Aparte de visitar Vindobona una vez al año, o dos en esa ocasión, yo nunca fui a ningún otro sitio. Cacé, pesqué, nadé, ayudé a mi padre en la herrería, ayudé a mi abuela en el templo y aprendí a leer y a escribir en la escuela de mi madre. Algunas veces, Friya y yo nos íbamos a pasear por el bosque que, en aquellos tiempos, era oscuro, denso y misterioso. Y así es como dio la casualidad de que me encontré con el último de los cesares.
Se suponía que, en lo más profundo del bosque, había una casa encantada. Marco Aurelio Schwarzchild, el hijo del sastre, un muchacho travieso, peculiar y algo bizco, fue quien hizo que me interesara por ella. Me contó que había habido allí un refugio de caza en la época de los cesares y que el sangriento fantasma de un emperador que resultó muerto en un accidente de caza podía verse al mediodía, la hora de su muerte, persiguiendo el fantasma de un lobo que daba vueltas y más vueltas alrededor de la casa.
—Yo mismo lo he visto —decía—. Me refiero al fantasma del emperador. Llevaba puesta una corona de laurel y todo lo demás, y su rifle estaba tan pulido que brillaba como el oro.
No le creí. No creí que tuviera siquiera el coraje de acercarse a la casa encantada, y por supuesto, que hubiera visto el fantasma. Marco Aurelio Schwarzchild era el tipo de muchacho al que no creerías si dijera que estaba lloviendo, incluso aunque te estuvieras empapando bajo las nubes mientras lo decía. Por una parte yo no creía en fantasmas, al menos no mucho. Mi padre me había dicho que era una estupidez pensar que los muertos todavía andaban merodeando por el mundo de los vivos. Por otra, pregunté a mi abuela si alguna vez había muerto un emperador en un accidente de caza y ella se rió y me dijo que no, nunca: la Guardia Imperial habría arrasado la aldea y quemado los bosques si eso hubiera ocurrido alguna vez.
Pero lo que nadie ponía en duda era la existencia de la casa, encantada o no. Todo el mundo en la aldea la conocía. Se decía que se encontraba en cierta zona oscura del bosque, donde los árboles eran tan viejos que sus ramas estaban tupidamente entrelazadas. Casi nadie había ido nunca allí. La casa estaba en ruinas y, además, hechizada, indudablemente hechizada. De modo que era mejor no acercarse.
Se me ocurrió que si el lugar había sido un refugio de caza imperial y había sido abandonado precipitadamente después de algún desafortunado incidente y nunca había sido visitado desde entonces, era posible que aún hubiera en él alguna chuchería de los cesares, pequeñas estatuillas de dioses o camafeos de la familia real, cosas así. Mi abuela coleccionaba pequeños objetos antiguos de esa clase. Su cumpleaños se acercaba y yo quería hacerle un bonito regalo. Es posible que a mis amigos del pueblo les acobardara fisgonear por la casa encantada, pero por qué iba a acobardarme a mí. Después de todo, yo no creía en fantasmas.
Aunque, si lo pensaba dos veces, no me apetecía nada ir allí solo. Esto no era cobardía, sino tan sólo sentido común, algo de lo que, incluso entonces, yo disponía en buena medida. El bosque estaba lleno de raíces descubiertas, ocultas bajo las hojas caídas. Si tropezabas con una de ellas y te herías la pierna, podías quedarte allí mucho tiempo antes de que pasara alguien que pudiera ayudarte. También era más difícil que te perdieras si alguien iba contigo y recordabais junto las señales que ibas dejando. Y, además, alguna vez se había hablado de lobos. Yo pensaba que la probabilidad de encontrarse con uno no era mucho mayor que la de encontrarme con fantasmas, pero de todas formas, me parecía una idea sensata que alguien me acompañara por aquella zona del bosque. Así que me llevé a mi hermana.
He de confesar que no le dije que se suponía que la casa estaba encantada. Friya, que entonces tendría unos nueve años, era muy valiente para ser una muchacha, pero pensé que el asunto de los fantasmas podía disuadirla. Lo que le dije fue que aquella vieja casa podía esconder tesoros imperiales. Y, si así fuera, podría escoger alguna de las joyas que encontráramos.
