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Los espléndidos viejos templos de la vía Sacra desfilaban a lado y lado del coche: el templo de Isis, el templo de Serapis, el templo de Júpiter Amón y todo el resto, unos cincuenta o cien, a lo largo de la gran avenida, cuyas aceras están flanqueadas con esfinges y toros. El templo de Dagon, el de Mitra y el de Cibeles, el de Baal, el de Marduk, el de Zoroastro, un templo para cada dios y cada diosa que alguien se imaginó alguna vez, excepto, naturalmente, para el Único Dios Verdadero, al que unos pocos hebreos preferíamos rendir culto a nuestro modo privado, tras los muros de nuestro propio barrio. Los dioses de toda la Tierra habían ido a parar allí, a Menfis, como el lodo del Nilo. Por supuesto, casi nadie se los tomaba ya muy en serio, ni siquiera los supuestos fieles. Sería una estupidez fingir que ésta es una época religiosa. El santuario de Mitra aún acoge a algunos fieles y, naturalmente, el de Júpiter Amón. La gente va a sus templos a hacer negocios, a ver a los amigos y quizá, a solicitar favores a los cielos. El resto de los templos bien podrían ser museos. Nadie entra en ellos excepto los turistas romanos y japoneses. No obstante ahí siguen, muchos de ellos tienen miles de años de antigüedad. En esta tierra nunca se tira nada.

—Míralos —dijo con desprecio Eleazar cuando pasamos al lado de las enormes ruinas del templo de Serapis—. Detesto verlos. ¿Cuánta estupidez! ¡Cuánta basura! Y todos ellos construidos con el sudor de nuestros antepasados.

Lo cierto es que no había mucha verdad en tal aseveración. Quizá en la época del primer Moisés, los hebreos trabajaran para construir las grandes pirámides para el faraón, como se afirma en las Escrituras, pero nunca fuimos los suficientes para constituir una gran fuerza de trabajo. Incluso ahora, después de habitar en el Nilo durante cuatro mil años, sólo somos unos veinte mil. Perdidos entre diez millones de egipcios.Y los propios egipcios, perdidos en un mar de romanos y réplicas de romanos, de modo que no somos sino una minoría entre una minoría; una curiosidad etnográfica, una gota en el vasto océano de la humanidad, una secta extraña y trivial, insignificante excepto para nosotros mismos.

El distrito de los templos se iba quedando atrás y salimos de él atravesando el largo y delgado arco del puente de Augusto César, adentrándonos en el ingente barrio periférico de Hikuptah, en la ribera oriental del río, con sus bazares de pieles y oro, sus innumerables cafeterías, su maraña de callejones medievales. Después, Hikuptah se disolvió en una jungla de higueras y cañas de azúcar y entramos en una zona de transición de olivares y palmeras datileras para, abruptamente, llegar a un lugar donde la tierra cambia del negro al rojo y en la que no crece nada. En seguida, la terrible aridez y soledad del lugar me golpean como una fuerza tangible. Es una tierra espantosa, inhóspita y vacía. Un lugar muerto, lleno de terribles fantasmas. El sol es un azote por encima de nosotros. Pensé que nos íbamos a asar y cuando, en una o dos ocasiones, el coche empezó a calarse y a petardear, supe por la expresión sombría de Eleazar que si sufríamos una avería, seguramente podríamos morir allí. Di Filippo conducía encorvado, tenso, sin abrir la boca, sujetando la palanca de cambios con una rigidez permanente, lo que indicaba su gran intranquilidad. Eleazar también estaba callado. Ninguno de los dos había hablado mucho desde que salimos de Menfis. Tampoco yo. En aquella tierra tórrida y áspera, el silencio resultaba abrumador, pero ninguno de nosotros dijo una palabra ni se movió. El coche parecía haberse convertido en nuestra tumba. Continuamos penosa, lentamente, sin confianza en el motor, con la arena levantada por el viento que soplaba del oeste silbando a nuestro alrededor. Con aquel inmenso calor, cada respiración era un jadeo. Tenía la ropa adherida a la piel. La carretera fue buena durante un rato, ancha, recta y bien pavimentada, pero después se estrechó y, finalmente, ya no era más que una cinta blanca llena de baches y curvas. Las carreteras se mantenían mejor durante la Roma imperial, pero eso fue hace mucho tiempo. Esta es la era de los cónsules, y en las zonas del interior, las cosas se van al infierno y a nadie le importa.

—¿Conoce la ruta que estamos siguiendo, doctor? —me preguntó Eleazar, rompiendo por fin el tenso silencio, cuando ya llevábamos más o menos una hora en aquel desierto deprimente y miserable.

