—Creo que habéis estado hurgando por los alrededores de aquella vieja casa en ruinas del bosque —dijo mi padre más o menos una semana después—. Permaneced alejados de ella. ¿Me oís? Alejados.
Y eso es lo que haríamos, pues se trataba lisa y llanamente de una orden. Nunca desobedecíamos las órdenes de nuestros padres.
Pero entonces, algunos días más tarde, oí algo a los muchachos mayores de la aldea acerca de una incursión a la casa encantada. Era evidente que Marco Aurelio Schwarzchild había estado hablando sobre el fantasma del rifle brillante a otras personas además de a mí. «Somos cinco contra uno», oí que decía uno. «Deberíamos ser capaces de dar cuenta de él, sea fantasma o no.»
—Pero ¿y qué pasa si tiene un rifle fantasma? —preguntó uno de ellos—. Un rifle fantasma no es para tomarlo a broma.
—Los rifles fantasmas no existen —dijo el que había hablado en primer lugar—. Es un rifle de verdad. Y no nos será difícil quitárselo a un fantasma.
Yo se lo conté todo a Friya.
—¿Que deberíamos hacer? —le pregunté.
—Ir a advertirle. Le van a hacer daño,Tyr.
—Pero papá dijo que…
—Aun así. El anciano tendrá algún sitio adonde ir y esconderse. Si no, su sangre caerá sobre nuestra conciencia.
No había manera de discutir con ella. O la acompañaba a la casa del bosque en aquel momento o se marcharía ella sola. Yo no tenía elección. Rogué a Woden que no se enterara mi padre, o que nos perdonara si lo hacía, y nos adentramos en el bosque. Pasamos por el Manantial de Agripina, junto a la estatua del hermoso muchacho, dejamos atrás el árbol de Baldur y cogimos el sendero que ya nos resultaba familiar al llegar al roble de las hojas brillantes.
—Algo va mal —dijo Friya, al aproximarnos al refugio de caza—. Lo noto.
Friya tenía una extraña forma de intuir las cosas. Advertí el temor en sus ojos y yo mismo sentí miedo.
Nos acercamos despacio, con cautela. No había rastro de Quinto Fabio y, al llegar a la puerta del refugio, vimos que estaba entreabierta y fuera de sus goznes, como si la hubieran forzado. Friya me cogió el brazo con la mano y nos miramos el uno al otro. Respiré profundamente.
—Espérame aquí —le dije y entré.
La escena era aterradora. El lugar había sido saqueado, los muebles destrozados, las vitrinas volcadas y las esculturas hechas pedazos. Alguien había hecho trizas todas las pinturas. La colección de armas y la armadura habían desaparecido.
Fui de una habitación a otra, buscando a Quinto Fabio. No estaba allí, pero había manchas de sangre sobre el suelo de la habitación principal, todavía frescas, todavía pegajosas.
Friya estaba esperando en el porche, temblando, reprimiendo las lágrimas.
—Hemos llegado demasiado tarde —le dije.
No habían sido los muchachos de la aldea, naturalmente. No era posible que ellos hubieran hecho tal destrozo. Aunque me sentía demasiado asqueado (y seguramente también Friya) como para decirnos nada, me di cuenta de que la abuela debía de haberle dicho a nuestro padre que habíamos encontrado una pieza de un tesoro imperial en la vieja casa y él, buen ciudadano como era, se lo habría comunicado a la guardia. Éstos habrían ido a hacer sus investigaciones, se habrían encontrado con Quinto Fabio y lo habrían reconocido como un cesar, como lo había hecho Friya. De modo que mis ansias por llevarle un bonito regalo a la abuela habían provocado la perdición del anciano. Supongo que no le quedaba mucho, tan frágil como se veía, pero la culpa por lo que yo, inconscientemente, le ocasioné es algo que me ha acompañado desde entonces.
Algunos años más tarde, cuando el bosque ya casi había desaparecido por completo, la vieja casa ardió accidentalmente. Yo era entonces un joven y contribuí a apagar el fuego. Durante una pequeña pausa en la faena, le dije al capitán del cuerpo de bomberos, un guardia retirado llamado Lucencio.
