– ¿Salir para D.C? -preguntó Thomas-. ¿Por qué?
– El presidente ha sugerido que le cuentes lo que sabes a un comité que él está reuniendo.
– No estoy seguro de tener algo que agregar a lo que usted ya sabe.
– Sé que esta no ha sido la semana más fácil para ti, Thomas -comentó Gains sonriendo con nerviosismo-, pero sin duda no estás viendo claramente el panorama aquí. Tenemos entre manos una situación grave y para empezar no sabemos en absoluto cómo tratarla de forma eficaz. Pero tú vaticinaste la situación y de momento pareces saber más del asunto que nadie. Eso te convierte en invitado del presidente de Estados Unidos. Ahora. Por la fuerza si es necesario.
Thomas parpadeó. Miró a Kara.
– Me parece lógico -declaró ella.
– ¿Saben algo de Monique? -quiso saber Thomas.
– No.
– Pero ustedes no comprenden lo que está sucediendo ahora -objetó Thomas-. Es probable que Svensson no tenga aún el antivirus, pero lo tendrá con ayuda de ella. Cuando eso ocurra, estaremos acabados.
Este era más como su antiguo hermano.
– No sé en qué situación estamos. En este momento el asunto se me ha escapado de las manos…
– ¿Ve usted? Le digo algo y empieza con las dudas. ¿Por qué debería creer que Washington será diferente?
– ¡No estoy dudando de ti! Solo estoy diciendo que el presidente se ha hecho cargo de esto. No es a mí a quien debes persuadir sino a él.
– Está bien. Iré. Pero también necesito ayuda de usted. Antes de volver a dormir debo aprender a crear una explosión suficientemente grande para echar abajo un barranco.
Gains suspiró.
Thomas dio un paso, agarró al ministro por el brazo casi en la misma forma en que Gains le había agarrado el suyo y lo llevó lentamente hacia la misma ventana.
– No tengo la seguridad de que comprendas toda la magnitud de lo que está pasando, pero no parece bueno, Merton -remedó Thomas, correspondiéndole al tuteo-. Déjame ayudarte. Mientras hablamos estoy dirigiendo lo que queda de mi ejército, los guardianes del bosque, en una terrible batalla contra las hordas. Ahora nos quedan menos de cinco mil hombres. Ellos suman cien mil. Si no encuentro una forma de tirarles encima el despeñadero, nos invadirán y asesinarán a nuestras mujeres y nuestros niños. Bueno, eso podría ser una gran idiotez para ti. Pero hay otro problema. Si muero allá, muero aquí. Y si estoy muerto aquí, no les seré de mucha ayuda.
– ¿No es eso exigir mucho?
– Este vendaje en mi antebrazo cubre una herida que recibí hoy en la batalla -contestó Thomas estirando el brazo y subiéndose la manga de la camisa-. Mis sábanas allá arriba están cubiertas de sangre. Carlos no me cortó mientras yo dormía. ¿Quién lo hizo? Mis sienes están vibrando por una pedrada que recibí en la cabeza. Créeme, la otra realidad es tan palpable como esta. Si muero allá, te puedo garantizar que muero acá.|
Y lo opuesto también es cierto, pensó Kara. Si él muriera aquí, entonces moriría en el bosque.
– Ahora haré todo lo que esté de mi parte para ayudarte, si me ayudas a permanecer vivo -advirtió él bajándose la manga-. Yo diría que es un intercambio parejo. ¿No es cierto?
– De acuerdo -contestó el ministro; una sonrisa insegura le atravesó el rostro-. Veré qué puedo hacer, con la condición de que no hables de este tipo de detalles frente a los medios de comunicación o a la clase dirigente en Washington. No estoy seguro de que ellos lo entendieran.
– Veo tu punto -asintió Thomas-. Quizás, Kara, tú podrías realizar algunas investigaciones mientras el ministro me pone al corriente.
– ¿Quieres que descubra cómo hacer explosivos? -preguntó arqueando una ceja.