Tenía la garganta seca como tiras de piel que llevaran tendidas al sol un millar de años, y me costaba pronunciar las palabras.

—Creo que nos dirigimos hacia el este —dije al final.

—Al este, sí. Da la casualidad de que estamos viajando por la misma ruta que siguió el primer Moisés cuando intentó liberar a nuestro pueblo de su cautiverio. Hacia los lagos Amargos y el mar Rojo, donde el ejército del faraón nos alcanzó y murieron ahogadas diez mil personas inocentes.

Había un tono de furia en su voz, como si eso fuera algo que hubiera ocurrido justo el otro día, como si él no se hubiera enterado de ello por el libro de Aarón, sino por el periódico de aquella mañana. Me dirigió una mirada encendida como si yo, de algún modo, fuera cómplice del largo cautiverio de nuestro pueblo entre los egipcios y tuviera alguna responsabilidad en el espantoso fracaso de aquel antiguo intento de escapar. Me estremecí ante la fiereza de aquella mirada y desvié la mía a otra parte.

—¿No le importa, doctor ben-Simeón? ¿No le importa que ellos nos siguieran y nos empujaran al mar? ¿Que la mitad o más de nuestro pueblo muriera en un solo día en medio de un miedo y un pánico horribles? ¿Qué las ruedas de los carros del faraón aplastaran a las jóvenes madres con niños en sus brazos?

—Fue hace mucho tiempo —dije sin convicción.

Mientras pronunciaba aquellas palabras tuve conciencia de lo estúpidas que eran. No había sido mi intención minimizar la debacle del Éxodo. Tan sólo había querido decir que el gran desastre que sufrió nuestro pueblo había tenido tiempo de cerrarse y cicatrizar a lo largo de miles de años. Que, aunque aplastados y abatidos y horriblemente mermados en número, conseguimos continuar después de aquello. Habíamos sobrevivido, habíamos aguantado. Los supervivientes de la catástrofe habían reconstruido sus vidas a lo largo del Nilo bajo el gobierno del faraón, y luego bajo los griegos, que sometieron al faraón, y después bajo los romanos, que conquistaron a los griegos. ¿Es que acaso no seguimos sobreviviendo ahora, aquí, sumidos en la larga y soñolienta decadencia del Imperio, en la Pax Romana, cuando incluso el sempiterno Imperio se derrumbó y la absurda y patética Segunda República se hizo con el gobierno del mundo?

Pero para Eleazar fue como si hubiera escupido en los manuscritos de la Ley.

—«Fue hace mucho tiempo» —repitió mofándose brutalmente de mí—. Entonces, qué, ¿deberíamos olvidarlo? ¿También deberíamos olvidarnos de los patriarcas? ¿Deberíamos olvidarnos de la Alianza? ¿Es AEgyptus la tierra que el Señor quería que pobláramos? ¿Fuimos elegidos por El para estar por encima de los pueblos de la Tierra o para ser los esclavos eternos del Faraón?

—Sólo quería decir…

Lo que yo había querido decir no le interesaba. Los ojos le brillaban, tenía el rostro enrojecido y en la frente se le marcaba asombrosamente una vena.

—Estamos llamados a la grandeza. El Señor Nuestro Dios dio Su bendición a Abraham y dijo que El multiplicaría su semilla como las estrellas del cielo y la arena de las playas. Y la semilla de Abraham echará abajo las puertas de sus enemigos.Y en su semilla, todas las naciones de la Tierra serán bendecidas. ¿Has oído antes estas palabras, doctor ben-Simeón? ¿Crees que tenían algún significado o que no eran más que las fanfarronadas de algunos alborotadores y pequeños caciques del desierto? Yo te aseguro que nuestro destino es la grandeza, que estamos llamados a despertar al mundo y que hemos estado demasiado tiempo recuperándonos de la catástrofe del mar Rojo. Una o dos horas más tarde y toda la Historia habría sido diferente. Habríamos cruzado hasta el Sinaí y las tierras fértiles que hay más allá. Habríamos construido nuestro reino en aquel lugar, tal como decretaba la Alianza. Habríamos hecho que todos escucharan el trueno de la voz de nuestro Dios y actualmente, el mundo entero nos miraría como ha mirado a los romanos durante los últimos veinte siglos. Pero ni siquiera ahora es demasiado tarde. Un nuevo Moisés ha llegado y él triunfará allá donde el primero fracasó. Y nosotros saldremos de AEgyptus, doctor ben-Simeón, y tendremos lo que es nuestro por derecho. Por fin, doctor ben-Simeón. Por fin.