—Fue un refugio de caza imperial en su tiempo, ¿no?
—Hace mucho tiempo, sí.
Lo observé con prudencia al resplandor de las llamas titilantes. Era un hombre mayor, de la generación de mi padre.
Con precaución, le dije:
—Cuando era pequeño, circulaba una historia sobre uno de los hermanos del último emperador, que se había escondido aquí.
Aquello pareció cogerle desprevenido. Parecía sorprendido y, por un momento, preocupado.
—¿Así que oíste esa historia?
—Me pregunto si habría algo de verdad en ella. Que fuera un cesar, quiero decir.
Lucencio apartó la mirada.
—Sólo era un viejo vagabundo. Eso es todo —dijo en un tono apagado—. Un viejo y mentiroso vagabundo. Quizá contó fantásticas historias a algunos niños crédulos, pero eso es todo lo que era: un vagabundo viejo, mugriento y mentiroso. —Me dirigió una peculiar mirada y, a continuación, se marchó a todo correr para reñir a uno que estaba desenrollando una manguera de forma incorrecta.
Un mugriento y viejo vagabundo quizá sí, pero no creo que fuera un mentiroso.
Aquella pobre y vieja reliquia del Imperio ha permanecido vivo en mis recuerdos hasta hoy, y ahora que yo mismo soy un anciano, tan viejo como él lo era entonces, entiendo algo de lo que decía. No es que crea, como él, que deba haber un cesar para que la paz esté garantizada, pues hasta los cesares son hombres, de la misma manera que lo son los Primeros Cónsules que los han reemplazado. Pero cuando él argumentaba que la época del Imperio había sido sobre todo un período de paz, es posible que no estuviera del todo equivocado, incluso a pesar de que la guerra distaba mucho de ser ignorada en los días imperiales.
Ya que ahora creo que la guerra puede, en ocasiones, ser también una forma de paz: que las Guerras Civiles y las Guerras de Reunificación fueron las luchas de un Imperio amenazado que trataba de volver a unirse para que la paz pudiera reanudarse. Estas cosas no son tan simples. La Segunda República no es tan virtuosa como pensaba mi padre ni, según creo, tampoco el viejo Imperio fue tan corrupto. Lo único que parece cierto y fuera de toda duda es que la hegemonía mundial de Roma durante esos pasados dos mil años y después, bajo la República, pese a los problemas que nos ha supuesto ocasionalmente, nos ha evitado tumultos peores. ¿Qué hubiera ocurrido si no hubiera existido Roma? ¿Qué habría pasado si cada región hubiera tenido la libertad de levantarse en guerra contra sus vecinos con la esperanza de crear el tipo de Imperio que los romanos fueron capaces de construir. ¡Imagínense qué locura! Pero los dioses nos dieron a los romanos, y los romanos nos dieron la paz; no una paz perfecta, pero la mejor paz, quizá, que un mundo imperfecto podía permitirse. O, al menos, eso es lo que yo creo ahora.
En cualquier caso, los cesares están muertos, como también lo están todas aquellas personas sobre las que he escrito aquí, incluso mi hermana pequeña, Friya. Y aquí estoy yo, un anciano de la Segunda República, reflexionando sobre el pasado y tratando de extraer alguna enseñanza de él. Aún conservo la extraña daga que me dio Quinto Fabio, la que tenía un aspecto bárbaro y con la hoja curiosamente ondulada, y que procedía de alguna isla del océano Pacífico. De vez en cuando la cojo y la contemplo. Brilla con un especial antiguo esplendor bajo la luz de la lámpara. La vista me falla demasiado ya para ver el diminuto emblema imperial que alguien grabó en su empuñadura. Tampoco puedo ver las pequeñas letras S P Q R[6] que están inscritas en la hoja. Lo único que sé es que el miembro de alguna tribu de cabellos alborotados que hizo esa extraña y temible arma, las grabó allí, ya que también él era un ciudadano del Imperio romano. Como, en cierto modo lo seguimos siendo todos nosotros, incluso ahora, en los días de la Segunda República. Como lo somos todos nosotros.