!
Su esposa miraba el lago rojo, con ojos bien abiertos, pero ahora no con horror. Había otra mirada en ellos… un atisbo de comprensión.
Un alarido partió el aire matutino detrás de ellos. Thomas giró y vio a una mujer señalando hacia los portones principales. Se contorsionó y miró la calle principal. Los portones principales estaban a quinientos metros de distancia… no lograba distinguir ningún detalle, sino el suficiente para ver que había llegado un ejército.
Un ejército de hordas.
– ¡Los hombres, William! ¡Sígueme!
Thomas empuñó la espada y corrió por la playa, hacia Martyn, sacando de la mente el terrible dolor que sentía. Detrás de él unos pies salpicaban la arena, pero no volteó a ver de quién se trataba.