– Estoy seguro de que Gains puede hacer una llamada a las personas indicadas. Estamos en tierras del cañón. Muchas rocas, ricas en cobre y mineral de estaño. Ahora hacemos armas de bronce. Aunque nos retiráramos, solo tendríamos unas pocas horas para encontrar los elementos que se te ocurran y hacer explosivos. Tiene que ser bastante fuerte para echar abajo las paredes del cañón a lo largo de una falla natural.
– Pólvora -explicó Gains.
– ¿No dinamita? -inquirió Thomas, situándosele enfrente.
– Lo dudo. La pólvora se hizo primero al combinar varios elementos comunes. Eso es lo mejor para ti -respondió él y luego movió la cabeza de lado a lado-. Ayúdanos Dios. Discutimos con calma qué explosivo será mejor para volar esas «hordas» mientras respiramos el virus más mortal del mundo.
– ¿Quién puede ayudarme? -preguntó Kara a Merton.
Él desplegó el celular, entró a la cocina, pulsó un número, habló brevemente en tono suave y terminó la llamada.
– Anoche conociste a Phil Grant, director de la CÍA. Él está en el cuarto contiguo y pondrá en eso a tantas personas como necesites.
– ¿Ahora mismo?
– Sí, ahora mismo. Si se puede descubrir y hacer pólvora en cuestión de horas, la CÍA hallará las personas que puedan decirte cómo. Perfecto -declaró Thomas. A Kara le gustaba el nuevo Thomas. Le guiñó un ojo y salió.
THOMAS SE volvió hacia Gains.
– Bueno, ¿en qué estábamos?
Todo regresaba a Thomas. No es que hubiera olvidado ninguno de los detalles, pero hasta ahora se había sentido un poco desorientado. Podía involucrarse en muy poco. Con cada minuto que pasaba en este mundo aumentaba su sensación de la crisis inmediata, correspondiendo a la crisis que dependía de él en el otro mundo.
– Washington.
– No me puedo imaginar a un grupo de políticos escuchando a alguien tan directo como yo -comentó Thomas pasándose una mano por el cabello-. Creerán que estoy loco.
– El mundo está a punto de enloquecer, Thomas. Francia, Gran Bretaña, China, Rusia… todas las naciones en que Svensson ha liberado este monstruo ya están dando tumbos. Quieren respuestas, y tú, además de los cómplices de esta confabulación, podrías ser el único en dárselas. No tenemos tiempo para discutir tu cordura.
– Bien dicho.
– Hiciste de mí un creyente. Me voy a aventurar por ti. No me vuelvas la espalda, no ahora.
– ¿Dónde ha liberado Svensson el virus?
– Ven conmigo.
HABÍA UNA sensación de «paramnesia» para la reunión. El mismo salón de conferencias, los mismos rostros. Pero también había algunas diferencias importantes. Tres nuevos asistentes se habían unido por medio una video conferencia. La ministra de salud Barbara Kingsley, funcionada de alto rango en la Organización Mundial de la Salud, y el ministro de defensa, aunque se excusó después de solo diez minutos. Había algo extraño en su temprana salida, pensó Thomas.
Los ojos se movían rápida y nerviosamente por el salón. Habían desaparecido las miradas confiadas de anoche. A la mayoría de ellos le era difícil sostenerle la mirada.
Pasaron treinta minutos discutiendo los informes recibidos. Gains tenía razón. Rusia, Inglaterra, China, India, Sudáfrica, Australia, Francia… naciones que habían sido amenazadas directamente hasta aquí exigían respuestas del Departamento de Estado. Pero no había ninguna, al menos ninguna que brindara la más leve esperanza. Además, estaba la promesa de que al final del día se habría duplicado la cantidad de ciudades infectadas.
El informe de Farmacéutica Raison sobre la chaqueta dejada en el aeropuerto de Bangkok levantó quince minutos de especulaciones y conjeturas, la mayoría encabezadas por Theresa Sumner, de los Centros para el Control de Enfermedades, CDC. Si, y ella insistió que se trataba de un gran si, cada ciudad que Svensson afirmaba haber infectado hubiera sido infectada de veras, y si -otra vez un gran si- el virus actuaba en realidad como mostraran los modelos de computación, el virus ya se había extendido demasiado para detenerlo.