Por si acaso, nos metimos en el bolsillo un par de imágenes sagradas para que nos protegieran: Apolo para ella, para iluminarnos cuando atravesáramos los oscuros bosques, y Woden para mí, pues era el dios preferido de mi padre. (Mi abuela siempre había querido que él rezara a Júpiter Teutónico, pero él nunca lo hizo, alegando que Júpiter Teutónico era un dios que se inventaron los romanos para pacificar a nuestros ancestros. Esto irritaba a mi abuela, naturalmente. «Pero nosotros somos romanos», le decía ella. «Sí, lo somos», contestaba mi padre, «pero también somos teutones; por lo menos yo, y no tengo intención de olvidarlo».)
Una hermosa mañana de sábado, en primavera, Friya y yo, justo después del desayuno, salimos sin decir nada a nadie sobre adonde nos íbamos. El primer tramo del sendero del bosque nos resultaba familiar, lo habíamos recorrido a menudo. Pasamos por el Manantial de Agripina, que en épocas medievales se creía que tenía propiedades mágicas, y después por las tres estatuas, deterioradas y erosionadas, del hermoso muchacho que se suponía que había sido el primer amante del emperador Adriano, hacía dos mil años. Después pasamos por el árbol de Baldur, que mi padre decía que era sagrado, aunque murió antes de que yo fuera suficientemente adulto como para asistir a los rituales de medianoche que él y algunos de sus amigos celebraban allí. (Yo creo que la generación de mi padre fue la última que se tomó en serio la vieja religión teutónica.)
Y a continuación nos adentramos en un territorio más profundo y oscuro. Allí los senderos no eran más que vagas veredas. Marco Aurelio me había dicho que se suponía que teníamos que girar a la izquierda, a la altura de un enorme y viejo roble de hojas muy brillantes. Todavía andaba buscándolo cuando Friya dijo:
—Hemos de girar por aquí.
Y allí estaba el roble de hojas brillantes. Yo no se lo había mencionado, pero quizá también las muchachas de nuestra aldea se contaran entre ellas historias sobre la casa encantada. Aunque nunca me enteré de por qué sabía Friya que teníamos que ir por allí.
Seguimos y seguimos hasta que desaparecieron incluso las veredas, y acabamos vagando por el puro bosque. Los árboles eran muy viejos y sus ramas se entrelazaban por encima de nosotros de manera que la luz del sol apenas llegaba hasta el suelo. Pero no se veía casa alguna, fuera encantada o de otra clase, ni cualquier signo que indicara que por allí habían pasado seres humanos. Llevábamos horas caminando. Me puse en la mano el ídolo deWoden que guardaba en el bolsillo y miré con suma atención cada árbol o roca de aspecto extraño que veíamos, tratando de registrarlos en mi cerebro como señales para el camino de regreso.
Parecía inútil continuar, y peligroso por añadidura. Habría dado la vuelta hacía mucho tiempo si Friya no me hubiese acompañado, pero yo no quería parecer un cobarde a sus ojos, y ella seguía adelante, incansable, estimulada —supongo—, por la perspectiva de encontrar un bonito broche o collar para ella en la casa vieja, y sin mostrar el más leve signo de cansancio o miedo. Pero finalmente, yo ya tuve bastante.
—Si no encontramos nada en los próximos cinco minutos… —dije.
—Allí —dijo Friya—. Mira.
Miré a donde apuntaba con el dedo. Al principio, no vi más que bosque. Pero entonces, apenas visible detrás de una cortina de ramaje frondoso, advertí lo que pudo haber sido el tejado inclinado de madera de un rústico refugio de caza. ¡Sí! ¡Sí, allí estaba! Vi el frontispicio festoneado, vi los postes del tejado, visiblemente tallados.
De manera que era verdad que el refugio secreto del bosque existía, la vieja casa encantada. Presa de frenética excitación, empecé a correr hacia ella, mientras Friya me perseguía valientemente para darme alcance.